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Pelé, el 'Rey' eterno que ya juega con los dioses

LOS ÁNGELES -- Ha muerto O’Rei Pelé (Edson Arantes do Nascimento, Tres Corazones, Minas Gerais, Brasil, 23 de octubre de 1940).

El futbol es ahora una película en blanco y negro, silenciosa, densa. Hasta Dios abandonará los estadios por un tiempo; la pelota dejará de ser redonda, y el césped aromatizará a clorofila de nostalgia, agobio y pena. ¿Las redes? Nadie las ha hecho contonearse con mayor júbilo. Con él, el gol dejó de ser el hijo burdo de un punterazo, para convertirse en una expresión suprema de caricia o violencia.

El cáncer respetó el corazón del hijo de Tres Corazones. Pero se cebó sobre el intestino, el hígado y los pulmones. Nunca la había pasado tan mal O’Rei, desde que le cercenaron a patadas en los mundiales de Chile e Inglaterra. A los 82 años, los camilleros llegaron del Cielo.

La vida es injusta. Si ella jugara al futbol sería el cuevero, el defensa con la guadaña hambrienta de huesos y sangre. A un hombre de consistentes fascinaciones de 90 minutos, sólo le permitió jugar hasta el minuto 82.

Porque Pelé odiaba dejar las cosas a medias. Como aquellos tres escarceos, los más exuberantes “casi goles” en la historia de las Copas del Mundo, todos en México ’70, y todos en el Estadio Jalisco: el obús lanzado desde media cancha que techa al checo Víktor; la jugada de engaño sobre el uruguayo Mazurkiewicz, y el cabezazo atajado por el inglés Gordon Banks. Esos tres óleos, de concluir en la red, habrían convertido al México 70 en la Capilla Sixtina del futbol y el Estadio Jalisco sería Patrimonio de la Humanidad.

Su grandeza no se medirá mundanamente ni mundanalmente, ni en el espectro simplón de las estadísticas, más allá de la inalcanzable epopeya de haber sido Tricampeón Mundial (1958, 1962 y 1970), sino en el universo intangible de estimular el futbol hasta los vestíbulos rigoristas del arte. Pelé inventó todo lo que hoy desencaja quijadas de admiración en las canchas.

¿Despliegue físico y de potencia como Cristiano Ronaldo? Era lo suyo. ¿Inventarse una galopada letal como Maradona ante Inglaterra? También era lo suyo. ¿Amagues, gambetas, túneles, remates inverosímiles, hasta la perfección gloriosa de una chilena como Messi? Era su pan de cada día. Los ingleses inventaron el futbol, pero Pelé le franqueó la entrada al Museo del Louvre.

Sus Tres Corazones fueron ofrenda a un solo equipo: el Santos. Cierto, alquiló sus piernas al Cosmos de Nueva York, en el intento de injertarse en el corazón de Estados Unidos.

Y con el Santos ganó todo lo que era posible ganar. Dicen sus biógrafos, a riesgo de alguna inexactitud, que él solo tiene más trofeos, medallas y diplomas por equipo y en lo individual que ningún otro atleta o club en el mundo, y sólo puede competirle y superarlo el Real Madrid. Nadie más. Nada más.

Edson, cuyo significado es el “hijo del guerrero”, decidió su futuro glorioso en una fecha aciaga para Brasil. Lo hizo en honor a su padre. Refieren que el 16 de julio de 1950, Dondinho (Joao Ramos dos Nascimento) se colapsó, como millones de brasileños. Por la radio, sufrió hasta el vahído cuando el árbitro inglés George Reader certificaba la coronación de Uruguay en el mismísimo Maracaná, después de los goles de Alberto Schiaffino y Alcides Gighia. 1-2 el epitafio amazónico.

Pelé se consternó al ver al gigantesco ébano Dondinho desplomarse entre llantos. “No llores papá, un día seré campeón del mundo con Brasil”, le dijo para consolarlo. Cumplió su promesa, no una, sino tres veces, tres, como su cuna, Tres Corazones. Es el único futbolista tricampeón del mundo. Pudieron haber sido más, pero los carniceros lo sacrificaron para el Mundial de Inglaterra.

Debutó con Brasil despedazando a Argentina. Tenía 16 años y marcó uno de los goles el 7 de julio de 1957. La Copa del Mundo de Suecia 1958 le aguardaba. Para ese certamen, Joao Havelange había irrumpido en el futbol de Brasil, retocando todos los esquemas de trabajo de la selección. Nada quedaba al azar. Hasta un odontólogo había en la legión verdeamarelha.

En Suecia, el mundo conocería a Pelé. Debutó ante Rusia y dio el pase para gol de Vavá, al convertirse en el jugador más joven en jugar una Copa del Mundo. Ante Francia, dejó la huella al ser el futbolista más joven en marcar un hat-trick en la historia de los mundiales.

En la Final del Mundial de 1958, Pelé marcó dos goles en el 5-2 sobre Suecia, en Estocolmo. Sigvard Parling, estrella de esa selección sueca y de la de hockey sobre hielo, tras el quinto gol, rindió a homenaje al naciente O’Rei, al aplaudirle con fervor. “Ese fue mi sentimiento en ese momento”, diría después.

Pelé cargó con todos los homenajes posibles en esa Copa del Mundo, excepto el Balón de Oro, que fue entregado a otro genio brasileño: Didí. Edson recibió el Balón de Plata. “Habría podido recibir el de oro, pero había que respetar la jerarquía de Didí”, comentaría años después el mismo Havelange.

Su exaltación llegaría en 1970, en México. Pelé estuvo a punto de ser descartado. La selección era dirigida por Joao Saldanha, un tipo que de la redacción de los diarios, con escala en el Botafogo, llegaba al banquillo de la entonces bicampeona del mundo. Imposible de someter la personalidad de O’Rei, decidió mutilarlo pública e indecorosamente. “Pelé está miope, por eso no irá al Mundial de México”.

Saldanha había desafiado a O’Rei y además a la dictadura brasileña, encarnada en el presidente Emilio Garraztazu Médici. El tipo, inteligente, astuto, perdió, sin embargo, el control total de la selección, del entorno y de sí mismo. Compulsivo e impulsivo, organizó un polvorín en el entorno.

Joao Havelange se ve obligado a sustituirlo. Mario Lobo Zagallo fue el elegido. Para él, como para todo Brasil, su equipo era Pelé y 10 más, con monstruos como Rivelinho, Tostao, Jairzinho, Gerson, Carlos Alberto y contando. Las Cobras, les llamaban a los capos del equipo.

Bajo la óptica de Joao Havelange y la asesoría de Claudio Coutinho, Mario Lobo Zagallo apostó porque esas eminencias con el balón fueron aún más potentes atletas, con ayuda de estándares y procedimientos de la NASA. Y entonces, apareció más fuerte, más rápido y saltando más alto que nadie, una pantera negra llamada Edson. Su explosión física era inusual para la época.

El Tricampeonato de Brasil se relata fascinantemente como si hubiera sido un trámite simplón, No fue así. Más allá de la certeza de tener al mejor futbolista de la historia, Brasil debió confrontar severas adversidades.

Un mes antes del Mundial, a Tostao se le diagnosticó desprendimiento de retina; Brasil debió cambiar planes, y en lugar de avecindarse de inmediato en Guadalajara, armó su trinchera en Guanajuato, porque había rumores de intentos de secuestrar a Pelé.

Además, en la cancha, el diagnóstico era estremecedor. Debía enfrentar a selecciones con planteles históricos, irrepetibles incluso, en calidad, el día de hoy. Los representativos de Checoslovaquia, Rumania, Inglaterra, Perú, Uruguay e Italia, han sido considerados, hasta hoy, incluso, las mejores versiones de sus selecciones nacionales. Vaya, el poderío de Italia dejó en el camino en semifinales a la Alemania de Maier, Beckenbauer, Vogts, Müller, Overath, Seeler, Schnelinger. Un 4-3 que refleja porque ese encuentro entre ingleses y alemanes fue denominado “El partido del Siglo”.

A esas colosales bestias competitivas debió vencer Brasil. Pelé no sólo fue determinante en cada uno de los juegos, especialmente tras la lesión de Gerson ante los checos, sino también en ese santuario íntimo, espectacular, delicado, que es el vestidor.

Enfrentar a Uruguay despertaba los demonios terribles del Síndrome del Maracanazo. Enfrentar a Uruguay implicaba el trauma de los brasileños. Una tara heredada de padres a hijos. Para colmo, Luis Cubilla marca al minuto 19, en medio de un Brasil embobado, aletargado, trémulo, temeroso. Sí, el Síndrome del Maracanazo. Clodoaldo, un acólito que renunció a la sotana para ser futbolista, anota al ‘44. 1-1 al descanso.

Pero, ahí, en las entrañas del Estadio Jalisco, en medio de un nerviosismo masticable, y con Zagallo intentando resucitar a aquellos espectros, apareció O’Rei. Asumió su papel. El líder se impuso. Pelé habló con el grupo, habló con cada uno de los jugadores. Transformó espíritus. Con él al mando, Brasil borró a Uruguay. 3-1. A la Final ante Italia.

La única tristeza para Edson Arantes, tras fulminar a Uruguay, fue abandonar finalmente su catedral, su templo, su fortaleza, el Estadio Jalisco. Guadalajara entera había sido más intensa y festiva que Río de Janeiro o Sao Paulo. Años después, regresando a jugar un partido de exhibición con el Club Jalisco, diría que “no puedo evitar llorar de recordar tanta felicidad en esta ciudad”.

¿La Final? Fue un carnaval brasileño, a pesar de los legendarios de Italia: Albertosi, Facchetti, Mazola, Riva, Boninsegna, Rivera, Burgnich. Un juego pletórico de Pelé. Dos instantes. Su cabezazo brutal para vencer a Albertosi, rebasando en el salto a un Facchetti 20 centímetros más alto para el 1-0, y la gestación del 4-1, como un director de orquesta, como un Aníbal en el campo de batalla, marcando los tiempos.

Balón controlado, vista al frente, el cuerpo en constante movimiento. Y cuando nadie lo esperaba, Edson toca lateral, hacia su derecha, donde una estampida arremetía: Carlos Alberto, el lateral derecho. El pase es de alta precisión. El rematador no tiene que alterar el paso, ni recomponer el cuerpo. Sólo debía jalar el gatillo de la bazuca. Implacable. El ribete majestuoso de la coronación de Brasil.

Brasil eterno. Pelé eterno. La imagen icónica de su torso desnudo, cargado en hombros, dando la vuelta olímpica con un sombrero charro de gala en su cabeza. Nadie hasta entonces. Nadie hasta hoy.

Ocurre entonces, en 1970, un diálogo en la televisión inglesa (ITV), después retomado en Argentina para hacer referencia a Maradona en 1986.

Malcolm Allison: “¿Cómo se deletrea Pelé?”.

Pat Crerand: “Muy fácil: G-O-D (Dios)”.

Y hoy, Edson, el menos terrenal de sus atletas, y el más cercano a una divinidad deportiva entre los terrenales, ha llegado a su cancha de juego. Hasta Dios aceptará llamarle “dios”, claro, en minúscula y con comillas. Porque, si Jesucristo no supo renunciar a ser Dios, ¿qué se puede esperar de los hombres?