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Tigres celebra en el desastre centenario del América

LOS ÁNGELES -- Tigres cumple con su obligación. Y América fracasa y no cumple sus promesas ni sus necesidades.

Tigres Campeón. Desde el manchón de los veredictos fatalistas. Y Nahuel Guzmán como héroe: atajó los tres disparos de las anémicas y bulímicas Águilas.

Y sí, el América de Ricardo La Volpe sigue invicto en México, pero con las manos vacías. La virginidad sigue a salvo, pero ha hecho jirones el vestido de novia.

El Centenario es un monumento al fracaso, un mausoleo al holocausto de la soberbia y la pedantería. América se hinchó de promesas y se atragantó con ellas. Decepción y frustración es el estigma de este americanismo.

100 años y "El Más Grande" se queda en el séquito de los enanos. Después del Campeón, ya se sabe, los otros 17 son perdedores.

Tigres se salió de la tumba. Abajo en el marcador y con un hombre menos, estaba sentenciado al cadalso, especialmente porque enfrentaba al más brillante embajador moderno del lapuentismo.

Un arbitraje que apesta, que hiede a sospecha, a torpeza, a pánico, a infamia, fue acuchillando el partido. Isaac ("Aquel que hará reír", es su dignificado) Rojas fue el bufón patético y tétrico de la noche. Todo comenzó desde su mezquindad hormonal, al no expulsar a Arroyo.

Y después, el achichincle de Decio de María, estercoló la Final de vileza y deshonor, a la altura, sin embargo, del nivel y de los valores misérrimos de la FMF, su presidente y su alcahueta Comisión de Arbitraje.

Tras el gol de Álvarez, entre la sonámbula zaga de Tigres, debió aparecer Dueñas para conseguir el empate con el drama provocando combustión en la cancha, hasta una zacapela, en la que de nuevo Rojas y sus auxiliares demostraron su castración mental, moral, física y hormonal.

Ayer, Isaac Rojas, como antes Paul Enrique Delgadillo, y como seguramente lo habría hecho el lesionadito Roberto García Orozco, ratificó que está lleno de eunucos morales y honorables el arbitraje mexicano.

Una Final con un trámite con sus primeros 90 minutos cargado de intensidad, pero con el terror táctico apoderándose de las trincheras. Dos equipos que su último tercio lo ocupaban, de inicio, hasta con diez hombres.

Primeros 90 minutos de pánico, de pavor defensivo, en una descripción perfecto de la desesperación de náufragos, pero en tierra firme. Ahogados y sin meterse al agua.

América se había escurrido vivo en la cacería. Disparos a los postes, atajadas de Moisés Muñoz, histerias arbitrales, y esa confrontación tácita de buscar provocar errores, antes que generar aciertos.

Si el término justicia cabe, Tigres recibe lo merecido, aunque sin merecimientos de la grandeza acorde a su plantel, a las ventajas con que llegaba a la Final, pero, al menos, cumple una misión, algo que ni en la manifestación suprema del cinismo, podrían hacer los Ricardos, Peláez y LaVolpe.

Nahuel hecho figura; Oribe Peralta, el villano; Sambueza confirmándose como la gran mentira de los dos últimos años con América, mientras Gignac desapareció, nuevamente, en la crucial cita de una Final.

Y por supuesto, si la vileza del trabajo de Isaac Rojas se lleva la noche, el toque fúnebre, sucio, canallesco, enmarca la salida de jugadores del América, en especial de Moisés Muñoz, vendido como esclavo a Chiapas, y con él salen Oswaldo Martínez, Ventura Alvarado, Michael Arroyo, Hugo González... y contando.

Tuca Ferretti entrega su tercer título, que estuvo a punto de escapársele, por ese estilo atemorizado con que juega y contagia, pero al menos cumple con el protagonismo de la inversión que hay detrás del equipo. Para festejar, pero sin blasones de orgullo.

¿Ricardo La Volpe? Dice que sigue, eso dice Ricardo Peláez, pero ¿alguien le asegura a Peláez que seguirá después de la mayor burla de la que ha sido víctima el americanismo en este año, el año en que se prometieron las grandes glorias y las bacanales de conquistas y festejo?

Hoy, Peláez, el maestro de ceremonias de todos los carnavales anunciados y abortados, puede ser el capellán de su propio sepelio, el clérigo de su propio entierro.

Peláez lo sabe: en el Salón Oval de Televisa sólo hay un inamovible, aunque, seguramente, tampoco es imprescindible.