Confesiones de un fan frustrado de Ronaldo
Por alguna razón, Cristiano Ronaldo tiene tantos enemigos como fanáticos. ¿Estamos equivocados con respecto a él?
La gente adora a Cristiano Ronaldo. A veces, pierdo la noción de ese hecho, lo cual probablemente dice más sobre mí que sobre él. Hace 12 años, cuando todo era distinto y Messi y él y Messi eran unos jovencitos, comenzó a hacerse claro cómo se vería la próxima era del fútbol y que uno tenía dos opciones con respecto cómo vivirla, a saber:
(1) Se podía valorar a Messi y Ronaldo como seres humanos, complejos y variables, y se podía comprender que la historia de sus carreras no sería una simple fábula con moraleja, sino que abarcaría toda la complejidad y ambigüedad de cualquier vida humana y por ende, escaparía a las interpretaciones.
O...
(2) Uno podía no hacer esas cosas.
Si usted es una de las seis personas en el planeta Tierra que se decidió por la opción (1), pues felicidades: Por favor, enséñenme a ser mejor persona. Me fui por la opción (2). No lo hice a propósito, realmente. Fue muy divertido ver a Cristiano como la antítesis de Messi. Porque así lo consideré y la mayoría de mis conocidos lo hicieron igual y el Twitter futbolístico anglófono lo vio de la misma forma y por ello, me perdí la parte en la cual cientos de millones de personas desarrollaron una conexión apasionada con él y percibieron al mundo como una fábula en la cual él era el bueno.
Pero, así lo consideran. O, si no como bueno, entonces al menos como alguien importante. Tras la locura desatada por el pase de Cristiano por $130 millones del Real Madrid a la Juventus, multitudes de aficionados inundaron los alrededores del complejo médico en el cual se practicaron sus exámenes físicos en Turín. Oficiales de seguridad montaron barricadas. La muchedumbre seguía adelante y todos se desesperaban por conseguir un puesto al frente de donde podían verle, pedirle un autógrafo y atrapar su mirada. Movían con las manos su camiseta (por la cual se hicieron filas para adquirirla) y llamaban su nombre. Mientras caminaba, inevitablemente vestido con el traje gris digno de publicidad de colonia que te hace ver como recién salido de un helicóptero, el cual creo que tenía, la multitud extendía sus manos. Parecía la segunda venida de Jesucristo, vestido de Tom Ford.
Claro que siempre se ve alguna versión de esta locura a la hora de los fichajes futbolísticos de alto nivel. Santi Cazorla fue presentado este mes por el Villarreal en un verdadero espectáculo de magia. Pero se siente diferente cuando hablamos de Cristiano, en formas que realmente no se pueden cuantificar. El alboroto es mayor. El tono es más intenso. Cristiano. Tiene mayor cantidad de seguidores en Facebook (122 millones) que cualquier otro ser vivo. Cuenta con más seguidores en Instagram (139 millones) que cualquier otro ser vivo con la excepción de Selena Gómez. ¿Por qué uno quisiera estar al tanto de sus ideas en Twtitter? Sin embargo, allí está también en el top 10, con la bicoca de 73.9 millones de seguidores. Y en los tres últimos años, ha encabezado la lista ESPN World Fame 100 como el deportista más popular del planeta, por encima de LeBron James y Messi.
El huracán de atención en cuyo centro se encuentra distorsiona la realidad a un grado que ningún otro atleta (ni Messi ni LeBron) pueden igualar. Por ende, cuando Cristiano llega a tu equipo, tienes la sensación de extasis al saber que tienes una nueva estrella que alentar pero, sí, tienes algo más. Sientes que algo de repercusión vasta y significativa ha llegado a tu estadio. Pido disculpas por colocarlo en términos altisonantes, pero su fenómeno es altisonante. Esto que ahora te importa se convierte súbitamente en el cuartel central de una fuerza de carácter Mundial. Y participas en ello, sientes el pulso de ello. Parte de esto se hace tuyo, también.
Pienso en Cristiano porque tengo la sensación de haberme perdido algo importante sobre él durante estos años y ahora que nos acercamos al final de su carrera, me gustaría saber que podría ser. Quizás decir el final es muy fuerte. No está a punto de retirarse. En la mayoría de las ocasiones sigue siendo Apolo vistiendo botines de futbol. Ganó el Balón de Oro el año pasado, por el amor de Dios; sería absurdo insinuar que no sigue siendo uno de los mejores jugadores del mundo o que no seguirá siéndolo en los próximos años.
De todas formas, tiene 33 años. Tiene cuatro hijos. Cuenta con responsabilidades. Uno de estos días, hasta comenzará a pagar impuestos. Ya no es aquel insoportable presumido que solía estrellar Ferraris; por estos días, creo que pasa mayor cantidad de tiempo manejando sus súper autos valorados en millones de euros dentro de los límites de velocidad. Si lo vieron jugar durante la pasada temporada, casí podría comenzar a pensar que perdió, no un poco de velocidad, nada tan serio; sino una fracción de velocidad. Y en el fútbol de alto nivel, una fracción puede ser la diferencia entre ser muy, muy bueno y ser algo mágico.
Este verano parece representar una división natural entre dos fases importantes de su carrera. Lideró a Portugal en lo que ha sido ampliamente considerado como su último Mundial, a pesar de decir que quiere jugar otros más. Luego, partió del club donde pasó la mayor parte del apogeo de su vida futbolística, donde ganó (un momento por favor, estoy revisando Wikipedia) 19,000 premios individuales y colectivos, para ir a la Serie A italiana, una liga que se podría sentir honrada si recordamos su mera existencia. Todo lo que venga después, se podría afirmar sin temor, será considerado como el final de su carrera.
Entonces, ¿qué podemos concluir de este momento?
A veces me pregunto cómo pensaríamos con respecto a la carrera de Cristiano si Messi nunca hubiese jugado al futbol. El Cristiano que he visto durante algo más de una década (digamos que desde el día que un Messi adolescente anotó ese gol maravilloso contra el Getafe, calcado de Maradona) ha sido definido como espejo de Messi, al punto que imaginarse a Cristiano sin Leo parecería describir la forma del aire. ¿Cuáles son sus bordes? Sí, claro, la comparación entre ambos ya está gastada. Y está gastada porque es irresistible.
Consideren lo siguiente: En un lado, tenemos a un genio natural del movimiento, alguien con una profunda y sentida conexión a un club que parecía significar mucho más que cualquier otro en el futbol, un hombre pequeño, ni grande ni fuerte ni con aspecto veloz, pero que podía superar a sus rivales porque maneja al espacio de la manera en la cual los poetas manejan a la poesía. Del otro lado tenemos a... pues, tenemos al opuesto exacto de lo anterior. Un súper hombre que hace pucheros. Un muñeco de acción bañado en perfume. Alguien más veloz, más fuerte, con más brillo y más egoísta que cualquier otro en la cancha. Alguien que parecía mostrarse algo fastidiado por la presencia de sus compañeros, como si fuera ese solista megalomaniático de un conjunto de rock que llega al estudio e insiste en grabar todas las pistas de sus compañeros. Cristiano y su propio reflejo: ¡El sueño de los siameses!
Digo que esta imagen no salió de la nada. Cristiano fue fiel a ella. Quizás no a propósito (habría sido menos creíble), sino simplemente al vivir su vida. Sus días fueron un desfile sin fin de cazadoras al espejo y camisetas polo color pastel con los cuellos estirados hacia arriba, paseos en yate y cordones de terciopelo. Messi parecía ser un niño duende místico que no hablaba idiomas conocidos por el ser humano y solo vivía para encantar al fútbol. Cristiano era el personaje de Leonardo Di Caprio en "El Lobo de Wall Street", pero con talento y carente de sentido del humor.
Si así percibían a Cristiano, si se dejaron llevar por la idea de asumir que él era todo lo que Messi no era, es inevitable que hayan visto su comportamiento en la cancha con ese prisma. Empezaban a ver sutiles matices en su aspecto. Quizás eran reales. Por ejemplo, la forma en la cual Cristiano siempre parecía estar tan... ¿aislado? ¿Es esa la palabra? No del todo, porque el aislamiento implica privacidad y a pesar de la forma tan celosa en la cual Cristiano cuidaba de su vida privada, era tan extravagante como para parecer verdaderamente privado. Lo cual se hacía más evidente al entender que, con él, todas las flechas apuntan en su dirección. Las cámaras apuntaban a él. Las manos se extendían hacia él. El mundo lo miraba, pero nunca pensábamos que devolvía el gesto, sin mostrar verdadera curiosidad o interés o compromiso con respecto a nada que no fuera lo que él era capaz de hacer. Lo interpretamos como narcisismo pero se trataba más de la continuación interna de nuestras propias miradas. Éramos sus espectadores, al igual que él mismo.
No necesito de que un atleta me preste atención para así poder amarle. Pero Cristiano tenía su forma de mirar a la cancha. Quizás iba a tomar un tiro libre. Quizás iba a comenzar el segundo tiempo. Miraba con aquella forma seca que tenía y si uno se imaginaba meterse en su cabeza, ver lo que él podía ver, pues era demasiado fácil imaginarse algo similar a unas pequeñas X rojas encima de los rostros de todos los seres humanos. El arquero, X. Ahí está mi técnico, X. El mediocampista, extremo, el árbitro. Todos con una X. En las tribunas, miles de X rojas. Todo cancelado excepto por él, el balón y la meta.
Es agradable pensar que cualquier persona por la cual se está alentando, al menos, está de forma mínima interesada en la realidad de los demás. Cristiano parecía que no era así. Parecía ser un cinéfilo que había cobrado vida en la forma de una pantalla de cine.
Por otra parte, probablemente ha sido el atleta más talentoso en la historia situarse fuera de paradigma de valores de las quijadas redondas que tanto aman los periodistas deportivos de habla inglesa (la quijada de Cristiano, impresionante como es, tiene una forma más trapezoidal). Su sentido de la moda a la europea y participación consciente de su propio mega estrellato eran difíciles de conciliar con cualquier cita de Vince Lombardi, y eso que he leído muchas frases de Vince Lombardi. Entonces, ¿de verdad lo estaba viendo o hacía lo que yo pensaba que él hacía, sin poder así percibir la existencia completa e irreductible de la otra persona?
El partido que a veces recuerdo es la final de la Champions League de 2008. ¿Se acuerdan? El Manchester United contra el Chelsea en el estadio Luzhniki de Moscú. El fútbol multimillonario seguía siendo una novedad en ese momento. Todos hacían chistes sobre Chelski. Quizás se acuerdan de aquella parte en la cual Didier Drogba fue expulsado por abofetear a Nemanja Vidic. Pequeñas bofetadas. Si un duque envejeciente te atacaba sin provocación, lo podrías abofetear así, tímidamente
De todos modos, fue un partido fantástico, gran parte del cual fue jugado en medio de un torrencial aguacero. El césped parecía ponerse gomoso. Cristiano abrió el marcador. Terminó con 42 tantos en 49 apariciones ese año; tenía 23 años y jugaba contra defensivas de la Premier League. Pero Frank Lampard igualó las acciones antes del medio tiempo. La segunda parte fue una batalla. Llegaron a los finales en lo que prácticamente era un lodazal. Nicolas Anelka falló el decisivo, aunque el fallo de John Terry fue la comidilla de todos; corrió para disparar y se deslizó.
Sin embargo, no son los fallos de Anelka o Terry los que recuerdo. Siempre pienso en el de Cristiano. De hecho, no en el fallo (de hecho, no fue realmente un fallo: Peter Cech lo atajó bien), sino lo ocurrido después. Recuerdo ver a Cristiano acostado en el lodo, en lágrimas. Primero de agonía, porque él pensaba que había perdido el partido y luego de felicidad, porque su equipo, después de todo, había ganado. De cierta forma, la felicidad afectaba más que el desazón. Fue probablemente la primera vez, hasta entonces, que logré sentir algo similar a la empatía (en vez de burla, irritación, u ocasionalmente ese sentimiento de asombro que tienes cuando él conseguía un gol que rayaba en lo absurdo) hacia él.
Lo que me mataba fue lo aliviado que él sentía. Estaba presenciando el partido a miles de millas de distancia. Pero sentí de forma palpable que esta no era la felicidad de alguien a quien algo bueno le acababa de ocurrir. Era la felicidad de alguien a quien casi le acababa de ocurrir algo terrible, casi inimaginablemente doloroso y no le había ocurrido. Cometió un error y el universo casi acababa pero luego, milagrosamente, la vida proseguía y él lloraba.
Recuerdo que en una de las biografías sobre él, la escrita por Luca Caioli, hay una frase con respecto a lo ocurrido después de ese encuentro: sus compañeros celebraron juntos cerca del arco mientras él yacía llorando cerca de la línea. "Quiere estar solo", escribe Caioli, "para así saborear el momento más bello de su carrera futbolística hasta ahora. 'Al final, era el día más feliz de mi vida', expresó después".
En realidad, Cristiano llora mucho. Más que nada, lo hace después de lo partidos importantes. Siempre, cuando él lo hace, hay una sensación de que alguien se rompe en pedazos tras haber llegado a lo más alto de las expectativas insufribles. Cuando él pierde, es la finalidad total del fracaso. Cuando gana, se levantan todas las presiones. Considerando su reputación, se espera que él en momentos así, proyecte la imagen de un hombre que dice "miren lo grande que soy". Por el contrario, parece decir "hice lo que se suponía debía hacer, puedo mirarme a los ojos, no metí la pata".
Cada vez más, eso es lo que pienso cuando pienso en él. Quiten el espectro de Messi y lo que se puede ver no es precisamente a un villano de las películas de James Bond de la era disco, sino a alguien a quien las ansias de ser perfecto son tan desesperadamente agudas que la supervivencia parece un reto a la sanidad mental. Piensen en la forma como juega: tan intensamente, comprometido, siempre arriesgándolo todo, siempre, siempre, siempre. Es la forma máxima del miedo: Hacerlo todo o podría perderse de algo. Trabajar más fuerte, intentarlo más, ver las venas en el cuello cuando se sonríe. Por supuesto que alguien que piensa de esa forma parece ser desprendido del resto de los mortales. Los demás no pueden evitarle: solo pueden oponérsele, juzgarle o alejarse de él.
¿Qué pasaría si el resto tuvieran las mismas cualidades? Me refiero a aquellas que entendemos como egocentrismo o vanidad: la ropa, autos, yates, el logo pintado en todo lo que hace. ¿No verían esas cosas como la compensación ansiosa de alguien que no puede evitar intentar hacer todo a toda fuerza porque sólo se siente seguro cuando él es el mejor y es perfecto en todo?
Esto no quiere decir que 500 millones de cuentas en redes sociales le siguen porque sus propietarios se identifican profundamente con un empeño que raya en lo despiadado. Pero, al menos se siente cierta vulnerabilidad detrás de ello. Y una de las cosas extrañas que pasan con respecto al amor en la vida pública es que se otorga, en muchas ocaciones, a la gente que parece necesitarlo más.
Ha sido acusado de cosas horribles. De acuerdo a informes noticiosos cuya veracidad es refutada por Cristiano, por lo menos tres mujeres le han acusado de acoso sexual en 2005 y en 2009. Les creo a ellas, lo cual limita mucho la simpatía que pueda sentir por él. Sin embargo, los aficionados al deporte tienen una habilidad terrorífica de habitar universos paralelos en los cuales existe cualquier incertidumbre con respecto a los hechos indebidos de un atleta. ¿No fue grabado? Podemos entonces, de forma colectiva, eliminarlo de nuestra existencia. Es algo enfermizo de muchas maneras, pero (hablo sólo por mí mismo) es difícil desprenderlo del fenómeno una vez que el motor comienza a correr. El silencio, de por sí, se hace persuasivo. Puedes discutir con la gente que insiste en su inocencia, o quienes te dicen que no les importa. ¿Cómo discutir contra toda una cultura que simplemente sigue como si esto (lo cual, después de todo, no puedes ver ni escuchar) no existe?
Las acusaciones terminan en susurros, se levantan los cargos y no existe evidencia públicamente disponible. Cristiano se divide entre dos Cristianos y es tan fácil asumir que el que ves en televisión, el que puedes ver, es real. Al igual que en el caso de Kobe Bryant, incluso la gente que no gusta de Cristiano en pocas ocasiones dicen cualquier cosa sobre el posible crimen que podría quedar a la sombra de su imagen pública.
Esa imagen le ha visto convertirse, mucho más que Messi, en la estrella de fútbol por excelencia de esta era. Messi es una excepción en casi todos los sentidos: Cristiano es la norma, pero la norma exagerada, explotada y llevada a un extremo espectacular. Es el jugador más mercenario y más global en una era mercenaria y global. Ha construido su vida como si fuera una cuenta de Instagram, destacando todo lo que es costoso y envidiable, manteniendo sus defectos fuera de la imagen. Y de buena forma lo ha exagerado casi al extremo de una X-Pro II. Mírenlo: Cristiano inclinado de forma consciente en un balcón bañado por el sol con su gorra de béisbol al revés. Cristiano, sentado en una larga mesa rodeado por copas de vino y amigos elegantes. Cristiano, flexionando sus brazos con una camiseta sin mangas, con sus bíceps a punto de explotar. Claro que millones de personas le van a amar. Se ha diseñado con el fin de coleccionar corazones.
No puedo concordar con aquellos que le aman, pero hay una cosa en la cual no discuto y no estoy de acuerdo con sus críticos. Se trata de la acusación que siempre le ha rodeado, de que no se trata de un hombre genuino. La cosa más hiriente, humanizante y dañina que puedo decir sobre él es que creo que sí podría serlo.