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Vivir para contarlo

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Perseguimos, desde hace décadas, un intangible que se entrega a cuentagotas. Los seguidores de este equipo inmortal nos hemos convertido en cazadores de imposibles, en adictos que persiguen hazañas impostergables. Desde hace años esperamos la última vez, como si de un libro o una película se tratase. Pero el último tango nunca llega, porque este grupo está diagramado con la estructura absurda del libro de arena de Jorge Luis Borges: siempre hay una página más, una línea más, una letra más. Hay algo indefinible que nos permite seguir sumergidos en este sueño increíble. Algo que, a este grupo de notables, les da credencial para ser infinitos.

Escuché decir, al pasar, que este era un equipo viejo. Que no tenía altura, que no tenía rotación, que no tenía piernas. En parte, los escépticos de turno algo de razón tuvieron, pero se olvidaron de una de las cosas más importantes que tiene este deporte: la actitud, el carácter, la entrega. El entusiasmo de luchar todos los días por ser algo más de lo que uno es o, a priori, debería ser. El seleccionado argentino de básquetbol cruzó nuevamente el Rubicón para trascender el presente inmediato. Argentina no jugó bien y ganó contradiciendo el mensaje que el propio Manu Ginóbili, su jugador insignia, expresó en la derrota post Lituania: "Quisimos ganarlo a los empujones y si perdés la compostura, te la hacen pagar".

Hoy Argentina le ganó a Brasil a los empujones. Con un básquetbol extraño, fuera de libreto, absurdo. Cometiendo mil errores, pero también dejando en claro que cuando las cosas verdaderamente importan, el equipo aparece. Que hay una voz de mando manifiesta, una pata de gigante que deja huella aún siendo más visitantes que nunca. Contra todo y contra todos, como si de arrebatar un triunfo se tratase: "Esto es mío y lo resuelvo como quiero". Porque esta tarde, ni la NBA más NBA de todos los tiempos podía frenar en los últimos dos suplementarios el coraje de Facundo Campazzo y la entrega sobrenatural de Andrés Nocioni. El desgaste enfermizo de competidores extremos como Manu Ginóbili y Luis Scola, la resurrección cual Lázaro de Carlos Delfino, quien hasta hace pocos meses caminaba con muletas, y el advenimiento de un gran jugador como Patricio Garino, entre otros talentos nacientes. Argentina emerge como el equipo del plus, de la lucha que conmueve, que despierta fibras escondidas, que contagia.

Ahí van, de nuevo, esos viejos locos.

El básquetbol tiene muchas veces la estructura de un cuento lineal al estilo Edgar Allan Poe, que no es otra cosa que la lógica de un truco de magia. Se despierta la atención en un foco, se sorprende con otro y se reserva algo inesperado para el cierre. Esto es lo que genera impacto, el efecto del último segundo, de la última línea. Esta tarde, Argentina tuvo alegría, desazón y nuevamente alegría en tres posibles finales de una película que terminó siendo magnífica: la igualdad de Nocioni para viajar al primer suplementario en su tiro-revancha respecto a las semifinales del Mundial 2006 frente a España, el lanzamiento fallado por Ginóbili en el cierre del primer tiempo extra y los dos libres de Manu, como una especie de redención de lo que había sido su mal porcentaje de libres en el juego, en el desenlace del segundo tiempo adicional.

Si alguien tiene un mejor guión para contar, en Hollywood lo esperan con brazos abiertos.

Hoy Campazzo mostró que la sucesión del mando tiene dueño. El trono tiene heredero y la antorcha del fuego sagrado seguirá encendida pase lo que pase. Es el triunfo el disparador del estupor generalizado, está claro, pero es la línea de conducta, el proceder adecuado y las palabras precisas las que despiertan orgullo. La Selección Argentina, ésta Selección Argentina, es el equipo más olímpico que alguna vez existió en el deporte mundial. Es Scola hablando antes de empezar un partido sobre el respeto al rival, es Ginóbili pidiendo buen comportamiento en las tribunas, es Delfino aceptando limitaciones, es Nocioni asumiendo culpas, son los jóvenes escuchando a los adultos sin hablar, es el último jugador ayudando al primero a ser más primero que nunca. Este es el triunfo del bien común, de la ética, de la solidaridad, de la ayuda al prójimo, de las reglas claras. ¿Existe ese país? Ellos nos dicen, jugando al básquetbol, que sí, que vayamos a buscarlo, que está ahí frente a nosotros. Que también somos eso, aunque se esmeren en decirnos a diario lo contrario. Esa es la clave y la esencia de este equipo interminable: el mensaje fue, es y será mucho más importante que el mensajero. Trascender, de eso se trata.

Se puede ganar o se puede perder, pero todo tendrá que ver con la forma, que siempre deberá ser más que el contenido. Eso es lo que diferencia a los justos de los miserables. A los valientes de los cobardes. Hoy Argentina ganó por la perseverancia, por no bajar los brazos, por nunca, pero nunca, retroceder y rendirse. Eso es lo que le queremos contar a nuestros hijos acerca de este seleccionado. Quizás mostremos, orgullosos, este video. Ese es el ejemplo que sigue vivo y que nunca debe morir: siempre hay que pelear. No será fácil, pero hay que intentarlo, porque a veces, como esta tarde, el azar hace un guiño y ahí estamos, de nuevo, festejando un imposible. Como la primera vez que agitamos una bandera siendo niños. Que nos abrazamos con el pariente que teníamos al lado. La vida suele poner a prueba el temple de las personas: hay que dar lo mejor de uno mismo hasta que no quede nada. Y entonces, una vez hecho el esfuerzo, no habrá nada para reprocharse.

"Quiero que le hagan un monumento al 'Chapu' (Nocioni) y a Facundo (Campazzo) porque la verdad la rompieron toda", dijo Ginóbili, el jugador más importante de la historia del básquetbol argentino, a la prensa luego de terminar el juego ante Brasil.

De nuevo: el otro, siempre, en primer lugar.

El equipo salta en el centro de la cancha, festeja, saluda a su gente. Es un corazón celeste y blanco que rebota en Río de Janeiro y no quiere desaparecer. Como ayer, como hoy, como siempre. Vivir para contarlo.

Esta historia de amor aún tiene capítulos por escribirse.