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Un lazo eterno

La tenacidad de la madre del receptor de los Houston Texans DeAndre Hopkins explica la razón por la cual el jugador le muestra tanta gratitud.

Cada vez que los Houston Texans juegan en casa, la madre de DeAndre Hopkins, Sabrina Greenlee, se sienta en el mismo lugar frente a las diagonales, lo suficientemente cerca del campo como para escuchar cómo la ovoide pega contra el césped. Es la Semana 2 de la temporada de la NFL y Houston está jugando contra Jacksonville; ella se encuentra rodeada por sus dos hijas, sentadas con perfecta quietud mientras el cronómetro sigue su marcha hasta llegar a cero. Cuando es la hora de que el equipo local ingrese a la cancha, un gigantesco lanzallamas hace erupción. Greenlee se retuerce y sus ojos, que tienen la misma sombra nublada de blanco del cielo cubierto, brillan producto del calor. Pocos minutos después, Hopkins emerge desde el túnel (él siempre es el último jugador de la ofensiva en salir a la cancha, explica Greenlee) y ella sonríe.

Ella no puede ver a su hijo, pero ella sabe que él se encuentra allí.

Diecisiete años. Ese es el tiempo que ha pasado desde que ella perdió la visión, cuando una mujer desconocida para ella arrojó ácido sobre su rostro, cegándola y desfigurándola en un ataque de ira por celos. Greenlee era madre soltera con cuatro hijos y residía en Carolina del Sur, involucrada en relaciones abusivas, luchando para sobrevivir. En ese momento, DeAndre tenía 10 años. Con el tiempo, ella recobró la visión ocasionalmente, aunque la perdió por completo hace pocos años, justo mientras su hijo emergía como una de las estrellas más brillantes de la NFL. Desde ese entonces, millones de personas han visto cómo el receptor de los Texans se zambulle para lograr atrapadas sobrenaturales en el escenario nacional, sumando más recepciones durante las seis primeras temporadas de su carrera que cualquier otro jugador en la historia de la NFL. Greenlee dice que es capaz de visualizar las acrobacias de Hopkins, aunque sólo en su mente. "Visualizo todo lo que él hace", afirma. "Las trenzas en su pelo, el movimiento corporal".

Antes de que los Jaguars troten al campo, ella mete una mano dentro de su cartera. Los dedos comienzan a auscultar los distintos objetos dentro de su bolso hasta que consigue un tubo de lápiz labial. Se lo aplica lentamente, pintando una mueca perfecta. Al lado de la cicatriz que hay en su cuello, se encuentra un tatuaje de la frase de la fallecida escritora Maya Angelou "Sigo levantándome", en cursiva. A medida que sigue aumentando el ruido de la multitud, coloca sus manos sobre su regazo, escuchando cómo la voz del estadio indica las oportunidades y las distancias recorridas. "Paso mucho tiempo a solas, por eso ayuda cuando me encuentro en un estado de paz", afirma. "Esto puede llegar a ser abrumador".

Luego de que los Texans frenan la primer marcha de los Jaguars y la ofensiva salta al terreno, Shanterria, la hija menor de Greenlee, se quita la capucha de su suéter y se acerca a su madre, susurrándole al oído descripciones del partido (esencialmente, se lo narra). A principio de la serie, Deshaun Watson saca a Hopkins fuera de la cancha con un pase corto.

"De puntillas y luego queda fuera", le comenta a Greenlee. "Tercera oportunidad y 4".

"Hazlo de nuevo", le pide su madre.

Watson le complace y Hopkins atrapa el balón; no obstante, es derribado poco antes de llegar a la meta. Cuando el anunciador interno informa lo sucedido, Greenlee suelta un suspiro.

"Lo que cuenta el comentarista no es suficiente ... ella quiere saber qué clase de ruta recorrió", afirma Kesha, su hija mayor, quien está sentada detrás de Greenlee. "'¿La atrapó?' 'No'. '¿Por qué no la atrapó?' 'No lo sé, mamá'".

Posteriormente en ese mismo periodo, cuando los Texans se acercan a la meta, Greenlee se sienta un poco más derecha, apretando el brazo de Shanterria mientras los aficionados murmullan expectantes, lo cual activa sus sentidos. Si su hijo llega a anotar, según explica, su hija le ayudará a ponerse de pie e inclinarse frente a la baranda para que ella pueda recibir el balón de manos de Hopkins. Este ritual sirve de recordatorio que, a pesar de que ella no puede ver a su hijo, él aún puede verla... y quiere que el mundo también note su presencia. "No siempre he sido la típica madre modelo y a pesar de ello, él me sigue respetando lo suficiente como para dejar que todos le vean entregarme el balón", afirma. "Ese balón representa mucho más de lo que la gente podría llegar a entender".


Mientras Greenlee trabajaba en sus dos empleos, Hopkins y sus hermanos se la pasaban jugando fútbol americano afuera, en medio de la calle.

HOPKINS FUE CRIADO en un pequeño pueblo de Carolina del Sur, ubicado a las sombras de la Universidad Clemson. Todos recuerdan al pequeño niño apodado Nuk, sobrenombre originado por la afición de Hopkins de masticar chupones de la marca Nuk siendo bebé, como un jovencito introspectivo y de hablar lento. Cuando tenía 5 años, su madrina Frances Hicks le organizó una fiesta de cumpleaños en su jardín y él desapareció por largo tiempo, al punto de que ella decidió buscarlo. "Cuando caminé por la casa, lo encontré sentado sobre las escaleras, ensimismado", recuerda.

Hopkins era apenas un bebé cuando Steve, su padre, falleció en un accidente automovilístico después de que una fuerte lluvia causara que las llantas del coche terminaran sufriendo de hidroplaneo. Su madre, quien fuera porrista en sus años de secundaria, conoció a Steve cuando tenía 19 años. Era una especie de capo del narcotráfico en su región, según recuerda, y para el momento de su muerte estaba libre bajo fianza y sobre él, pendía la posibilidad de pasar varias décadas en prisión por el comercio ilícito de estupefacientes. Hopkins afirma que tenía 6 años cuando su abuela le dijo lo que había ocurrido. "Estoy bastante seguro de que me puse a llorar, a pesar de que no sabía quien era mi papá", recuerda. "Simplemente, yo sabía que la gente cuenta con unos padres".

“Decía: ‘Hombre, imagínate eso ... un balón de futbol te puede llevar bastante lejos’.”

- Marcus Greenlee, hermano de Hopkins

Si bien Hopkins no recordaba a Steve, éste escuchó frecuentemente mientras crecía que ambos compartían varios hábitos; por ejemplo, despertar en mitad de la noche. También heredó algunos gustos. En una ocasión, Hopkins se encontraba en la cocina familiar untando mermelada sobre un pollo frito y cuando su madre lo vio, ella terminó abrumada de la emoción. "Ella casi comenzó a llorar porque mi papá (yo no lo sabía) untaba mermelada sobre todo", expresa. Similar a Steve, quien solía conducir por el vecindario con lentes de sol y abrigo de visón, Hopkins era amante de la moda: compraba accesorios en la tienda de artículos a un dólar cuando era pequeño, adornando su vestimenta modesta con coloridos pañuelos.

"Solía usar jeans de niña y yo le decía: '¿Cómo puedes caminar así?'", recuerda Kesha, entre risas. "Siempre ha sido esa persona a quien no le importaba lo que decían los demás sobre su ropa".

Hopkins acumuló el máximo número de recepciones (528) tras seis temporadas en la NFL. Su extensión contractual en 2017 incluyó $49 millones garantizados, que en ese entonces fue un récord para un receptor. Benedict Evans for ESPN

Cuando los niños eran jóvenes, su madre laboraba en dos empleos, trabajando en una planta automotriz de día y como bailarina exótica de noche. En ese entonces, según afirma Hicks, Hopkins le llamaba para pedirle que le enseñara cómo cocinar para darle de comer a su madre. Como Greenlee trabajaba durante tantas horas, los chicos pasaban un tiempo excesivo fuera de casa, por lo cual terminaron siendo testigos regulares de transacciones de venta de drogas y tiroteos. "Jugábamos futbol tackle en medio de la calle", afirma Kesha. (Según afirma Hopkins, su hermana era mejor jugadora de fútbol americano que algunos varones). "Literalmente sin ningún implemento".

Rápidamente se hizo evidente que su hermano menor, cuyas manos parecían haber crecido más rápido que el resto de su cuerpo, poseía un raro don. "Era totalmente imparable", expresa Kesha.

Hopkins comenzó a jugar en una liga infantil cuando tenía 8 años. Mientras otras madres se sentaban quietas sobre las gradas; Greenlee rugía de un lado a otro de la cancha, gritándole a los árbitros. "Siempre solía ubicarse frente al terreno, en cada partido", recuerda entre risas. Después de una breve incursión como apoyador, comenzó a jugar como receptor y no era inusual para él atrapar seis pases para anotación en un solo periodo. "Todos decían: 'Hombre, vas a ser alguien importante'", afirma Hopkins.

DeAndre comenzó a preguntarse si esas personas tenían razón y él podría utilizar esas enormes manos para reescribir la historia de su familia. Marcus, su hermano mayor, recuerda una noche en la cual su madre apagó el televisor y los dos jovencitos se fueron a su habitación, para permanecer en silencio durante varios minutos. Súbitamente, según recuerda, DeAndre saltó y empezó a hablar. "Decía: 'Hombre, imagínate eso... un balón de futbol te puede llevar bastante lejos'".

Marcus cuenta que le preguntó a su hermano qué quería decir con esa frase. "Él respondió: 'Sólo tienes que atraparlo'".

El padre de Hopkins, Steve, murió en un accidente de tránsito cuando DeAndre era un bebé, y a los 23 años Greenlee enfrentaba sola la tarea de criar a sus hijos. "Estaba perdida y realmente, yo no sabía cómo cuidar a los niños". Benedict Evans for ESPN

Greenlee intentaba hacer acto de presencia en el ínterin de sus turnos de trabajo, aunque tenía problemas para mantenerse a flote. Ella apenas tenía 23 años cuando Steve falleció. "Estaba perdida y realmente, yo no sabía como cuidar a los niños", afirma. "Era difícil ganarme la vida porque siempre había dependido de los hombres". Antes de conocer al padre de Hopkins, a quien describe como amable y amoroso, ella había sostenido relaciones con varios hombres que abusaron de ella. "Cuando cumplí 15 años, ya había sido golpeada aproximadamente en cuatro ocasiones y me hospitalizaron una vez", indica. Luego del fallecimiento de Steve, volvió a involucrarse en relaciones en las cuales fue sometida a actos de violencia, encuentros que traumatizaron tanto a ella como a DeAndre. "Él vio los gritos y (escuchó) los ruidos detrás de la puerta que no se le permitía golpear o cruzar cuando era pequeño", indica.

Cuando Greenlee estaba cerca de cumplir 30 años, logró mayor independencia, incluso logró ahorrar suficiente dinero para mudar a su familia a una pequeña casa con una calzada que los chicos transformaron en cancha de baloncesto. No obstante, en lo que respecta a las relaciones sentimentales, recuerda Greenlee, seguía vinculándose con los hombres equivocados. Fue precisamente una de esas relaciones tóxicas la que casi le quitó la vida en la mañana del 20 de julio de 2002. Greenlee despertó y vio que su auto no estaba en casa; rápidamente dedujo que un hombre con quien ella estaba saliendo desde hace unos meses lo tomó prestado sin preguntar. Cuando ella se presentó en una dirección que había suministrado este sujeto, afirmándole que le devolvería el vehículo, él salió y comenzó a pedir disculpas. Fue en ese momento que una mujer (una extraña, quien era, presumiblemente, otra de sus novias) corrió con un balde lleno de blanqueador mezclado con lejía.

Los segundos posteriores están nublados en su recuerdo: el líquido corriendo por su piel. Ella cayó de espaldas al césped. "Y mientras estoy allí, lo primero que pienso es: '¿Por qué alguien habría de lanzar agua caliente a mi rostro?'", afirma. "Pero, unos segundos después, me di cuenta de que no se trataba de agua caliente, porque siento cómo, literalmente, la piel caía de mi rostro, mi cuello, pecho y espalda".

Ella sentía como si hubiera caído una cortina blanca sobre sus ojos. Su novio recogió su cuerpo maltratado, la metió dentro de un auto y la llevó a una estación de gasolina cercana. Después de captar la atención de un empleado de la gasolinera, quien gritó al darse cuenta de la sangre que corría por el auto, llevaron a Greenlee al depósito de la gasolinera y comenzaron a regar agua sobre su rostro. Greenlee estaba sentada frente a la regadera, pegada a la pared, mientras quedaba inconsciente y recobraba el sentido una y otra vez. Poco después, ella entendió que su novio la había dejado sola y se preguntó si la abandonaron a su suerte, para dejarla morir.


Hopkins se sienta en el pórtico de su casa natal en Clemson, Carolina del Sur. "No era un sitio apacible", afirma. Ciertas noches, DeAndre se colocaba sus tenis y corría varios kilómetros para escapar el ambiente.

CUANDO KESHA, HERMANA DE HOPKINS, contestó el teléfono fijo de la familia esa misma tarde, no tenía idea de a dónde había ido su madre. Le pasó el teléfono a su abuela, quien estalló en lágrimas al enterarse de que habían llevado a Greenlee a la sala de urgencias. Ella tomó a los niños (DeAndre estaba en Georgia, visitando a la familia de su padre) y los llevó en auto hasta el hospital. Kesha, quien tenía 14 años, ahora recuerda haber visto brevemente a su madre, mientras pasaba frente a ellos sobre una camilla. "Ella tiene un tono de piel bastante claro, pero todo el lado derecho de su rostro estaba ennegrecido", afirma.

Greenlee fue trasladada en ambulancia aérea hasta un centro especializado en quemaduras ubicado en Augusta, Georgia, donde ella permaneció en coma inducido, mientras los médicos injertaban piel proveniente de su pecho en el rostro. Mientras tanto, en Carolina del Norte, Hopkins y sus hermanos esperaban, con la incertidumbre de no saber cuándo su madre volvería a casa... o si podría regresar. "Fue difícil cuando no la tuvimos cerca de manera temporal", afirma Hopkins. "Realmente, no sabes cómo será el día siguiente, o qué vas a hacer... porque sientes que estás solo en el mundo, sin la presencia de tu padre o tu madre".

Finalmente, luego de varias semanas, Greenlee despertó. Al principio, le costaba hablar y su visión se había perdido; su rostro estaba aún manchado e hinchado, producto de varias cirugías. Volvió a casa mientras sus hijos habían salido con Hicks y esperó a su regreso. Cuando abrió la puerta para saludarles, Shanterria, la menor, se alejó producto del miedo, creyendo que había visto un fantasma. "Eso le rompió el corazón a Sabrina", recuerda Hicks.

DeAndre, quien tenía 10 años, sintió un temor similar. "Estaba en shock, porque una persona podía tener semejante aspecto", indica. "Fue realmente aterrador... y pensar que se trataba de mi mamá, que ella se vería de esa forma por el resto de su vida. Esperaba que todo fuera un sueño". Era demasiado joven para procesar el alcance emocional de lo que había sucedido, sintiendo mucho temor de preguntarle las cosas más simples que surgían en su mente. Se preguntaba si ella podría volver a verle jugar al fútbol americano.

Con la ayuda de sus familiares y amigos, Greenlee comenzó a retomar su vida anterior. Aprendió a desplazarse por la casa sin necesidad de un bastón, con sus manos acariciando las paredes como si tocara la piel de un animal; aprendió como efectuar labores simples del hogar con el fin de cuidar de sus hijos. No obstante, cuando éstos abordaban el autobús escolar todas las mañanas, dejándola sola, ella se encontraba en caída libre hacia una profunda oscuridad espiritual. Raramente salía de su habitación y sólo dejaba la casa para acudir a citas médicas, rindiéndose al alcohol para nublar sus pensamientos depresivos. "Hoy en día, estoy de vuelta y soy la única fuente de apoyo con la que cuentan mis hijos... ahora les he fallado".

"No siempre he sido la típica madre modelo y a pesar de ello, él me sigue respetando lo suficiente como para dejar que todos le vean entregarme el balón", afirma Greenlee. "Ese balón representa mucho más de lo que la gente podría llegar a entender". Benedict Evans for ESPN

Greenlee no podía volver a su empleo de manufactura en la planta de automóviles; por eso, tomó empleos como el de niñera para ganarse la vida. También vendió drogas. Hubo días en los cuales, según recuerda Kesha, ambas estaban sentadas en la mesa de comedor con bolsas de estupefacientes, esperando que los clientes tocaran su puerta. Greenlee dice que ella se dedicaba a ese negocio durante las noches. "Pensé que estaba haciendo lo que necesitaba hacer", afirma. "En retrospectiva, fue lo peor que pude haber hecho, cuando tienes niños que están intentando conciliar el sueño y despertarse por las mañanas para ir a la escuela... pero simplemente lo veía como una manera de ganar dinero".

Hopkins era apenas un niño, aunque ya tenía suficiente edad para entender que los visitantes que fluían por las puertas de la casa de su familia no pertenecían a su núcleo y la presencia de éstos le parecía inquietante. Hicks recuerda que, en ocasiones, buscaba a DeAndre después de sus prácticas deportivas y él le decía que no quería volver a casa. "No era un sitio apacible", afirma. En algunas noches de semana, a las 11 de la noche, DeAndre se colocaba sus zapatillas y corría varios kilómetros. No porque éste contase con una ética de trabajo sobrenatural en sus años de primaria o porque ansiaba sentir libertad. Simplemente, quería alejarse de todo lo que veía en su hogar.

El fútbol americano ayudó. Cuando Hopkins comenzaba su adolescencia, todos los habitantes de su modesto pueblo estaban conscientes de que él sería una estrella en el futuro y ellos llenaban el estadio cuando el equipo de DeAndre jugaba, llegando a verle desde las vías adyacentes si no había espacio en el césped. Después del accidente sufrido por Greenlee, ella trató de asistir a uno de esos partidos, envolviendo su rostro con vendas antes de salir de casa. Se arrepintió de inmediato. A pesar de que no podía ver a nadie, tenía la certeza de que todos iban a fijar sus miradas en ella, mientras susurraban rumores sobre lo que había ocurrido. (Su atacante, Savannah Grant, fue sentenciada a 20 años en prisión por cargos de agresión y actos violentos con intención de matar; su novio no fue imputado).

Después de sus intentos de salir, se escondió en su casa, negándose a salir durante varios días. "Sabía bien que él quería que yo fuera a la cancha, pero era bastante difícil", indica.

Hopkins le pidió regresar.

Ella le dijo que no.

Él siguió insistiendo.

“Pude afrontar mi invidencia y las cicatrices y el ridículo. Y creo que me dio el valor para, eventualmente, encontrarme conmigo misma.”

- Sabrina Greenlee

Finalmente, Greenlee aceptó y permitió que sus familiares le llevaran a uno de los partidos de su hijo. Tal como lo hacen hoy en día, sus hijos la rodearon y le dieron una exhaustiva narración del partido. Las imágenes de Hopkins logrando hazañas acrobáticas sobre la cancha acallaron sus temores. En vez de conjurar una imagen mental en la cual ella se veía como un monstruo, podía ver a la misma persona que su hijo veía cuando la buscaba en las tribunas después de completar una jugada asombrosa: una madre merecedora de su amor incondicional. "Pude afrontar mi invidencia y las cicatrices y el ridículo", expresa. "Y creo que me dio el valor para, eventualmente, encontrarme conmigo misma".

Todos los días, cuando ella daba nuevos pasos fuera de la seguridad de su hogar, sus límites se expandían ... y el mundo de su hijo cambió por completo. Cuando Hopkins cursaba la secundaria, sus habilidades ya habían llamado la atención de varias universidades. "Su nivel se encontraba entre lo mejor jamás visto en su región", indica el entrenador jefe de la Universidad Clemson Dabo Swinney, quien fungió como técnico de receptores de los Tigers antes de asumir las riendas del programa de la casa de estudios en el año 2008. "Uno no puede enseñarle a alguien a atrapar el balón como él puede hacerlo. Es un don conferido por Dios". A pesar de los insistentes esfuerzos de múltiples universidades, Hopkins decidió quedarse en casa y estudiar en Clemson. Él le afirmó a su madre que no se debía a la situación confrontada por ella, aunque todos sabían que estaba mintiendo. Cuando los Tigers jugaron en Death Valley, ella se sentó en la tribuna, temblando de emoción cada vez que el nombre de DeAndre vibraba por todo el estadio.

Después de un sólido inicio de su carrera en el fútbol americano colegial, Hopkins irrumpió durante su tercer año, sumando 1.405 yardas en recepción y 18 anotaciones. A pesar de que algunos scouts cuestionaron si su falta de velocidad en línea recta afectaría su posición en el draft, nunca estuvo en duda, según afirma DeAndre, que él dejaría la universidad para incursionar en la NFL cuando se presentara la oportunidad. "Necesitábamos poner comida sobre la mesa", indica. "Siempre supe que necesitaba cuidar a otras personas distintas a mí desde que era muy joven. Había gente que dependía de mí".

Un balón de fútbol americano te puede llevar muy lejos.

Cuando los Texans eligieron a Hopkins en el puesto 27 del draft 2013, él se encontraba esperando la famosa llamada telefónica en un restaurant de su población natal, rodeado por una ruidosa multitud conformada por familiares y amigos. Hopkins portaba una camisa blanca de vestir con tirantes; estaba demasiado nervioso y no podía probar sus platos favoritos. Una foto enmarcada de su padre estaba colocada sobre una mesa frente a él, ubicada en un lugar en el cual todos pudieran ver su rostro. Su madre, como siempre, estaba sentada a su lado.


La fundación de Greenlee pretende ayudar a los supervivientes de violencia al ofrecer cupones, terapia y hasta nuevos looks.

HACE TRES AÑOS, la NFL puso en marcha una iniciativa en la cual se le otorgaba permiso a los jugadores para usar botines personalizados con el fin de promover causas benéficas de su elección. Durante ese otoño, Hopkins vistió zapatillas de colores rosa y azul con la frase "End Abuse" ("Pongan fin al abuso") escrita en mayúsculas. Al lado de la suela, un artista pintó cuatro íconos pequeños que simbolizaban mujeres. Una de ellas tenía un color distinto al del resto, representando el hecho que una de cada cuatro mujeres han sido víctimas de violencia íntima por parte de sus parejas.

El año en el cual Hopkins fue elegido en el draft, Greenlee fundó una organización sin fines de lucro llamada SMOOOTH (Hablando mentalmente, abriendo y visibilizando oportunidades para la curación, por sus siglas en inglés) con el objetivo de prestar asistencia a sobrevivientes de la violencia doméstica. Su hijo ha trabajado discretamente con ella para apoyar a la causa, reuniéndose con las mujeres que han sido asesoradas por su madre, recaudando fondos para su organización y otras tantas, aparte de dictar charlas a estudiantes de secundaria en las cuales habla sobre su pasado. Si bien es difícil recordar los estremecedores sonidos que él solía escuchar a puerta cerrada cuando era niño, el proceso de dragarlos de su mente también puede ser paliativo, según indica. "Me ha ayudado a aprender mucho, sobre la vida, sobre la manera de tratar a una mujer", dice. "Me ha ayudado a convertirme en hombre".

Al igual que su hijo, a quien ella también considera un sobreviviente y lo afirma rápidamente, Greenlee alberga dolorosas memorias de su niñez: recuerdos de haber sido "esa chica de 15 años que soportó abusos, que se acostaba sobre el piso y pensaba que jamás iba a poder convertirse en alguien", según afirma. Cuando visita refugios de sobrevivientes del abuso, se reúne con mujeres que aún no han logrado desprenderse de esos sentimientos de ineptitud. Su fundación ha ayudado a decenas de sobrevivientes a hacer la transición a una nueva vida, con la ayuda de vales de consumo, asesoría psicológica e incluso, transformaciones de vestimenta y maquillaje. "Quiero decirles que... no tienen que permanecer allí", afirma Greenlee, quien aceptó en mayo pasado otorgar los derechos a un estudio cinematográfico que producirá una cinta sobre su vida. "Les ayudaré a salir de esto, solo tienen que escucharme. Sigan mi ejemplo. Les digo esto: Hay luz después de la oscuridad".

Actualmente, Greenlee divide su tiempo entre Carolina del Sur y Houston. Shanterria, quien asiste a un colegio universitario en Carolina del Norte, vuela hasta Texas para asistir a los partidos. Kesha reside en el mismo conjunto de apartamentos que su madre en Houston. Es receptora de un equipo femenino denominado el Houston Energy, viste el mismo número que su hermano menor, el 10, y tiene planes de fundar una liga para niñas.

Si bien es cierto que Kesha ayuda a su madre con las tareas de la casa, Greenlee en mayor medida puede arreglárselas por sí misma, camina dentro de su apartamento en Houston sin necesidad de un bastón y utiliza artefactos tecnológicos activados por comandos de voz, gracias a asistentes como Siri y Alexa. DeAndre describe el nexo que comparte con Greenlee como una amistad, al igual que una relación entre madre e hijo, explicando que no hay un tema que ambos no puedan abordar. "Probablemente, ella es una de las personas más divertidas que conozco", indica. "Sin duda, ella iluminará cualquier habitación donde entre".

Desde su ataque, Greenlee se ha sometido a más de 20 intervenciones quirúrgicas en sus ojos, incluyendo sendos trasplantes de córnea. Algunos de estos procedimientos fueron exitosos por breves periodos; no obstante, su visión desapareció por completo hace pocos años, por lo cual, ella no ha podido presenciar la mayor parte de la carrera de Hopkins en la NFL. Ese pensamiento ya no la hunde en el abatimiento existencial. "Todo se originó cuando tuve el valor (de asistir a uno de sus partidos) cuando él cursaba la secundaria", explica. "Le recuerdo decir: 'Sólo quiero que estés allí'. Por eso, si estoy allí, y estoy presente y viva... eso es, en definitiva, todo lo que él quiere. A él no le importa que yo no pueda ver".

Por eso, ella asiste a cada partido de los Texans como local, se sienta en el mismo lugar, haciendo su mejor esfuerzo para conjurar una imagen mental de DeAndre, con la ayuda de las palabras de sus hijas. Y él también visualiza a su madre. "Siempre la estoy imaginando, cada vez que hago una atrapada, su reacción", afirma. "Y en ocasiones, cuando dejo caer el balón, pienso: 'Demonios. Decepcioné a mi mamá'".

Siendo niño, él se afirmó a sí mismo que una atrapada era capaz de cambiar la fortuna de su familia; de hombre, ya ha cumplido esa promesa. Y si ocurre que su equipo está a punto de llegar a esa meta frente a la cual está sentada a su madre; él sabe bien que lo está esperando y que cada jugada que hace, le acerca un poco más hacia donde está ella.

Mina Kimes escribe para ESPN.

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