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Maestros del control

Chris Paul conquistó, este lunes por la noche, el porcentaje de anotación más alto de la historia de la NBA (85.7%) en partidos con al menos 30 puntos y 10 asistencias. Superó, en este rubro, al mismísimo Michael Jordan, quien había alcanzado 83.3% defendiendo la camiseta de Chicago Bulls en 1991.

6-6 triples en la primera mitad. 8-8 cuando promediaba el tercer cuarto. Nada mal para un jugador que lejos está de ser un anotador compulsivo.

Hay una diferencia radical entre la obstinación recurrente por el aro y la prudencia para aprovechar lo que el juego entrega. Paul reivindicó la condición del cerebro que puede leer todo lo que se presenta dos segundos antes que el resto, anotando cuando defendieron el pick and roll por detrás y asistiendo cuando lo hicieron de manera tradicional. El genio de los pases lacerantes, ridículos, absurdos, optó esta vez por lastimar con sus lanzamientos porque fue lo que la defensa de Oklahoma permitió. CP3, propietario de un registro interno elevado que le permite manejar los ritmos para ralentizar o acelerar según lo que haga falta, fue quien puso la receta, cocinó y sirvió la comida para los Clippers en el juego debut de la serie en Oklahoma City.

Más allá de las planillas sobrenaturales, esta clase de talentos se destaca por lo que rara vez se ve en los números.

El orden en este deporte es contagioso. Y viceversa. Si el director de orquesta sabe cómo transmitir la partitura, todos los músicos entregarán una melodía armoniosa. Luego estarán los prodigios, pero eso es secundario; mientras haya una línea criteriosa de acción todo lo demás se desprenderá como una consecuencia, más allá de cualquier talento sobrenatural.

Lo que Mike Conley y Beno Udrih empezaron en la serie entre Grizzlies y Thunder, Paul lo mejoró a niveles insospechados en el primer juego de la eliminatoria para Clippers. La lectura de CP3 ha hecho mejorar en grande a Blake Griffin, quien pasó de ser un interno brusco en sus orígenes a jugar alto-bajo junto a DeAndre Jordan con la fluidez de un perimetral. De nuevo: el criterio, la mesura y la lectura adecuada de las posibilidades se expanden a todas las piezas del tablero.

Oklahoma City es un trueno que desparrama todo alrededor cuando se enciende. Dicho esto, no le pidan serenidad a jugadores que están conectados a 220 voltios desde que suena el despertador de sus casas. Russell Westbrook y Kevin Durant son maravillosos, pero no son armadores. Son anotadores obligados a ejercer una segunda función que no sienten. O que no se han preocupado de corregir en demasía.

Si viajamos a la serie de Pacers y Wizards, veremos algo parecido. La diferencia entre contar con armadores de nivel como John Wall o Andre Miller -capaces de abastecer al jugador que mejor está en un momento indicado, como pasó con Bradley Beal- o tener un escolta disfrazado de base como George Hill, marca tendencia. Indiana no supo entregarle el balón como corresponde a Roy Hibbert en toda la serie ante los Atlanta Hawks -sí, Hibbert tampoco hizo demasiado por ayudar- y los ataques fueron intentos individuales contra todo lo que se ponía enfrente. Parecía que la situación estaba destinada a cambiar en semifinales de conferencia, pero sin embargo la crisis se agudizó.

Los videos de los Pacers en playoffs figuran hoy en el estante de las películas de terror.

Cuando se intenta enderezar un árbol torcido, lo primero que quiere hacer es volver a su posición original. Salir del espacio de confort es difícil para muchas personas e imposible para otras tantas. Se trata de reconocer una situación errónea para corregirla. El análisis y la aceptación vienen siempre antes de la solución. Cuando LeBron James modificó su estilo de anotador compulsivo para transformarse en un faro de creación en el poste y el perímetro, su juego se elevó a niveles estratosféricos. Transformó la obstinación y la soberbia en mesura y humildad, dándole a Miami Heat lo necesario para que todas las piezas se transformen en una.

Lo problemático de los equipos que piensan que este orden no sirve es que muchas veces se salen con la suya merced al talento de sus jugadores. Éxitos que no se sostienen en el tiempo, excepciones que lejos están de transformarse en regla. Son espejismos que seducen, histeria pura, porque al final del camino jamás concretan.

Existen todo tipo de bases en la NBA, algunos están hechos con la materia prima de Paul, otros con la capacidad anotadora de Tony Parker en San Antonio Spurs. La cuota asistidora que le falta al base francés la aporta Manu Ginóbili. El cóctel entre ambos, esa combinación recurrente, termina siendo explosiva para la estructura de Gregg Popovich. En ese equipo, un tercer base es, curiosamente, Boris Diaw. El choque ante un talento como Damian Lillard, en la serie que nacerá hoy, luce entonces tan atrapante como enigmático en su consecuencia.

Las series de playoffs son maravillosas por la cantidad de variantes que se presentan entre un juego y otro. Los ajustes se diagraman en la cabeza de los entrenadores y se ejecutan a través de los armadores. Los talentos capaces de ejercer sinergia entre las partes cobran un valor trascendental en esta clase de instancias. El talento siempre es un valor fundamental, pero los maestros del control son los capaces de potenciarlo o de disimularlo según las necesidades.

Los equipos que tengan un lector de juego marcarán siempre diferencias en este deporte. Los que carezcan de esta clase de genios serán por siempre irregulares, desproporcionados en la excelencia y en el espanto. En definitiva, el cerebro siempre puede más que la fuerza de los brazos y las piernas.

No es una frase hecha: las pruebas, en estos playoffs, están a la vista.