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Los Clásicos, '...ese montón de espejos rotos'

LOS ÁNGELES -- Encarno, tal vez, la fantasiosa y huidiza exclamación de Matías Almeyda: "Un dinosaurio, de esos de los antiguos". Sí, un dinosaurio en Clásicos. Los pergaminos no mienten.

Involucrado en reseñarlos desde 1979, se revelan y se rebelan viejas estampas. Sí, se me encanecen las memorias con el rechinar de reumas en esa frase de "todo tiempo (Clásico) pasado fue mejor". Las pinturas rupestres anunciaban a Dalí.

Curtí el espíritu de reportero en aquellas guerras. Eran tiempos en que había menos gel y secadoras de pelo en los vestuarios, sin depilaciones o manicures profesionales. Los santuarios se perfumaban agrio y rancio, a sudor, linimento, alcohol para frotarse y rencores. No se confundían la sangre y el bilé.

En tiempos en que había que bajar de la tribuna de prensa a la cancha quince minutos antes del pitazo final, con tecnología de punta en una libreta y una pluma, y se podía uno formar a un metro de la línea blanca, y se escuchaban los gruñidos, los golpes, los insultos, las amenazas, y enterarse que las santas madres de los 22 que se taladraban en la cancha ejercían el oficio más antiguo del mundo con un parquímetro indiscriminado entre las piernas.

Y tal vez porque en uno de esos Clásicos en el Estadio Azteca, con su inevitable batalla campal, el Vaquero Cisneros, jugando en Chivas, evitó que un guarura de Televisa me ensartara un macanazo en mi granítica cabeza, en una de las reyertas memorables, en Liguilla, justo cuando el Guadalajara clasifica a la Final ante Puebla, pero con un cuadro desmembrado por la Disciplinaria.

Tiempos en los que podías entrar a la cancha y reseñar las miradas y las pasiones, y en esa ocasión hasta levantar del sagrado césped del Azteca al fotógrafo Raúl Torres, a donde lo enviaron a rodar los cuerpos de seguridad del estadio, mientras los jugadores de América y Chivas, con sus utensilios de trabajo, enhiesto armamento, convertían sus piernas en bayonetas implacables. Dos, patada y coz.

O porque en otra de esas zacapelas, pandemónium genuino, en el patíbulo de los odios, Carlos Hermosillo se va expulsado, y mientras Fernando Quirarte dramatizaba la falta, el americanista le regala una caricia con el áspero empeine del botín derecho en el rostro, para que el zaguero pase de la teatralización a la venganza.

Ese mediodía en el Azteca. La periferia de los vestuarios se llenó de hordas. Ambos bandos se sentían vejados y reclamaban venganza. Y Hermosillo tuvo que salir refugiado, escondido, en la camioneta de utilería del equipo. La baba de la rabia, escurría por todas las quijadas.

Porque, eran tiempos, que la herida no era el marcador, sino que la llaga era la sonrisa largamente burlona en el rostro del contrario. Más que la muerte propia, les envilecía el rostro de Mona Lisa, cínicamente festivo, de su verdugo

Y claro, en ambas reyertas hubo dos protagonistas: futbol y masculinidad. Se jugaba bien. Se jugaba al futbol, pero no había concesiones, ni treguas. Codazos, ganchos a los riñones, arañazos en el pescuezo, moretones, tallones. El desprecio no era de utilería.

Dios, cierto, me constaba, me consta, como "dinosaurio, de esos de los antiguos", dinosaurio de Clásicos, cómo aquellos tipos sentían las camisetas. Eran como pellejo propio. Sentían, casi estoy seguro, más desprecio por la camiseta ajena que amor por la propia, si era posible, en esa confusión manifiesta de los valores invertidos de la guerra. "Tu bandera rota me enorgullece más que la mía ondeando".

Tal vez por eso, porque eran Clásicos que se jugaban y se ganaban con devoción por el futbol, pero con devoción igual por el sepelio del adversario, hoy son irrepetibles.

¿Cuándo los templarios de los Clásicos dejaron de entregar sudarios para el enemigo y empezaron a entregarles su camiseta perfumada a bisutería?

¿Cambiar camisetas? Era, en ese entonces, un culto al sacrilegio y a la traición. Ni Judas habría aceptado las 30 monedas en un Clásico de esos, de entonces, entre América y Chivas.

¿Hoy? Hoy, americanistas y chivas hasta intercambian cupones de descuento de sus estilistas, y se pueden tomar una taza de café descafeinado, deslactosado, y con crema batida, mientras charlan de modas y telenovelas.

Hoy, la testosterona ha sido evacuada, segregada de los vestuarios. En las concentraciones, para los Clásicos, ya no se velan armas, se perfuman de incienso.

En las vísperas de esos Clásicos, en esos tantos que pude vivir, como "dinosaurio, de esos de los antiguos", hubo entrenadores que mandaban mariposas con pedigrí, de tacones altos e instintos bajos, de escote largo y falda corta, al hotel de concentración del equipo adversario, para que les bajaran el ímpetu en la noche previa.

Hoy, son capaces de ir juntos a cazar Pókemons.

Y hoy ya no hay entrenadores que son capaces de tomar por la camiseta a su propio jugador de vanidad abaratada, azotarlo contra la pared del vestuario y reclamarle que en el segundo tiempo salga y mastique las entrañas de ese maldito jugador de Chivas que le ha convertido en su casquivana cada que toma la pelota.

La culpa es mía. Sin duda. Me quedé envenenado de esa vergüenza profesional, con futbolistas que marcaban en su calendario el Clásico antes que la cita con su podólogo; con esos que antes jamás se saludaban y que hoy hasta pactan el límite de sus fuerzas por WhatsApp en los días previos a la confrontación.

Son historia. Son, sin duda, conmigo, todos ellos, dinosaurios nostálgicos, todos esos: Quirarte, Hermosillo, Madero, Gutiérrez, Aguirre, De los Cobos, Reinoso, Bacas, Tena, Manzo, Rangel, Ortega... Aquellos campos de batalla se llenaron de ninfas de porcelana.

Pero ser de esa especie, citando a Almeyda, de "dinosaurio, de esos, de los antiguos" es un privilegio y una maldición, según se vea bajo el prisma, por ejemplo, de Jorge Luis Borges...

"Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos".