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El vuelo hacia la eternidad

Hay un tiro libre que entra y también hay, como consecuencia, un jugador vestido de azul que salta en el banco de suplentes. Que salta y festeja, porque nadie le ha dicho que el básquetbol está hecho de milésimas de segundos que se convertirán luego en pesadas páginas de historia. Gritar antes de tiempo es gritar sin ruido. El drama de la escena previa tiene la connotación del suspenso de Alfred Hitchcock: mientras se levanta la mecánica de tiro serbia, la de esa escuela de básquetbol que formó la elegancia y la técnica en proporciones iguales, los cuervos que nos mantenemos en vilo somos nosotros. Los que están allá, en la tribuna, los que estamos acá, con los ojos pegados a una pantalla al borde de la lágrima. Ojos que se mueven y se van. Nudos que atragantan gritos que serán eternos.

Andrés Nocioni contempla el balón, que cae manso sobre la red sin viboreo sobre los nudos. El Chapu lo abraza con su mano derecha y luego mueve las púpilas a máxima velocidad con una pregunta que tendrá sólo una respuesta. La pelota, entonces, se transforma en una pinza y el reloj, allá a lo lejos, será la bomba que se deberá desactivar en solo 3.8 segundos. El primer cable a cortar es para Nocioni una opción de complemento; observa hacia la derecha y no hay nadie, pero rápidamente encuentra a Alejandro Montecchia, quien será quien aborde los riesgos de la gran decisión. El Puma primero corre, hace un dribbling, dos, tres, gira y recién ahí levanta la cabeza. Vuelve a dribblear no una, sino dos veces. No sabe aún que en sus manos estará luego lo que será la génesis de la Generación Dorada. La jugada de todos los tiempos, la síntesis perfecta de la solidaridad que luego destacarán muchos, copiarán pocos y envidiará el mundo. Porque Montecchia podría tirar al aro, pero no lo hace. Podría avanzar él en busca del heroísmo de una jugada mayúscula que reivindique al equipo tras la desafortunada definición del Mundial 2002, pero decide que las cosas se harán esta vez de una manera diferente.

Montecchia habla, sin abrir la boca, y dice que no se trata de uno mismo sino de los demás. Que la felicidad es plena si es de y para todos. Levanta entonces la cabeza y lo ve. Sobre el margen derecho, una llama con el número 5 comienza a encender la antorcha de los Juegos Olímpicos de Atenas 2004. Alla viene Manu, listo para escribir la gran página que lo empujará a ser el mejor jugador argentino de la historia. Montecchia no sabe, ahora, si está en Atenas o en Bahía Blanca. Si la camiseta es la de Argentina o la de Bahiense del Norte. El destino es un jardín de senderos que se bifurcan. Dos hermanos de barrio haciendo castillos de arena en la luna. Y entonces, el balón sale despegado de sus manos. Y ese pase lacerante no es otra cosa que la construcción de una autopista imaginaria que quiebra el entorno y el tiempo. Ginóbili abre los ojos y avanza. Acelera el ritmo como si con eso pudiese frenar el reloj. En definitiva, no sólo lo frena, sino que lo aniquila. Recibe y se desprende del objeto como si tuviese gajos ardientes. Lo que ejecuta no es un lanzamiento, es un chasquido de dedos. Un golpe de billar preciso, exacto, que provoca que el balón palmee el tablero, como un padre que acompaña a su hijo, con la mano en su espalda, para que cruce a la calle por primera vez solo. Es tal la velocidad de ejecución que nadie entiende a ciencia cierta que es lo que está ocurriendo. Son segundos de oscuridad que se transforman en luz. Incredulidad que se viste de éxtasis. El prólogo perfecto jamás firmado que se convertirá en la narración más fascinante que alguna vez existió en el básquetbol argentino.

Ginóbili se desprende del balón, pero antes embellecerá el juego con un movimiento icónico que se transformará en leyenda: un salto en 45 grados que no será otra cosa que un vuelo hacia la eternidad. El primer paso para convertirse en el más maravilloso jugador que dio nuestro país. Entonces, la magia de la realidad obliga a la estupefacción de una suma de hechos que ocurren en un mismo momento. Así suele suceder con este maravilloso juego. El éxtasis del relato contamina la escena. El alarido se genera en Atenas y el eco se desparrama a lo largo y a lo ancho de Argentina. Llega un compañero, y otro, y otro más. La montaña de abrazos se funden en un corazón albiceleste que besa el piso y toca el cielo. Rubén Magnano da una vuelta olímpica con una alegría que lo transforma y lo libera por primera vez en su carrera del protocolo.

La hipótesis se transforma, entonces, en conclusión: un equipo especial está entre nosotros.

Todo lo demás, es historia juzgada.