<
>

El equipo que la historia no olvidará: la selección de Ucrania lucha para mantener viva su causa

OLEKSANDR PETRAKOV vio a sus muchachos con amor y disgusto por partes iguales. Se ubicó en el asiento 1A, adelante a la izquierda. Es su acostumbrado asiento de director técnico, mientras él y la selección de Ucrania volaban desde Glasgow hasta Ereván, Armenia, para su próximo partido. Acababan de perder 3-0 ante Escocia hace pocas horas, siendo apenas su segundo revés como seleccionador nacional; sin embargo, si algo le afectaba, no salía de sus labios. Era normal. Hablamos del hijo de un obrero de una fábrica soviética que bebía mucho y que surgió dentro de la maquinaria atlética de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. En una ocasión, despachó una rueda de prensa de ocho preguntas con 37 palabras.

"Soy un hombre sencillo", afirmó.

Los pilotos del avión, ambos ucranianos, tomaron una ruta en bucle a través del este de Europa para evadir los peligros del espacio aéreo ucraniano. Era finales de septiembre. Desde el inicio de la guerra, el plantel de Petrakov ha saltado a la cancha once veces, cada una en un país extranjero distinto. Ninguno de los tripulantes del avión jugaba a las cartas o cantaba. Los jugadores se sentaron en silencio. Habían fracasado esa noche, aunque al menos lo habían logrado juntos.

Luego de siete horas de recorrido, la aeronave aterrizó y el grupo abordó un autobús en ruta a un hotel Radisson ubicado en Ereván. Los jugadores se fueron a dormir y el cuerpo técnico siguió con su trabajo. Su jefe de seguridad, un ladrillo de hombre llamado Andriy, arrió una bandera rusa que volaba frente a la fachada del hotel, arrancándola de la cuerda. Alguien llamó a la policía y después de un altercado, la bandera volvió a su asta junto con el resto de las banderas nacionales expuestas.Luego de siete horas de recorrido, la aeronave aterrizó y el grupo abordó un autobús en ruta a un hotel Radisson ubicado en Ereván. Los jugadores se fueron a dormir y el cuerpo técnico siguió con su trabajo. Su jefe de seguridad, un ladrillo de hombre llamado Andriy, arrió una bandera rusa que volaba frente a la fachada del hotel, arrancándola de la cuerda. Alguien llamó a la policía y después de un altercado, la bandera volvió a su asta junto con el resto de las banderas nacionales expuestas.

Pocas horas después, los jugadores se filtraron por el hotel, que el equipo de apoyo había convertido en otro campamento de concentración mientras dormían. Revisaron sus teléfonos y se enteraron de que el presidente Vladimir Putin había instituido el servicio militar obligatorio y que los hombres rusos en edad de combate desertaban el país. Las informaciones indicaban que los vuelos hasta los países que no exigían visa para ingresar estaban completamente reservados por varios días y que había kilómetros de filas de autos en las fronteras rusas. Algunos desertores dormían en tiendas de campaña en los bosques. Los reportes desde el frente de guerra mostraban que las tropas ucranianas avanzaban hacia el río Oskil mientras repelían los ataques rusos. Los jugadores sonreían.

Varios carteles laminados los dirigían a la sala de uniformes (Hayq el Pequeño), al salón de reuniones (Hayq el Grande), o al sitio donde compartían las comidas, siempre las mismas: pasta, pollo, frutas. Taras Stepanenko, el jugador de mayor edad de la plantilla, se detuvo y vio desde el lobby del primer piso hacia el bar del hotel, ubicado un piso más abajo. Se detuvo a mirar una repetición de la derrota de anoche.

Alex, jefe de comunicaciones del equipo, también se apoyó sobre la baranda. Nos contaba que algunos periodistas criticaban ferozmente a Petrakov por la derrota ante Escocia.

"Si el equipo gana los próximos dos partidos, se queda", indicó. "De lo contrario..."

Un autobús color rojo brillante les esperaba afuera, para llevar al equipo a practicar en un estadio cercano. El cielo azul de la mañana se tornó magullado e hinchado. El Monte Ararat, coronado por la nieve, se desvanecía entre los truenos. Los árboles se balanceaban. Nubes negras cruzaban el valle. Poco antes de las 6 p.m., mientras los jugadores saltaban al césped, se abrió el cielo. La temperatura bajó y el horizonte se asemejaba a la ilustración de una Biblia infantil. Los vientos arremolinados hacían girar las gotas de lluvia hasta convertirlas en extrañas pelotas de agua que brillaban bajo las torres de luz del estadio. Petrakov se paró en la cancha y le gritó al equipo, quejándose del juego mediocre de la jornada anterior. Corrieron varias vueltas bajo la lluvia. Se mantenían cabizbajos, con sus hombros doblados hacia adelante. Empezó a correr con ellos: la primera sonrisa de verdad que le veíamos ese día. Una idea se formó mientras el agua corría por su nariz. Parecía estar contento. El orden y un propósito surgieron de su decepción. Agitó un dedo hacia sus muchachos.

"¡No hay castigo sin culpa!", les vociferó.


ÉSTA ERA MI última oportunidad de ver a esta selección ucraniana. Cada equipo nacional tiene un ciclo de vida que depende de los calendarios y torneos, y estos jugadores estaban justo al final del suyo. Quizás no se le ha exigido tantas cosas que hacer a otro equipo en la historia del deporte como se les exige a ellos, que se han agrupado cuando sus vidas quedaron en estado de sitio, en un intento por clasificar al torneo más prestigioso del mundo mientras los misiles destruían edificios y vidas en su terruño. La experiencia ha cambiado la vida de todos para siempre. Han aprendido cosas sobre la humanidad y lo más verdadero de su ser.

Eso quedó claro en mi primera reunión con Petrakov en mayo pasado, cuando tenía aspiraciones de poder conducir a la selección de Ucrania al Mundial de Qatar 2022. En aquél entonces, todos se concentraban en los resultados (incluyéndome); pero Petrakov parecía ver algo más profundo sobre una nación en guerra, algo primitivo, conectado a las formas en las cuales la lucha crea en ti la persona con la que tendrás que vivir por el resto de tu vida. Entonces, ya sabía bien que cada decisión en tiempo de guerra revelaba fortaleza o debilidad. Contó una historia sobre la mañana del 24 de febrero, el día en el que Rusia invadió Ucrania. Él y su esposa dormían en su apartamento cuando todo empezó. Encendieron las luces. Las explosiones estremecían su ciudad. Su hija se acercó a la puerta acompañada de su esposo. Sonó el teléfono. Era su hijo.

"Papá, tenemos que salir de Kiev", le dijo su hijo.

"No", respondió Petrakov. "No me iré a ninguna parte".

Los misiles crucero rusos detonaron tan cerca que sus ventanas se estremecieron. Su esposa se fue a un búnker. Petrakov permaneció en su apartamento. En los primeros días de la invasión, salió a comprar pan y mientras caminaba cerca de su estación de metro acostumbrada, oyó un silbido sobre su cabeza. Miró hacia arriba. Pocos segundos después, sintió la sacudida de una explosión. El estallido mató a una niña y un niño, a un padre y una madre. Petrakov tenía 64 años. Quería unirse a la lucha. De joven había servido en el ejército soviético. Ahora, fue a una oficina local de reclutamiento de las Fuerzas de Defensa Territorial para ofrecerse como voluntario. Los soldados le dijeron que la mejor forma en la que podía servir a la nación era entrenando a su equipo.

"Sólo ganen", le expresaron.

En los puestos de control cercanos a su apartamento, entre sacos de arena y concreto, Petrakov llevaba comida a los soldados de guardia. Preguntaba por ellos, por sus hogares. A Petrakov le encanta Kiev. A veces, se permite imaginarse cómo será la ciudad tras el fin de los combates. Parece que sus ojos y sonrisa se iluminaran desde adentro mientras narra el futuro. Un día, dentro de muchos años, si tiene suerte, caminará por las aceras de una de las amplias avenidas de Kiev, pasará por un café y verá a algunos de sus exjugadores haciendo un brindis. Se congregarán alrededor de una pequeña mesa, recordando los tiempos pasados de fútbol y guerra.

Los entrenadores y jugadores de la selección se concentraron por primera vez siete semanas después del inicio de la invasión, para jugar partidos en Escocia, Gales, Irlanda, Polonia y Armenia. Se han hecho hermanos. Han luchado juntos para ganar y se han apoyado mutuamente en la derrota. Han saltado a la cancha mucho después de que la atención del mundo se desviara hacia otros asuntos. Han jugado partidos sin nada por definir. Han entrenado a kilómetros de distancia de sus hogares, hambrientos por conocer noticias sobre familiares y amigos.

Ahora, en Armenia, estaban conscientes de la probabilidad que sus esfuerzos podían quedar pronto en el recuerdo. Por eso, cada partido, cada recuerdo, significaba mucho más para ellos. "Al principio, el himno ucraniano antes del partido no me causaba ningún sentimiento", explicó Petrakov una tarde mientras se secaba las lágrimas de sus ojos. "Pero ahora, cuando suena el himno al inicio de un encuentro, me siento como un verdadero ucraniano. Nunca me había pasado. Entonces, estoy listo para acabar con todos en la cancha".

Era jueves. Quedaban dos partidos por jugar, uno el sábado en Armenia y otro el jueves por la noche en Cracovia, Polonia. Después, los jugadores volverían a dispersarse con rumbo a sus respectivos clubes en toda Europa, mientras que el cuerpo técnico y staff de apoyo regresaría a Ucrania. No volverían a concentrarse hasta marzo próximo, justo al final del que saben será el peor invierno en la historia de su nación.


PETRAKOV ENTRENÓ A SOLAS en el austero gimnasio del hotel y luego se movió por los pasillos en una órbita practicada, producto de la mecánica cuántica emocional, controlando a jugadores y entrenadores. El mejor entrenamiento que ha hecho con este equipo no tiene mucho que ver con estrategias futbolísticas. Cuando revisa su convocatoria, ve un mapa de familias dispersas. Conoce quién tiene un hermano en el ejército, y quién tiene a sus padres atrapados en sótanos ocupados. Todo el mundo ha visto a sus muchachos ponerse de pie en honor al himno nacional, pero Petrakov es el único que los ha visto a los ojos poco antes de saltar a la cancha y cuando vuelven a refugiarse en la privacidad de su vestuario. Sabe cuándo es el cumpleaños de cada uno. Solo dos de sus jugadores (su capitán Andriy Yarmolenko y Stepanenko) nacieron antes de la caída del Muro de Berlín. La mayoría de su plantilla sólo ha vivido en una Ucrania libre y no recuerda el pasado. Petrakov les cuenta del mundo antes de la independencia. Ha visto cómo un país simplemente dejó de existir.

En los días de la Unión Soviética prometieron rechazar todos los valores occidentales; sin embargo, su genial hermano mayor conocía al especulador local que podía conseguirles discos de los Beatles y vaqueros Levi's en el mercado negro. A Petrakov le encantaba la música de Donna Summer y ABBA. Hoy en día, sus jugadores se ríen cuando Petrakov regatea un balón antes de la práctica o remata a puerta. No se habrían reído cuando era joven y jugaba como un temido defensa que hacía pagar a sus rivales, incluso por acercarse al arco.

Nació en 1957, cuatro años antes de la muerte de Josef Stalin y cuatro años antes de que Yuri Gagarin completara la primera órbita tripulada alrededor de la Tierra. Vivió el auge y caída del imperio soviético. Su carrera como futbolista cayó con él. En 1990, el último año de existencia de la Unión Soviética, volvió a Kiev tras terminar su ciclo con un equipo profesional en Budapest. "Cuando volví de Hungría", dijo, "era un país nuevo, no había nada en las tiendas. Nadie sabía qué hacer. Todos vivían al día. No había futuro. No había trabajo. Los profesores vendían autos. Profesionales con doctorados que aceptaban cualquier empleo para sostener a sus familias".

Encontró trabajo como jugador en un equipo semiprofesional cerca de Chernóbil (cuatro años después del desastre nuclear) antes de que las lesiones le apartaran del campo y lo llevaran al banquillo. En 1991, el mismo año en el que Ucrania declaró su independencia, Oleksandr Petrakov se convirtió en entrenador de fútbol. Tenía 34 años y recuerda que luchaba por ganar suficiente dinero para mantener a sus dos hijos. Pero también recuerda claramente el día de la independencia ucraniana.

"Hablábamos de fútbol", indica.


CON EL CORRER DE LOS AÑOS, Petrakov encontró su nicho entre los equipos juveniles y su carrera pareció alcanzar su punto máximo cuando su selección ganó el Mundial sub-20 en 2019. El fútbol ucraniano estaba en ascenso. La selección masculina absoluta clasificó a cuartos de final de la Eurocopa 2020, entrenada por el mejor jugador ucraniano de la historia: el ganador del Balón de Oro Andriy Shevchenko, cuyo afiche colgaba en la pared de prácticamente todas las habitaciones de los niños del país.

Shevchenko y el presidente de la federación Andriy Pavelko se involucraron en una batalla pública, que resultó en la renuncia de Shevchenko. Mientras los aficionados chillaban por la salida de semejante leyenda, Pavelko buscó desesperadamente un nuevo técnico. Contactó a Petrakov, que nunca había tenido un puesto del nivel del que se le ofrecía ahora. Petrakov accedió. Fue a su casa y miró su apartamento, ubicado en un modesto edificio cerca del zoológico de Kiev.

"Era de noche", dijo. "Me senté pensando: '¿Qué he hecho?'"

Contó esa historia en ucraniano. La guerra ha hecho del idioma un campo de batalla en sí mismo. "Desde el 17 de agosto, el día en que empezó, he hablado en ucraniano", dijo Petrakov. "Nunca lo había usado antes".

Ningún seleccionador ucraniano se había dirigido en público en ucraniano.

La Unión Soviética libró una guerra cultural contra todos los aspectos que conforman la identidad de esa nación y por eso, el ruso era la lengua natal de todos los miembros de la selección de Ucrania. Cuando Rusia se anexó Crimea y varias regiones invadidas de Ucrania en 2014, el idioma y la religión se politizaron cada vez más. Al intentar destruir una cultura, Putin ayudó a crear una. La gastronomía tradicional ucraniana experimentó un renacimiento en los bistrós de Kiev. Gente que por largo tiempo hablaba en ruso hurgaba los recuerdos de su primaria en busca de fragmentos de vocabulario ucraniano.

Una tarde, en plena práctica, vi como Petrakov gritó instrucciones al equipo en ruso. Luego, llegó un equipo de camarógrafos.

"Por favor, en ucraniano", le recordó a su plantel.

Ahora, todo el equipo habla en público en ucraniano. Al igual que muchos de sus compatriotas. Una mañana, en el hotel de concentración, el campeón mundial del peso completo Oleksandr Usyk desayunaba con sus jóvenes hijos. Habían llegado a la ciudad para ver un partido. Sus hijos le preguntaban en ruso pero nunca dejaba de responder en ucraniano hasta a ellos.

Andriy Yarmolenko, capitán de Petrakov, tiene el aspecto de toda una estrella, vestido con zapatos de moda y una barba celosamente cuidada. Sin embargo, siempre parecía estar ligeramente inclinado hacia adelante, agresivo, preparado. Cada vez que escucha a alguien hablar en ruso, por ejemplo, en Londres o Dubái, éste empezará a hablar en ucraniano. A voz en cuello. Prácticamente rogándoles que empiecen a pelear.

La guerra es una disputa por territorio, cierto, aunque también es una lucha por la identidad. En las plazas principales de Kiev, las bolsas de arena cubren estatuas y monumentos para protegerlos de los ataques rusos. Putin ha escrito sobre su tesis que afirma que Ucrania no existe, que el país fue creado por Occidente para fracturar el poder y control de Rusia sobre la región.

"Los rusos y ucranianos eran un mismo pueblo, un todo único", redactó el año pasado.

Putin culpa a Occidente por todos los males de su país. Critica a Lenín. Elogia a Stalin. La red frágil de hechos irrelevantes y tergiversaciones, las bases de toda buena conspiración, ha causado risas entre los historiadores pero fue tomada como evangelio por muchos ciudadanos rusos. Llama a Kiev la "madre de todas las ciudades rusas" y su asalto a la capital no solo se debe a la lucha por el poder petrolero o el control de las rutas marítimas, sino también por agravio y orgullo. Si existen los ucranianos, entonces los rusos no tienen derecho divino a controlar su confín del mundo.

"Todos los males del mundo son generados por personas de diminuta estatura", expresó Petrakov con sorna.

Nos sentamos en un café durante un día libre.

"Kiev siempre ha sido llamada la madre de las ciudades Rus", afirmó para luego empezar a recitar hechos omitidos en los ensayos de Putin. Hace más de mil años, se levantó una gran civilización en Kiev llamada la Rus de Kiev, con raíces en la cristiandad ortodoxa y gobernó sobre una amplia extensión de territorio que iba desde el Mar Negro hasta Escandinavia. En los años 1200, los ejércitos mongoles saquearon Kiev y dividieron a la Rus de Kiev. Su población se dispersó y hasta hoy, siguen lidiando con las consecuencias de esa derrota. Algunos emigraron hacia el oeste y se hicieron ucranianos. Otros, bielorrusos. Y otros se desplazaron hacia el noreste y convirtieron a Moscú, que era un fuerte fronterizo con muros de madera, en el centro de un nuevo imperio. Para Rusia, no tener el control de Kiev significa que no pudieron reescribir la historia para ponerse al centro de ella. Los líderes desde los tiempos de Catalina la Grande han intentado borrar incluso la mera idea de un pueblo ucraniano y su historia, y Putin utiliza andanadas de artillería, misiles crucero y drones iraníes con la misma intención. Mientras el ejército ucraniano avanza hacia la frontera rusa, los ciudadanos de Ucrania defienden las ideas que sustentan tanto su antigua cultura como su nuevo país.

"La Rus de Kiev se extendió desde aquí", insistió Petrakov. "No al revés".


EL RECIÉN CONTRATADO PETRAKOV y su plantel, que ahora hablaba en ucraniano, empezó a ganar partidos en el otoño de 2021, imponiéndose primero a la selección de Finlandia y luego a Bosnia en las eliminatorias mundialistas. Se hicieron con un puesto para el repechaje, previsto a disputarse en marzo. Si vencían a Escocia y después a Gales, dos complicados enfrentamientos de visitante, sellarían su boleto al segundo Mundial en la corta historia de su país. Llegó el mes de enero y la administración del presidente estadounidense Joe Biden empezó a advertir al gobierno ucraniano de una inminente invasión rusa. Petrakov no lo creía. Jugaba con compañeros de equipo rusos. "Éramos como hermanos", afirma. "No sé cómo explicarlo. Perdieron el juicio".

La guerra inició con la incursión de tanques rusos en la frontera, mientras aviones rusos bombardeaban objetivos civiles y llegaban tropas transportadas en aviones hasta aeropuertos estratégicos. La comunidad militar mundial se preguntaba si Ucrania caería en cuestión de días producto de este asalto en múltiples frentes; sin embargo, los ciudadanos-soldados y el ejército ucraniano se mantuvieron firmes. Un grupo de defensores superados en armamento le dijo al capitán de un buque de guerra ruso que se "fuera al ca----".

Varios jugadores del seleccionado nacional se refugiaron en búnkeres congelantes, mientras que otros buscaron refugio en el occidente del país. Algunos de los grandes equipos profesionales abrieron las puertas de sus complejos de entrenamiento y familias completas acudieron por seguridad. Posteriormente, muchos jugadores afirmaron que, por primera vez en sus vidas, no pensaban en fútbol. Hasta el propio Petrakov se dio cuenta de que no podía ver partidos por televisión. Intentaba mantener a su plantel unido, enterarse de donde vivían todos, llamando para preguntar por ellos.

"¡No te preocupes por el fútbol", le decía uno tras otro. "¡Es una guerra!"

Petrakov no quería dejar Kiev y no quería esconderse en un refugio antibombas. El ejército no quería reclutar a un hombre de su edad. Eso lo dejaba con el fútbol. La UEFA consideró la idea de hacer la petición para que Ucrania tuviera un cupo automático en el Mundial; pero Pavelko, presidente de la federación ucraniana, y Petrakov se negaron. Se ganarían su cupo o se quedarían en casa. Pavelko rogó por el aplazamiento de los partidos de eliminatorias y la FIFA accedió. Los encuentros quedaron previstos para junio. En el día que jugarían su primer cotejo de eliminatorias contra Escocia, las sirenas de asalto sonaron por todo el este y centro de Ucrania. Los intensos bombardeos obligaron a los ciudadanos de Járkov a esconderse bajo tierra. El ejército ucraniano destruyó 18 objetivos aéreos y hundió una nave de guerra de gran tamaño.

Una semana después, a principios de abril, las fuerzas ucranianas ganaron la Batalla de Kiev.

La gente empezó a ponerse de pie en la capital. Los patinadores hacían sus trucos en las plazas públicas, en medio de un ambiente que cobraba vida entre los restos de camionetas sobre concreto y metal. Los hípsters se reunían en bares de mala muerte que intentaban ser elegantes, con nombres tales como "La Fiesta del Cinematógrafo". Las capillas de bodas no se daban abasto. Tres novias antes del almuerzo del miércoles. Grupos enormes se sentaban en las mesas de restaurantes georgianos con platos de carne asada y botellas de vino semidulce. Petrakov acudió a ver las fosas comunes en los suburbios del norte de Kiev. Vio donde se habían detenido los tanques rusos a la vista de la ciudad. Podía imaginarse a sus muchachos formando parte de la resistencia, el instrumento de una nación que se paraba firme y que ferozmente reanudaba su vida. Levantó su teléfono y empezó a reunir a su plantilla.

"Nos llamó a todos", expresó el portero Dmytro Riznyk, "preguntándonos como estábamos, cómo estaban nuestras familias, dónde estábamos. Se preocupó por todos nosotros".

Sus jugadores llegaron a la concentración en Eslovenia fuera de forma física, un mes después del fin de la Batalla de Kiev. El cuerpo técnico les conectó diversos monitores durante esas primeras sesiones de entrenamiento y se aterraron al ver sus niveles de condición. Petrakov se asomó a la ventana de su elegante habitación de hotel y pudo ver un paraíso rural rodante cerca del campo de entrenamiento. Salió del hotel y respiró aire limpio y tranquilo. Pensó en aquellos hombres que vigilaban el búnker cerca de su calle en Kiev. "Hasta los pájaros pían", expresó. "Mientras tanto, nuestros guerreros duermen en trincheras y pozos".

La mente de los jugadores estaba en peor forma que sus cuerpos. Todos estaban preocupados. Un joven futbolista dijo que la música ligera del ascensor del hotel era la banda sonora de sus pensamientos que lo llevaban a casa, amenazándole con volverlo loco. "Nuestra causa es jugar al fútbol. Es muy difícil", indica Petrakov. "Todos tienen algo en mente. Alguien tiene familiares donde hay combates, los familiares de alguien están muriendo. Lo veo todo. Mis chicos siempre están llamando a alguien. Es muy duro. Para entenderlo, hay que ponerse en sus zapatos. Que Dios no quiera que alguna vez sepas qué es la guerra".

Hicieron el breve trayecto desde su hotel hasta la cancha de entrenamiento y entre las vías rodeadas de viejos bosques e imponentes cielos azules, tuvieron un breve respiro de la guerra. Estas pocas horas fueron la única vez en la que no tenían sus teléfonos. Las miradas del mundo estaban puestas sobre ellos. Les seguía un equipo de documentalistas provenientes de Japón. Y otro de Estados Unidos. Un periodista de un importante periódico español estuvo en la línea de banda durante la sesión de entrenamientos. Al igual que uno de Londres. Petrakov y su plantel concedieron todas las entrevistas. Dieron las gracias a todos los entrevistadores.

Diez días después, el plantel llegó a Escocia para jugar el partido y se encontraron con un obsequio del presidente Vlodymyr Zelenskyy, que acababa de visitar el frente de batalla y les pidió a los soldados que autografiaran una bandera de Ucrania para el equipo. La bandera colgaba en el vestuario antes del partido y los jugadores leían los mensajes en calma. Algunos soldados escribieron "4-5-0", el código militar ucraniano para decir "todo tranquilo". Estamos bien.

El equipo se impuso 3-1 a Escocia y Petrakov corrió a la cancha en los segundos posteriores al pitazo final, flexionando sus brazos y gritando hacia una tribuna llena de rugientes hinchas ucranianos (refugiados y expatriados) asistentes. La victoria hizo de su próximo compromiso una fecha decisiva. Ganar a Gales para clasificar a Qatar.

Perdieron.

Uno a cero en la intensa lluvia galesa, con un autogol de su capitán Yarmolenko.

Petrakov se dirigió a la rueda de prensa postpartido y asumió toda la culpa. Afirmó que había decepcionado a todo un país. Cuando terminó, los periodistas le dieron una ovación. Mientras abandonaba el salón, se volvió y les rogó a todos que no olvidaran su nación y la gente que luchaba por ella. Una clasificación al Mundial les habría generado mucha atención, una atención necesaria, y no quería que su fracaso perjudicara los esfuerzos de quienes permanecían en las trincheras. Su rostro se contorsionó en giros antinatura, su cuerpo intentaba expulsar esa sensación mientras se despertaba con el conocimiento de que se quedaría con él para siempre.

Volvieron a su hotel, ubicado en el sur de Cardiff, luego de perder el partido más importante que jugarían en sus carreras. Yarmolenko se encerró en su cuarto sin cenar. Se asomó a la ventana y vio la noria que se alzaba sobre los muelles de Cardiff. Las luces parpadeaban, cambiaban de color y la noria daba vueltas y más vueltas. Se perdió en la reiteración. Pasaban las horas. Una extraña enfermedad se apoderó esa noche de la plantilla, con la mayoría de los miembros del XI titular sufriendo fiebres de hasta 40 grados.

Durante meses, se imaginaron una versión de la guerra. Clasificaban al Mundial mientras Rusia se quedaba en casa, sancionada por la UEFA, y le daban protagonismo a la causa pro ucraniana. Hasta se permitieron imaginarse que hacían historia. Todo se evaporó en un instante. Si no iban a ser ese equipo que desafiaba todas las probabilidades para darle el honor a su país en el escenario mundial, ¿quiénes eran entonces? Petrakov miró fijamente a la noria. Podía sentir como la atención del mundo se alejaba de ellos. Habían decepcionado a sus hinchas. A su país. Este momento se veía venir desde el 24 de febrero y ahora se enfrentaba a una decisión que definiría el resto de su vida: ¿esconderse o luchar? ¿Qué pasa si yo, el seleccionador nacional, me desanimo y me rindo?

Tres días después, el plantel jugaría su próximo partido en Dublín. Jugaban en la Nations League, un torneo menor diseñado con la intención, por sobre todas las cosas, de hacer dinero para los bolsillos de la UEFA.

Yarmolenko no acudió al almuerzo del plantel. Tampoco a la cena.

A la mañana siguiente, Petrakov golpeó la puerta de la habitación de su capitán.

"Es muy duro para mí que haya pasado esto", dijo Yarmolenko. "¿Me entiendes?"

"Ese día terminó. Nunca volverá", dijo Petrakov. "Debemos agruparnos y empezar desde el inicio".


Parte II: Banda de Hermanos

TARAS STEPANENKO SE SENTÓ solo a la mesa en el bar del lobby del hotel. Me sonrió y apuntó a un asiento vacío.

"Tómate un café", me dijo.

Corría la mañana de septiembre previa al partido contra Armenia. Hemos pasado dos días en Ereván. Se puso a ver las cámaras de seguridad en vivo desde su casa de Kiev. Las cámaras siguen funcionando.

"Me encanta mi casa", afirmó. "Quiero volver".

Me mostró las diversas vistas con orgullo. Una cámara muestra el río Dnipro, flotando detrás de su jardín. Otra apunta a los árboles y flores. Sobre todo, a Stepanenko le gustan los árboles, verlos crecer a partir de las semillas al lado de sus hijos. Su esposa sembró frutos del bosque y vegetales. La jardinería corre en su sangre. Sus abuelos dejaron su villa tras el inicio de la guerra, mudándose al hogar de los Stepanenko, ubicado a orillas del río cerca de Kiev. Duraron aproximadamente diez días antes de volver a la zona de guerra activa. Su abuela no abandonaba el jardín. Había puesto esas semillas en la tierra.

Constantemente, Taras se siente nostálgico. Se ha perdido tanto. Su casa en Donetsk fue arrasada por una bomba. Su cuidador envío fotos que mostraban cómo las esquirlas de metralla atravesaban todas las paredes ("como si fueran queso") y se sintió agradecido por no estar ahí en ese momento. El pueblo donde creció fue destruido. La ciudad a la que se mudó de niño parecía un extracto de un noticiero cinematográfico en blanco y negro. Por ahora, su esposa e hijos viven en España, a orillas de la playa. Sus hijos van a la escuela junto con niños rusos. Hay peleas en los patios de recreo. Stepanenko, que una vez participó en la trifulca sobre la cancha más famosa en la historia de la liga ucraniana, les dijo a sus hijos que se alejaran: no podían darse el lujo de ser expulsados, no cuando tenían la fortuna de tener un sitio seguro donde vivir.

Sentado en el lobby del hotel, conversó sobre la vida después del partido contra Gales. Se fue solo a su casa de Kiev. Los guardias lo saludaron mientras cruzaba el portón. Vive en los suburbios acaudalados de la misma zona de la ciudad que Bucha.

Los hijos de Stepanenko fueron a la escuela con niños de Bucha, que ha dejado de ser conocida por su bucólico entorno. Ahora y por siempre, es el lugar donde el ejército ruso armó una emboscada a lo largo de una ruta de evacuación de civiles supuestamente segura. Cuando los rusos se retiraban, descuartizaron a las personas y dejaron que los cadáveres se descompusieran, dejando tras de sí cuerpos con las orejas cortadas y los dientes arrancados.

Los residentes arriesgaron sus vidas para enterrar a los extraños y después, se destaparon los agujeros poco profundos para sacar los cuerpos y darles un entierro debido. Fui a Bucha cuando la selección de Ucrania jugó contra Escocia el verano pasado. Un hombre de ojos hundidos llamado Denys me mostró el camino desde su hogar a una de esas fosas. La caminata duró unos minutos. Fue narrando durante el camino, pero hubo un retraso mientras me traducían sus descripciones al inglés. Eso agregaba un elemento de amenaza a su recorrido. Me enseñó el gallinero donde se escondió de los rusos que intentaban matarle y el largo camino rural donde ejecutaban a los civiles. Los cuatro abuelos de Denys son rusos. Su familia en Rusia insiste en que sus vecinos se suicidaron para perjudicar la imagen de Rusia, según me contó.

"Creo que son zombis", dijo.

Llegamos a una alambrada de espino y nos deslizamos por debajo de un hilo suelto. Nuestro contratista de seguridad, un operador retirado del SAS, preguntó si habían minas terrestres. Denys le dijo que no se preocupara y nos acompañó hasta un agujero poco profundo, quizás de un metro o metro y medio. Señaló. Me asomé y vi edredones y un vestido femenino. El hombre empezó a hablar mientras veía dentro del agujero. Tardé un momento en darme cuenta de que las manchas en la tela eran de sangre. Mi intérprete empezó a explicar. Era una fosa común. Los cuerpos habían sido descubiertos y devueltos a sus familias durante el repliegue de las tropas rusas. La pala utilizada en la labor seguía en pie, justo al lado del hoyo.

El vestido sangriento era color azul huevo de petirrojo.


LO PRIMERO QUE hizo Stepanenko en Kiev tras el partido contra Gales fue acostarse sobre el suave césped de su jardín. El rio corría al lado. Las flores y árboles se extendían hacia el cielo sobre él.

Sin embargo los juguetes de sus hijos no estaban regados en ubicaciones extrañas por todo el jardín. Nadie pateaba un balón, ni subía a los árboles ni corría. No había un asado, o una fiesta de cumpleaños. Ni siquiera un atardecer de un fin de semana de descanso para disfrutar. Solo había silencio.

Permaneció a solas en esta posición por dos horas.

Stepanenko vestía sandalias, porque su pie lesionado durante el partido contra Gales no entraba en el zapato. Todo le dolía. Pensó seriamente en dejar el fútbol internacional.

"Pero si me retiro de la selección, no le seré útil a mi país", afirmó.

Así que volvió a la carretera para jugar esos últimos partidos que, desde lejos parecían irrelevantes; pero importaban mucho dentro de la plantilla. Luchan por su entrenador. Juegan por sus colores. Vestir la camiseta de Ucrania le ha dado propósito a Stepanenko y sus compañeros. Ese propósito también se encuentra en sus últimos días. Me había sorprendido la intensidad de las sesiones de prácticas en Ereván, pero ahora entiendo un poco mejor lo que ocurría a mi alrededor. Demostraban algo a sus hinchas, evidentemente, pero también a sí mismos. Unos días después de su último partido en Cracovia, Yarmolenko conversó conmigo, diciéndome que nunca se reparará del autogol contra Gales, pero que esos partidos "irrelevantes" le han dado cierta idea de la gracia deportiva. "Un atleta fuerte no es aquel que gana para luego regodearse de la victoria", indicó. "Un atleta fuerte es aquel capaz de levantarse tras la derrota".

Cuando empezó la guerra, Stepanenko quería enrolarse en el ejército, pero sus amigos y familiares le pidieron que siguiera jugando al fútbol y aprovechara sus talentos por la gloria de Ucrania. Si la gloria desaparece, persiste la fidelidad. Se mantiene la persistencia. Piensa en los soldados. "Mi emoción siempre está con ellos", indicó. Le costaba encontrar las palabras en inglés. "Mi corazón y... mi alma siempre está con ellos. Oro por ellos todos los días. No sé cómo explicar esto. Es muy difícil, porque está dentro de tu alma".

Verle correr bajo la lluvia se parece mucho a ver a un hombre en busca de un hogar. El hogar no es el apartamento bombardeado en Donestk, y ya no es un pueblo borrado del mapa, o una mansión silente a orillas del río Dnipro. No es este hotel, ni el próximo hotel, ni un apartamento alquilado en un resort playero de España. El caparazón de este equipo le reconforta, pero tampoco es el hogar. Lo más cerca que se siente de su hogar es cuando revisa su teléfono en busca de noticias sobre la guerra. El hogar es una conexión, es un hilo. En el lobby del hotel en Armenia, pasó de ver las cámaras de seguridad a su aplicación Telegram, donde recibe las últimas novedades desde el frente de batalla.

"Esta mañana me enteré de la incursión de nueve misiles en Zaporiyia", dijo "y destruyeron un restaurante importante para mi familia. Cuando celebrábamos los cumpleaños, nuestros padres celebraban en ese restaurante. Murieron seis personas".


ESA NOCHE, STEPANENKO acudió a la práctica.

El estadio de Ereván tenía forma de tazón. Miró la ropa recién lavada que colgaba de los balcones y un antiguo edificio soviético que se desmoronaba a lo alto de una colina cercana. Stepanenko corrió con fuerza, acercándose a Mykhailo Mudryk, el joven delantero estrella del equipo (el futuro del fútbol ucraniano, próximo a cumplir 22 años) y le robó hábilmente el balón. Después, Stepanenko le dio una palmadita, como para recordarle que la experiencia mantenía su invicto frente a la juventud.

Petrakov se detuvo en el mediocampo para conducir las rutinas de sus jugadores.

"¡Más rápido! ¡Más rápido!", gritaba.

Sonreía al ver la intensidad de sus pupilos.

"¡Muy bien, muchachos!", les dijo. "¡Sin errores! ¡Sin errores!"

Se movían como leones. Después, los sensores biométricos revelaron que ésta fue la primera práctica en la que todos mostraban una condición física similar a la ostentada antes de la invasión. Requirieron de varios meses para reparar lo que la guerra había dañado y ahora, que volvían a ser un todo, su tiempo juntos estaba a punto de llegar a su fin. Parecía injusto. Requerían de este nivel en aquel día lluvioso de Gales. Quizás estarían entrenando con miras a viajar a Qatar. Quizás compondrían canciones folklóricas inspiradas en ellos.

Petrakov les exigía mucho más.

"¿Dónde está su carácter?", les gritó.

Eso era lo que estaba en juego. Ni las victorias, ni las derrotas, ni la clasificación a un torneo tonto. Jugaban para ser merecedores de su hinchada.

El equipo pasó la parte final del día defendiendo tiros de esquina, los mismos que les habían costado su último encuentro. Faltando menos de siete minutos de práctica, Stepanenko corrió fuertemente para ocupar un espacio frente al arco y se lanzó a por el balón. Golpeó con la cabeza a un compañero y ambos cayeron al suelo agarrándose el cráneo. Stepanenko se llevó la peor parte y los preparadores físicos lo ayudaron a llegar al banquillo. Se puso una bolsa azul de hielo sobre la cabeza. El cuerpo médico se agolpaba a su alrededor mientras movía la bolsa de hielo de un lado al otro entre sus manos, a medida que se le cansaban los brazos.

Petrakov fue a ver cómo estaba.

"¿Cómo te sientes?"

Stepanenko se echó atrás y sonrió un poco.

"Me atropelló un tren".

Tranquilamente, Petrakov le dijo algo a su jugador estrella. Se le acercó y le tocó la cabeza lentamente, como si fuera un padre preocupado por un hijo que tiene fiebre.


A LAS AFUERAS DEL ESTADIO durante la partida del plantel, y dentro del hotel durante su regreso, los hinchas ucranianos esperaron para agradecer a los jugadores. Esto sucede dondequiera que van. Estos encuentros tienen un ritmo determinado. Justo después de la fotografía, el hincha susurra algo. Nunca se extiende por más de unos segundos.

"No solo la gente de Ucrania se alegra de vernos", dijo Yarmolenko. "Nosotros también estamos muy contentos de ver a nuestra gente de Ucrania".

Pude ver, una y otra vez, como eso era verdad. Siempre estará conmigo un recuerdo de los últimos seis meses. Viaje a Italia para encontrarme con la selección de Ucrania durante un partido de exhibición en las colinas al oeste de Florencia. Una multitud de adultos y niños se congregó en la sección VIP, justo frente a la cancha. Los niños alentaban y los adultos luchaban por contener las lágrimas. Mientras esperábamos el pitazo inicial, una dama contó su huida de Ucrania al inicio de la guerra. Ella y su familia llegaron a primeras horas de la mañana a un pequeño pueblo para encontrarse a los residentes que les esperaban en la principal intersección, ofreciéndole a los refugiados un lugar donde dormir. Siguieron a una pareja de ancianos hasta su hogar y entraron para encontrar la mesa puesta para servir una cena completa. Al día siguiente, su esposo la llevó a ella y a sus hijos a la frontera. Se quedó para luchar. Su hijo mayor se unió a él.

En Italia, uno de los adultos se sentó a mi lado, justo frente a la cancha. Vi un inmenso grupo de niños y me pregunté cómo llegaron al partido. La dama me dijo, con voz tranquila, que ella era cooperante y que gran parte de los niños eran huérfanos. La cooperante me explicó que era vital ponerlos a salvo porque, entre las múltiples atrocidades cometidas por los rusos durante esta guerra, quizás la más cruel es la presión sistemática para ubicar a los huérfanos ucranianos con familias rusas leales. Ella nunca lloró mientras me contaba esta historia, ni siquiera cuando mencionaba los detalles más violentos; sin embargo, sollozó mientras sonaba el himno nacional en el sistema de sonido del estadio. Los futbolistas quieren jugar para ella. "Cada uno de ellos entiende por qué está aquí", dijo Yarmolenko. "Cada uno está consciente de que todos los ucranianos lo apoyan, que todo el país lo verá jugar".


AL DÍA SIGUIENTE, Petrakov congregó al equipo en el lobby del hotel y les pidió que le dieran su atención.

"Salgamos a caminar", les dijo.

En cada día de partido, el grupo camina junto por la ciudad donde pronto jugarán. Es una forma de sentirse conectados con el mundo exterior, de ver y dejarse ver. Creo que caminan juntos para aligerar la carga que cualquier individuo pueda estar llevando por sí solo. Se escuchan mutuamente. Escuchan a sus compañeros refugiados. Llevan estas historias consigo.

Stepanenko conversó con el joven portero del equipo, Dmytro Riznik.

Ambos tenían el aspecto de jugadores de fútbol regulares. Vestían monos deportivos y zapatillas. Caminaban sobre la punta de los pies, como depredadores. Se parecen a cualquier otro equipo.

Pero Stepanenko acaba de perder su casa y el pueblo de su familia.

Riznyk es alto y tiene cara de bebé. Acaba de convertirse en padre. Se sienta en los vestíbulos de esta cadena de hoteles sin fin y hace videollamadas por FaceTime con el pequeñín, que nació en la misma noche del estallido de la guerra.

"Un niño pequeño, de apenas 10 horas de nacido y no te lo puedes llevar a ninguna parte, porque es un recién nacido", indicó. "No tiene defensas. Da miedo".

El infante llegó a casa proveniente del hospital. Llegaba a un mundo de sirenas de ataques aéreos todas las noches. La familia se hizo con una rutina. Riznyk envolvía al bebé en dos monos deportivos y un caparazón de sábanas para llevarlo al frío sótano. Tenían una bolsa de pañales preparada por si tenían que pernoctar allí.

El entrenador encabezaba el paseo del plantel, moviéndose lentamente con las manos a la espalda. De vez en cuando, se detenía a contemplar, a través de la bruma, la débil silueta del monte Ararat, donde la Biblia dice que se posó el arca de Noé. Petrakov se volvió hacia el suroeste. Dos picos se alzaban sobre el horizonte de la ciudad, ambos cubiertos en nieve y conectados por una prolongada cresta rocosa. Me detuve a ver el paisaje con él. Parecía sumido en sus pensamientos. Solo saltar a la cancha esta noche sería todo un logro, según creía. "El partido debería ser lo único que tienen en la cabeza; pero en su mente, están mamá y papá en Odesa", dice Petrakov. "Abuela y abuelo, que están en otra parte. Alguien murió, alguien está desaparecido. Es terrible".

La plantilla pasó por un monumento en recuerdo a las víctimas de la II Guerra Mundial y siguieron su camino, hasta que podían ver todo el valle. Permanecimos juntos y me imaginaba cómo era todo esto antes del concreto, las barras de refuerzo y las rutas marítimas mundiales. Había una vez en que esto era solo un valle y un rio, campos verdes, flores silvestres y gente que solo iba a las alturas cuando se sentía amenazada. Todos los técnicos, jugadores y staff se quedaron por un momento. Añoran sus valles.

Petrakov se giró y regresó al hotel, conversando por todo el camino con su principal asesor táctico. Hicieron planes para darle un descanso a muchas de sus figuras ante una débil selección de Armenia y saltar a la cancha en Cracovia con sus mejores jugadores prestos y listos. El aire tenía el olor de los árboles de hoja perenne.

El mediocampista Oleksandr Karavayev siguió a su entrenador por todo el parque. Es oriundo de Jersón, una ciudad al sur de Kiev que entonces estaba ocupada. Los rusos la capturaron durante los primeros días de la guerra. En septiembre, Putin anunció un referendo que convertiría a dicha ciudad en parte de Rusia. Karavayev intentaba contactar a sus padres constantemente. Siguen viviendo en Jersón. Una vez, se quedaron sin internet y pasaron tres días sin responder. Las cicatrices de esos tres días nunca se desvanecerán.

Cuando hablo sobre su padre, Karavayev estalló en llanto. "Vi a mi padre cuando iba a trabajar", indicó. "No había dinero, pero nos traía pan y en la noche, algo de comida para que comiéramos en la mañana. Y volvía a salir a trabajar a las 5 a.m. Me acuerdo de eso y permanece en mi corazón y alma. Allí se quedará por siempre".

Mientras luchaba por contener las lágrimas, sucedía algo familiar: pensar en su familia le hizo pensar en la guerra. Tantas veces, un ucraniano empezaba a hablar sobre algo que querían, u odiaban, o echaban de menos; y sin advertencia, de repente empezaban a hablar sobre la guerra. Ningún aspecto de la vida diaria se quedó sin afectar. La idea del sacrificio de un padre le hizo pensar en los sacrificios de todos. Después, apenas podía emitir alguna palabra.

"Debido a esta guerra, siempre hay lágrimas en mis ojos porque...", expresó entre sollozos, "...no entiendo por qué la gente... no puede vivir en paz".


EL PARTIDO CONTRA ARMENIA terminó sin dramas en la cancha. Fue una rara victoria cómoda para Ucrania, que anotó cinco goles y no toleró ninguno. Petrakov y su plantilla subieron al autobús. La escolta policial les hizo pasar rápidamente por todos los kioscos de café sobre las aceras, los puestos de asados montados dentro de contened0res, los letreros de neón que anuncian la presencia de clubes bailables en los linderos del pueblo. Pocas energías en el mundo son tan puras y electrizantes como la de un equipo deportivo victorioso que viaja hacia la próxima ciudad después de triunfar y por primera vez, se sentían como un equipo que acababa de ganar un encuentro. Se merecían esa pequeña piedad. El trayecto hacia el aeropuerto quizás duró 15 minutos. El bus se estacionó en la terminal y todos pasaron rápidamente por el punto de seguridad.

Se reían en los pasillos de las tiendas duty free.

Stepanenko leía las etiquetas estampadas sobre las botellas de coñac armenio.

"Le pregunté al barman", afirmó. "Dijo que el coñac de 10 años es muy bueno".

Se filtraron por la tienda y llegaron a la terminal. Su vuelo privado les esperaba en la Puerta 3. En la puerta siguiente estaba un grupo de pasajeros presto a abordar un vuelo hacia Moscú. Riznyk abrió una lata de gaseosa Sprite. Stepanenko caminaba con una mochila Louis Vuitton. Petrakov compró algo de vino para llevar a casa. Poco después, llegó la hora de abordar. Mientras pisaba la pasarela para abordar al avión, Petrakov se acercó y tocó el hombro del jugador que estaba frente a él. Sus muchachos. Se sentó en su asiento de siempre, el 1A, para abrir un ejemplar de una novela con páginas amarillentas. El avión estaba aguardando su salida en la pista. Era blanco, con la cola azul y sin letreros a los lados. Los chicos también se hacían con sus asientos.

Los jugadores sentados atrás se pasaban una botella. Alex, relacionista público del equipo, tomó el micrófono y empezó a mencionar todas las estadísticas del partido de esa noche.

"Sí, sí", abuchearon entre risas. "¡Cálmate!"

Alex también sonrió.

"¡Gloria a Ucrania!", gritó antes de pasar el micrófono.

Los cinco auxiliares de vuelo hicieron la presentación de seguridad. Todos eran de Ucrania y querían tomarse fotos con los jugadores, pero estaban demasiado nerviosos para pedírselo. Pronto, el piloto subió los aceleradores y la aeronave corrió por la pista. En la parte trasera, se podía escuchar el característico sonido del barajeo de cartas. Varias partidas de póquer se iniciaron de forma simultánea. Los sonidos de una máquina de percusión se filtraban desde un par de auriculares. Veintitrés hermanos despegaron sobre las luces de Ereván. El avión se sacudió y se elevó entre las nubes, rebotando de lado a lado unas veces mientras se desvanecía la última de las luces de la ciudad y todo se hacía oscuro.

Estaban a solas.

Mudryk se estiró en una fila.

Stepanenko se sentó adelante, más cerca del entrenador que de los juegos de baraja.

Yarmolenko se mantuvo en el fondo.

El piloto tomó el intercomunicador y trazó su ruta por el cielo nocturno, en la que sobrevolarían Turquía, bordeando la costa del Mar Negro. Luego, sobrevolarían Rumanía, Hungría y Eslovaquia hasta finalmente llegar a Polonia. La gente servía whisky o champaña en las tazas de café de la aerolínea. Los chicos contaban historias y se reían. Las partidas de cartas se calentaron. El avión no tenía wifi, por lo que nadie podía seguir las noticias de la guerra en sus teléfonos. Estaban verdaderamente solos.

Eventualmente, el avión se acercó a Crimea, el oscuro y peligroso Mar Negro bajo ellos, las aguas salpicadas de buques de guerra rusos que portaban misiles de crucero Kalibr. La tripulación bajó las luces y algunos se pusieron a dormir. Los futbolistas que jugaron partidas de cartas cantaban juntos, tarareando algunas canciones populares ucranianas y una famosa balada italiana de antaño.

Cada uno de los pasajeros de este avión tiene una historia sobre lo que esta guerra les ha hecho abandonar. Sin embargo, también han ganado algo. Se habían ganado el uno al otro. No son la selección más ganadora, ni la más famosa; no obstante, podrían ser el equipo más unido jamás armado, unido por los traumas y un propósito compartido, y ninguno de ellos lo olvidará jamás. Recordarán este vuelo. Recordarán el furioso sonido de la victoria ante Escocia y el silencio de la derrota ante Gales. Recordarán quien estuvo codo con codo a su lado en ambos encuentros. Recordarán cuando bebieron whisky escocés duty free y cantaron viejas canciones de amor.

Roman Yaremchuk le hizo una llave de cabeza a alguien. Él y Yarmolenko eran los cabecillas en la alborotada parte trasera del avión. Al inicio de la guerra, Yaremchuk se enteró de que los padres de su esposa habían quedado atrapados entre líneas enemigas. No supo qué hacer. Su primera idea fue llamar a su capitán, que era de la misma ciudad donde quedaron atrapados sus padres políticos. Yarmo, hombre famoso e importante, comenzó a hacer llamadas. Utilizó su fama para ayudar a un compañero. En poco tiempo, un contacto militar organizó una misión y el ejército ucraniano llegó a medianoche para rescatar a la familia de Yaremchuk. Varios hombres armados llegaron a la puerta y les condujeron en la oscuridad hasta una pequeña embarcación. Yarmolenko se encoge de hombros ante el mínimo elogio por sus actos, respondiendo que sólo hizo lo que cualquier compañero habría hecho por él. Se acordarán de cómo dieron ayuda y la recibieron. Nunca lo olvidarán.

Los auxiliares de vuelo anunciaron el inicio del aterrizaje en Cracovia. El avión tocó pista con un pequeño salto y sacudida a un lado y los golpes de botellas que causaron las disimuladas risas del grupo.

"¡Oh, ca----¡", gritó alguien.

Qué noche tan rara y maravillosa. La oportunidad de olvidarse de los partidos y la guerra para, simplemente, disfrutar de la compañía mutua, libres a 30.000 pies de los calendarios, la gravedad y las noticias dese casa, viviendo por pocas horas fuera del alcance del tiempo. Los chicos tenían aspecto somnoliento, aunque estaban contentos de pasar por la fila de control de pasaportes. Finalmente, Petrakov llegó hasta un guardia fronterizo polaco. Le mostró sus documentos y sonrió.

"¿Aceptaría usted a otro ucraniano en su país?", le preguntó.


Part III: The Last Dance

LA PLANTILLA PARTIÓ de su hotel en Cracovia con rumbo al moderno complejo de entrenamientos de un equipo local, escondido en una parcela recuperada de un pantano boscoso. Pequeñas plagas pululaban por todos lados. Todos los jugadores trotaron alrededor de la cancha. Petrakov regateó un balón a un extremo de la cancha y disparó hacia el arco. Los muchachos piaban al pasar.

Eventualmente, empezaron una partida de 5 contra 5. Rápidamente se volvió agresiva. El equipo había encontrado un nuevo nivel. Todos lo sentían. Una bestia cobró vida en una cancha de práctica cualquiera en las colinas rurales al oeste de Cracovia. La Nations League es considerada una farsa de torneo; sin embargo, es evidente que Petrakov y su plantel no la ven así. Si alguien les cita a una hora y lugar, se presentarán con sus uniformes azules y amarillos, demostrando a todos los que se acerquen que todo lo que hace un ciudadano ucraniano en estos momentos importa.

"Para nosotros, esto no es solo una rutina", indica Yarmolenko. "Esta es una oportunidad".

Una multitud se congregó para presenciar la práctica.

Yarmolenko jugaba para un equipo. Stepanenko para el otro. Dominaban el juego. No hace mucho tiempo, ambos se detestaban mutuamente. Ahora, son hermanos. Yarmolenko anotó primero en la práctica y sopló un beso al aire. Aparentaba haber recobrado la juventud, sin límites en su juego. Stepanenko le marcó, jugando en un tercio de la cancha, todo a plena velocidad.

Petrakov les gritó con alegría.

Todos se esforzaron al máximo, luchando y fajándose, preparándose para este último partido como si fuera un Mundial. Se dedicaron como nunca. Al final, no hay nada irrelevante. Todos estaban conscientes de la lucha de Petrakov por mantenerse en el puesto. Todos sabían de las noticias de casa. Las sirenas en Járkov y Jersón. Su red de defensa aérea había derribado un dron iraní. Los rusos bombardearon 25 ciudades y pueblos a lo largo del frente de batalla. En el este, se registraron siete misiles, 22 ataques aéreos y 67 ataques de artillería. La ciudad natal de Stepanenko fue alcanzada de nuevo.

Petrakov degustaba una taza de té caliente y hablaba con su asesor técnico a un lado de la cancha. Sabía que esperar de Escocia, un rival familiar para ellos, que sólo requería de un empate para quedar como cabeza de su grupo en la Nations League.

"Cerrarán espacios y golpearán a la contra", indicó.


PETRAKOV GUIÓ AL EQUIPO durante la caminata ritual de días de partido, a través de un frondoso parque a orillas del rio Vístula. Se llenaba de furia mientras caminaba. Dos periodistas ucranianos que lo han criticado ferozmente por sus decisiones parecen vivir dentro de su mente. El medio con el que laboran es propiedad de un empresario que tiene nexos con Rusia y Shevchenko, el antiguo seleccionador, sigue siendo una de las figuras más populares de la nación. Tal como lo indica el propio técnico, lo están "enterrando vivo". Y lo sabe bien, porque lee todas y cada una de sus palabras.

"No puedo dejar de leer", indica.

En la planta baja del hotel de Cracovia, me preguntó si podíamos cambiar la conversación al ruso. Su vocabulario ucraniano no podía transmitir su rabia a plenitud. Le dije que sí. Pero en vez de seguir atacando a los periodistas, lanzó una hermosa y morada diatriba contra los rusos, especialmente los rusos a los que una vez llamó sus amigos. Los borró de su teléfono. La guerra destruyó la capacidad de la gente normal de aislar su miedo de la ira en compartimientos separados. Todos sentían de todo, todo el tiempo.

¿Qué le causa a una persona esta clase de responsabilidad (y visibilidad)? A una persona normal, de vida simple y hogar modesto. Cuando Petrakov asumió este puesto, según afirma, ni siquiera preguntó cuánto sería su sueldo. Para él, siempre fue un acto de patriotismo. Entrenar a la Selección Nacional de Ucrania es el gran honor de una vida, independientemente de que su ciclo termine el martes por la noche o que siga siendo su técnico en los años por venir.

"¿Has pensado alguna vez en lo que dirían tus padres sobre el hecho de que tienes este empleo?"

"Sí, por supuesto", dijo con voz calmada.

Su padre murió en 1989 y nunca pudo ver a Ucrania libre. Su madre falleció en 2011. Estaba sentado en un lugar de Polonia, pero pensaba en su hogar. Sus ojos se enrojecieron y pusieron vidriosos. "Mi padre habría organizado un gran banquete y lloraría con orgullo", afirma. "Voy a sus tumbas a menudo".

Su labio empezó a traicionarle.

Solo en el cementerio, se ha asegurado de que se enteren que su hijo ha hecho las cosas bien, que no huyó cuando le llegó la hora de la verdad.

"Hablo con ellos", dijo.


EL HOTEL EN Cracovia estaba lleno de hinchas ucranianos. Merodeaban por el lobby y se sentaron en el bar o los sofás cercanos a los elevadores. Uno de ellos quería contarme una historia sobre él y Stepanenko. Es un viejo soldado, me explicó. Su nombre era Oleksandr Kosolapov y sus ojos tenían un azul frio. Nos dirigimos al bar para sentarnos en las sillas endebles y vagamente escandinavas.

"19 de septiembre de 1984", empezó.

Ese día, fue impactado de bala en Afganistán. Hace treinta y ocho años.

Me sonrió.

"Una bala estadounidense M16", prosiguió.

La bala le atravesó el pecho (le falta medio pulmón) pero no alcanzó otras partes de su cuerpo. Seis días antes de cumplir 21 años, se despertó en un hospital. Una voz dentro de él le dijo que debía levantarse o morir. Lo intentó y se desplomó en el suelo. Las enfermeras lo devolvieron a la cama. Cuando estaba solo, lo volvía a intentar. Esta vez, a pesar de tambalearse, contó uno... dos... tres. Entonces, supo que sobreviviría.

Cuando cayó la Unión Soviética, era un veterano de guerra sin país. Técnicamente, vivía en Ucrania; pero vivía una vida rusa, con el idioma ruso y las costumbres e identidad rusas. "Era totalmente ruso", afirmó. "Mi padre es ruso. La mitad de mi sangre es rusa".

Hizo una pausa.

"Mi madre es ucraniana".

Recordó vívidamente la primera vez que se sintió ucraniano. Hace aproximadamente 20 años, viajó a Lugansk, la ciudad capital de su región y terminó en una de sus grandes plazas. Los guardias de seguridad armaban barricadas. Les preguntó que sucedía.

Viktor Yushchenko se dirigía a las masas.

Yushchenko era candidato presidencial, enfrentado a la marioneta elegida por Moscú. Era el menos favorito, con la identidad ucraniana como médula de su programa de gobierno. Kosolapov, el viejo soldado, decidió que era un acto de valentía que un hombre de semejantes creencias fuera a una región con tanta adhesión a Rusia para esgrimir sus argumentos. Se quedó a escuchar.

"Uno por uno, una nación está formada...", dijo Kosolapov.

Yushchenko hablaba de cosas sencillas. Esta votación era un momento importante para Ucrania. Su futuro como nación independiente estaba en juego. Todo esto tenía sentido para Kosolapov. Debemos construir un nuevo país ucraniano. Debemos expresar al mundo entero que no somos rusos. Somos ucranianos. Tenemos una cultura. Tenemos una historia. Sin embargo, eso no fue lo que hizo que Kosolapov les diera la espalda a sus creencias políticas para seguir a un nuevo líder. Fue otra cosa.

Al terminar el discurso, Yushchenko pasó a 10 pies de distancia de Kosolapov. Un mes antes, el candidato fue objeto de un envenenamiento con dioxina y estuvo a punto de morir. El incidente fue noticia.

"Cuando vi el color de su rostro...", me dijo el soldado mientras se remontaba a sus recuerdos, tomando pausas prolongadas. "Estuve..."

A menudo, los viejos soldados vuelven en sus mentes al campo de batalla.

"... el 2 de octubre de 1983, mi comandante murió en mis brazos".

Al terminar la batalla, Kosolapov fue a ver el cuerpo de su comandante. "Recuerdo el color de su cara, 40 años después", indicó. "No es el color de la vida pero tampoco el color de la muerte. Es un color medio. Amarillo. Gris. Es un momento muy particular, dos horas después de que te matan. Recuerdo ese color. Cuando vi a Yushchenko, su cara tenía idénticamente el mismo color".

Eso cambió la vida de Kosolapov.

"Pensé: 'Mira este hombre'", dijo. "Estuvo a punto de morir. Pero se puso de pie y siguió adelante. En ese momento... decidí que él era mi presidente".

Diez años después de ese discurso, en 2014, los rusos invadieron Ucrania. Al inicio de la guerra, su hijo le dijo que tenía planes de enrolarse. Kosolapov le dijo al joven que había estado a su lado durante sus primeros pasos, su primer día de escuela y que estuvo a su lado durante su boda y que no había forma de que él le permitiese que le dispararan solo. Irían juntos.

Un misil impactó su puesto.

Kosolapov recibió más de 100 impactos de metralla y estuvo a pocos hilos de tejido y piel de perder su pierna derecha. Durante dos semanas permaneció en coma, pero se recuperó para convertirse en un símbolo. La federación de fútbol le organizó la visita de dos jugadores estrella. Uno era Pylyp Budkivskyi (se pronuncia Phillip) y el otro era Taras Stepanenko.

La visita de los futbolistas marcó una verdadera diferencia. Le dio un propósito.

"Era un hombre viejo", afirmó. "Me agradó ver futbolistas jóvenes".

Se corrigió.

"Futbolistas, no. Jóvenes hombres ucranianos".

Pylyp y Taras escucharon su historia.

"Ustedes son el futuro", les dijo. "Cuando luchamos, ustedes son nuestro futuro".

Han pasado ocho años desde entonces y el soldado ha seguido las carreras de los dos jugadores que le visitaron. Stepanenko es querido por la garra que aporta a su club en Ucrania y a la selección. Budkivskyi jugó por un tiempo, tal como lo dijo Kosolapov, en la "pu—Rusia para jugar por el pu—dinero".

El soldado juzga a sus compatriotas con severidad. No hay contexto.

"Existe una gran diferencia entre estos dos jóvenes", afirma Kosolapov. "Parecen ser los mismos. Son hombres distintos. Estamos orgullosos de Stepanenko. Es un ejemplo en la cancha. Pelea. Es un buen ciudadano ucraniano".

Mientras conversamos, Stepanenko salió del ascensor y se dirigió a la barra. Vio al viejo soldado y lo reconoció. Llegó directamente a nuestra mesa. Se alejaron de nuestra mesa para abrazarse. Los jugadores de la selección dejan lo que están haciendo para rendir sus respetos a los veteranos de guerra. Hablaron tranquilamente, la estrella de fútbol y el viejo soldado. "Tiny Dancer", el clásico de Elton John, sonaba en el equipo de sonido del bar. Kosolapov tuvo la oportunidad de contar su historia. Le dio a Stepanenko la bendición de un guerrero.

"Eres un luchador", le dijo.


AL DÍA SIGUIENTE, antes del partido, me topé con Kosolapov, el viejo soldado. Sonrió, diciéndome que había logrado conseguir un boleto.

"¡Es la primera vez que veré a la selección en la cancha!"

"¿De verdad?"

"¡Vivía en un pueblo pequeño!", me respondió con una sonrisa.

Su novia también se rio.

"Sinceramente, espero que celebremos más tarde por la noche", dijo la dama.

La energía del hotel había cambiado. Todo se sentía líquido y lento. El campeón mundial del peso completo esperaba en el lobby. Los hinchas se paseaban nerviosos bajo la brillante lámpara del lobby. Llevaban banderas y camisetas. Los jugadores salían del elevador, cruzaban el lobby hasta llegar al comedor privado. Últimamente han pensado sobre cómo serán recordados.

Stepanenko me dijo que, en lo personal, quería ser recordado como un hombre que siempre había hecho su mejor intento. "Creo que lo más importante que dirán los hinchas sobre nuestra generación", me dijo, "es que éramos unos luchadores".

"Siempre recordaré a esta selección", dijo Yaremchuk.

Pavelko, el presidente de la federación de fútbol, indicó que recordará los lazos forjados en estos últimos seis meses. "Somos buenos amigos", dijo. "Nos ayudamos mutuamente. De hecho, quizás recordaré esta época como un momento especial porque ahora, aquí, con nosotros, se está haciendo una nueva historia".

Obviamente, también está la historia que no se ha hecho. Una obra maestra sin escribir, las obras sin hacer. El recuerdo de la noria dando vueltas en círculo frente a la ventana del hotel en Gales, un recordatorio de la forma en la que pudieron ser recordados, lo cerca que estuvieron de alcanzar algo verdaderamente eterno en la historia de su país.

"Cuando me acuerdo de Gales, me asusto tanto", afirma Petrakov. "Que Dios no permita que vuelva a estar allí alguna vez. Tendré recuerdos desagradables por el resto de mi vida".

Su jefe ve un panorama más realista y lleno de matices.

"Los entrena mientras hay una guerra aquí", dice Pavelko. "Así que ya ha inscrito su nombre en la historia del fútbol global".

"¿Crees que seguirás siendo seleccionador en marzo?"

Tenía una extraña sonrisa en la cara.

"Quedará sujeto a la decisión del Comité Ejecutivo", expresó. "En este momento, no puedo hacer comentarios".

Hizo una pausa.

"Tengo mi opinión personal", indicó.

Pasaron las horas hasta que casi era el momento de dejar el hotel y hacer el breve trayecto hasta el estadio. Yarmolenko caminó por el lobby con un neceser Louis Vuitton. Los aficionados se reunieron junto al bus detenido. Los jugadores fueron a una sala de conferencias con vistas al valet parking y a la plaza de entrada del hotel. Unas cortinas blancas colgaban de las ventanas, dándole al salón la apariencia de una caja resplandeciente. Los jugadores se veían casi transparentes, como una fotografía desvaneciéndose al perder pigmentos y definición. Se sentaron en varias filas frente a su director técnico.

El futuro que les esperaba al salir de este salón era incierto. La gente los veía por las cortinas con admiración. Habían llegado a este último partido. Hasta el guardia de seguridad sin sonreír sacó su teléfono y tomó una foto. Yo quería desesperadamente que se quedaran en ese salón para siempre. Entonces, el lazo que habían forjado durante los últimos siete meses nunca se rompería ni se desvanecería lentamente. Petrakov y estos 23 hombres congelados en el tiempo: a salvo de la guerra y de cualquier clase de paz que vendrá después. Termina la reunión y se vacía el brillante salón. Marcharon juntos. El entrenador fue el último en salir del hotel, subiendo al autobús como si fuera un almirante abordando su buque insignia.


Parte IV: Guerra y Recuerdos

UNA GÉLIDA LLUVIA caía sobre el estadio en Cracovia. Ucrania necesitaba conseguir una victoria contundente para asumir la punta de su grupo de Nations League. Su intensidad en las entrañas de este estadio superaba con creces al momento. Se pusieron las camisetas colgadas tan cuidadosamente en sus vestidores. El aire era helado. Las bocinas del estadio se estremecían con himnos de guerra, remezclados con fuerte música house.

¡Muerte al enemigo!

¡Ucrania está en nuestros corazones!

¡Gloria a Ucrania!

¡Gloria a los héroes!

El anunciador interno les pidió a los hinchas provenientes de distintas partes de Ucrania que aplaudieran cuando éste mencionara sus respectivas regiones. Los aplausos más sonoros fueron para Kiev, aunque las regiones ocupadas de Odesa, Donetsk y Mariupol también se llevaron los vítores, para hacerle saber a todo el mundo que seguían de pie. ¡Muerte al enemigo! ¡Gloria a Ucrania! La temperatura era de 53 grados Fahrenheit (12 Celsius) y caía rápidamente. La lluvia arreciaba constantemente. La selección de Ucrania saltó a la cancha. Todos se pusieron la bandera de su país alrededor de sus hombros, como si fueran capas de superhéroe. Cuando se les incorporaron los niños en el mediocampo, los jugadores pusieron sus banderas sobre esos infantes que se estremecían del frio.

Sonó el silbato y los escoceses cobraron un tiro de esquina al inicio del encuentro. Los ucranianos presionaron, cerrando espacios. Ocho minutos después del inicio del partido, el joven Mudryk hizo un pase perfecto a Yarmolenko, como una señal de la nueva generación ayudando a la antigua, y el capitán hizo un remate a seis yardas de distancia. El portero se movió en la dirección equivocada. Un gol sencillo, pero un Yarmolenko con las manos apretadas disparó el balón por encima de la red para llevarlo a la tribuna.

Dos minutos después, Ucrania falló un remate desde un ángulo cerrado contra el portero escocés. Stepanenko falló la oportunidad de convertir de cabezazo tras media hora de acción. Después, un compañero falló a una distancia similar a la del intento previo de Yamolenko. Stepenenko volvió a equivocarse y llegó el descanso.

Los ucranianos controlaban el partido, pero el marcador seguía 0-0.

Comenzó el segundo tiempo y Mudryk falló una oportunidad de gol. La tensión parecía casi insoportable. Petrakov abordó la línea de banda mientras gritaba a los árbitros y parecía estar casi contento, con el agua corriendo por su nariz, empapando sus capas. No hay castigo sin culpa. Miró a través de la lluvia con ojos de torre de vigilancia.

El diluvio hizo algo con la acústica y el estadio retumbaba con los gritos de los hinchas ucranianos. Yarmolenko parecía estar exhausto, deteniéndose en la línea de banda para beber agua. Stepanenko hizo un limpio remate y volvió a fallar por la banda derecha. Los aficionados lanzaron a la cancha bengalas azules y amarillas y el lugar olía a pólvora. Yarmo finalmente salió del partido y los ucranianos se arrojaron contra el yunque de la defensa escocesa una y otra vez hasta que quedaron rotos. El árbitro sonó su silbato y todo había terminado.

Un empate. Una miserable derrota en forma de empate.

Stepanenko y Yarmolenko se quitaron sus uniformes para cambiarse de ropa. Ninguno sabía cuántas veces volverían a jugar con su selección. Petrakov apareció para dar su conferencia de prensa. Tenía aspecto pálido. Se entregó un micrófono a los asistentes para la primera pregunta. Extrañamente, una periodista ucraniana casi parecía reírse cuando hizo la pregunta: ¿He oído que hay algún problema con su contrato?"

"Sin comentarios", respondió Petrakov.

Luego, se dio la vuelta y escupió al suelo. Se inclinó hacia Alex, el jefe de comunicaciones del equipo.

"Todos quieren que renuncie", le susurró.

"Cálmese, por favor", le rogó Alex. "Tranquilo".

Petrakov logró recomponerse, respondió a todas las preguntas y se sentó a solas en el autobús mientras el plantel se duchaba y llenaba sus mochilas. Veía fijamente a algo que no podíamos ver. Me preguntaba qué estaba pensando. Mientras esperaba, un medio ucraniano informó que había sido cesanteado como seleccionador. Esa noticia persistió en el ambiente del hotel durante toda la noche. Los técnicos, staff y familiares soportaron un viaje de cinco horas en autobús hasta una estación de trenes fronteriza. Los niños hablaban demasiado fuerte. Los adultos se encogían. El entrenador se sentó a reflexionar. Se detuvieron dos veces para cargar combustible y comprar refrigerios. La segunda vez, Petrakov ingresó para utilizar las instalaciones. Hizo fila al entrar. Eventualmente, era el próximo. La puerta del baño tenía un espejo, por lo que debió seguir de pie mientras se veía fijamente a la cara, cansado, existencialmente vacío. Un hombre sin fe ni patria ni puerto. Yo también le miré. Miré a un luchador, a un líder, a un abuelo, un entrenador cuya carrera tiene la misma edad de su país, un hombre nacido en una nación que se desintegro. Un hombre serio y severo, con un seco sentido del humor. Padre de un DJ, hijo de un engranaje de la maquinaria soviética. Un nativo de Kiev, Ucrania. Un hombre sencillo.


EL CONDUCTOR BAJÓ las luces mientras el tren cruzaba la frontera con Ucrania. Las persianas cubrían las ventanas. Ahora estábamos en una zona de guerra. El ferrocarril se balanceaba de un lado al otro. La delegación de fútbol ocupaba todo el coche cama de primera clase, cuatro camas por camarote. Los encargados llevaron cargas de agua embotellada porque no había para beber en el tren. Los empleados pelaron huevos sancochados y sirvieron whisky barato en tazas de café. La bocina emitió un largo y melancólico sonido mientras el tren cruzaba la noche.

Le pregunté a Alex por el estado de ánimo del entrenador.

"Se siente frustrado", me respondió.

Tragué saliva fuertemente y con los brazos extendidos, tocando las paredes para mantener el equilibrio, subí al vagón y llegué a la puerta de Petrakov. Me hizo señas para entrar. Al entrar lo vi en medio de la oscuridad, las líneas de su rostro cubiertas de sombra, viendo una repetición de la derrota de anoche. Señaló con su cabeza hacia un espacio vacío a su lado en la cama donde estaba sentado. Las sábanas eran delgadas, blancas con ligeras líneas azules. Una manzana y un banano reposaban sin ser tocados en la mesa plegable ubicada al lado de su computadora portátil. Un vaso de jugo de naranja. Su teléfono reposaba encima de su pasaporte. La pantalla mostraba una noticia. Se frotó los ojos antes de cerrarlos y frotarse la nariz.

"La única amiga que me queda en este planeta es mi esposa", dijo con voz suave.

Parecía estar roto. El tren lo alejaba cada vez más de Cracovia, donde quedaba cierta parte de su ser. Anoche, él y el técnico de Escocia se abrazaron tras concluir el encuentro.

"Tienes un equipo maravilloso", le dijo Steve Clarke.

Petrakov se cruzó de brazos.

"Quizás haya sido mi último partido", indicó.

Las cámaras captaron el momento y ahora, los medios ucranianos debatían sobre su futuro. Brillaba la pantalla de su teléfono. Los hinchas debatían si Petrakov debía seguir en el puesto.

"Hay una encuesta en internet", expresó.

No me dijo los resultados. No le pregunté.

"Es terrible", prosiguió. "Hay una guerra allá afuera. Junté a este equipo. Tanto odio dirigido hacia mí, no me lo esperaba en absoluto".

"Dale 48 horas y la gente se habrá olvidado", le comenté.

Sonrió.

"Lo llamo el síndrome de las 72 horas", respondió. "Tú dices 48, yo digo 72".

Su voz nunca se alzó. Sin chispas. Sin llamas. El infierno de los últimos días se asentó en árboles humeantes. Sólo cenizas y hollín. Nueve horas más. Pronto, Petrakov conocería su destino. Atravesamos lentamente la noche, en un tren lleno de personas que volvían a casa bajo la amenaza de la guerra.


POCOS DÍAS DESPUÉS, Petrakov caminaba por el centro de Kiev, ataviado con elegantes pantalones de vestir y un suéter ajustado color magenta. Me di cuenta de que nunca lo había visto con otra prenda que no fuera un mono deportivo. Es un héroe en su país. Una persona cualquiera le dio un abrazo enorme. El entrenador se veía tan contento y aliviado. Frente a una imponente iglesia, frente a una plaza llena de restos calcinados de tanques rusos, respiraba el aire de su ciudad. Caminó hasta el rio de sus ancestros.

Ayer, Petrakov se refugió en su dacha, la tradicional casa de verano para hacer asados, y reconectó con su esposa. Se sentó en la sauna y sudó. Durmió. Podó el césped y paseó a su perro raza spaniel.

Sus jugadores empezaron a llamar.

Seguían unidos en su preocupación por él. Preguntaron por su estado mental, de la misma forma que él preguntó tantas veces por el de ellos. Oleksandr Zinchenko, ficha del Arsenal y el mejor jugador profesional en activo de Ucrania, lesionado durante los últimos encuentros, le llamó para decirle: "Entrenador, le dijimos a nuestros padres y le diremos lo mismo: 'No lean cosas en internet'".

Pavelko, el presidente de la Federación, le llamó para decirle que siguiera trabajando. Revisarían la situación al vencimiento de su contrato a fin de año. Por ahora, seguía en su puesto. Sobrevivió 48 y 72 horas y parecía estar más ligero, sin importar lo difícil que fue confiar en buenas noticias en tiempos de guerra. Recientemente, los periódicos informaron de un extraño y novedoso fenómeno en Járkov. Los ucranianos lograron alejar al ejército ruso lo suficiente como para alejar a la ciudad del alcance de la artillería. La gente estaba a salvo, pero no quería volver a la superficie. Seguían desconfiando del cielo.

Petrakov encontró un café en la amplia avenida que sale del Hotel InterContinental. Entramos a un pequeño bar y el barista le abrazó espontáneamente.

"¡Maldición!", exclamó el hombre. "¡Eres lo más genial!"

El barista nos acompañó hasta la terraza frente a la acera. Petrakov sonrió. Todo este cariño mostrado hacia él le hacía sentir bien, sin duda, pero también sentía que la gente nunca había roto filas con él. Se sintió justificado. Ayer, parecía que el frío llegó para asentarse por el invierno, pero hoy el sol volvía a calentar.

"El verano indio", dijo Petrakov en ucraniano, para preguntarme si teníamos una frase similar. El día parecía robado. Nos reímos y cerramos los ojos. Se sentía bien estar cálido y feliz. Escribo esta nota 53 días después, por lo que nunca puedo separar la alegría de la tarde de mi conocimiento de lo que estaba por venir. Una bomba dañaría severamente el puente desde el territorio ruso hasta Crimea. Los rusos actuaron en retaliación. Drones kamikaze y cientos de misiles crucero volaron hacia las ciudades de Ucrania. Un día tras otro tras otro. Los ataques tenían objetivos específicos contra plantas eléctricas, para hundir a Kiev y el resto de las ciudades del país en la oscuridad. El invierno siempre ha sido el arma más confiable del arsenal ruso. Acabó con Napoleón y con Hitler y ahora, iba por Ucrania. Las autoridades en Kiev advirtieron de la inminente llegada de varios meses brutales, posiblemente sin luz ni calefacción. Cada privación ha aumentado la firmeza y decisión de los ucranianos. Y si bien la guerra les ha favorecido, todo podría cambiar. Kiev aún puede caer.

La supervivencia depende, sobre todo, de su capacidad para mantener la atención del mundo. Muchos embajadores oficiales y extraoficiales han hecho su parte. Zelenskyy, la actriz Mila Kunis, los hermanos Klitschko y, obviamente, Petrakov y su plantel. Hizo su mejor esfuerzo y ahora estaba en su ciudad natal, esperando que todo fuera suficiente. Me pregunté si volvería a verle. Pidió un cappuccino porque estaba conduciendo y ante su instancia, el mesero nos trajo a mí y a mis acompañantes varios pesados vasos rebosantes con tres dedos de un whisky irlandés llamado "Lágrimas de Escritor". Han pasado 53 días desde aquella tarde desvanecida. Apenas esta mañana, leí una noticia sobre una Kiev sumida en la oscuridad de la nieve, con su gente esperando no morir congelada en Navidad y la idea de pelear, incluso morir, por algo perdurable me pareció un mito. La gente ha luchado y muerto en esta ciudad por mil años. Nada perdura más que los recuerdos y el calor de aquella tarde, que no deja de desaparecer, permanece dentro de mí. Éramos un grupo extraño: un entrenador de fútbol, dos estadounidenses y un intérprete ucraniano que presentaba un programa de cocina en televisión antes de la guerra y un comando británico del SAS convertido en contratista de seguridad. Levantamos nuestras bebidas.

"¿Saben qué es lo más importante?", nos preguntó Petrakov con voz seria.

Todos estábamos frente a él, en la cabecera de la mesa.

"Ahora estamos sentados aquí en Ucrania, pero hay una guerra en el este. Hay gente muriendo allí, pero estamos hablando, nos reímos. Estamos vivos y sanos".

La ciudad de Kiev vibraba con la vida a su alrededor. Desafiante, colorida, bulliciosa, libre.

"Cuando hay paz es una felicidad inmensa", indicó. "No entiendo qué quieren conseguir matando a la gente. Que sus familias se mantengan sanas y sus hijos, con vida. Si volvemos a encontrarnos en algún lugar durante esta vida, nos abrazaremos como hermanos".

Muerte al enemigo. Gloria a Ucrania.

"Brindemos por ello...", dijo.