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El hombre y el equipo

Getty Images

BUENOS AIRES -- La proeza de Juan Martín del Potro en los Juegos Olímpicos sembró emociones descontroladas.

El nacionalismo deportivo estacional –un clásico de citas mundiales como los Juegos– trepó a la cima. Y hasta se le perdonó al tandilense no haber obtenido la medalla de oro, todo un gesto de la demandante hinchada argentina. Profusas lágrimas adensaron la épica de las contiendas tenísticas.

La escena repetida del llanto –salvo en la derrota final ante Andy Murray, curiosamente– era la viva expresión de un hombre que no puede más. Por esa extenuación, causada por su desdichada historia reciente (una lesión empecinada y una larga y ardua recuperación que no ha concluido), la campaña olímpica de del Potro se valoró como una epopeya.

Al margen de la factura técnica de sus actuaciones, que ha sido muy destacable desde el batacazo inicial frente a Novak Djokovic, el público deliró con la fábula dramática de la superación personal más allá de los límites.

Los grandes deportistas son capaces de sorprender con gestas como la de Del Potro. Y seguramente son inspiradoras (a los americanos del norte les encanta esta palabra) para los colegas, siempre y cuando no haya confusiones.

Si tomamos el fútbol argentino, de performance opuesta, en todo sentido, a la de Delpo, el ejemplo del tenis es útil en el rubro autoestima. El tandilense se dio permiso para extraer su mejor juego ante rivales mucho mejor rankeados y jamás se dio por vencido. Peleó hasta la última bola incluso en puntos aparentemente imposibles de inclinar a su favor.

La gigantesca escena olímpica, que a otros podría encogerles el corazón por la responsabilidad y la expectativa internacional, a Delpo le revivió las virtudes, lo talentos anestesiados. Los futbolistas, en cambio, fueron tomados por la adversidad política.

La improvisación suicida de la dirigencia argentina, en lugar de desafiarlos y potenciar el plus que requiere el que está forzado a valerse por sí mismo, los deprimió. Les quitó piernas, precisión, méritos probados en muchos de los jugadores del plantel. Y los hizo pensar que Honduras (¡Honduras!) era un adversario invencible. Pero las comparaciones tienen fronteras infranqueables.

Del Potro es un individuo dentro de un deporte furiosamente individual. De hecho, su relación con el equipo de Copa Davis siempre resultó problemático. Los tenistas están solos hasta a la hora de festejar. Uno se apiada un poco cuando, luego del triunfo, abren los brazos de cara a la tribuna, y no hay quién los corresponda. Están condenados al abrazo vacío.

Al mismo tiempo, su destino no se define en otras manos que las propias. No es necesario acordar estrategia con nadie. Y si el ánimo está arriba, bien arriba, y los golpes salen como piña, ningún compañero inoportuno podrá opacar esa fortuna con un rendimiento deslucido. De modo que la iluminación personal es factible. La arremetida individual puede derivar en una medalla.

El fútbol funciona con otros acuerdos, otra organización. Si el equipo no da pie con bola funciona, no lo salva ni la genialidad de Messi. Un zapatazo salvador o una atajada providencial pueden torcer el rumbo de un partido. Una campaña se sustenta en la mentalidad y la solvencia de un colectivo.

Cada futbolista potencia a los demás. El equipo que le tocó dirigir al Vasco Olarticoechea era una suma de voluntades solitarias. Pero, a diferencia de Del Potro, los jugadores lucían desorientados y sin convicción. Y eso fue lo que se transmitieron entre sí.