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Nikola Jokic y la párabola del gordo

Cuando jugamos, cuando hacemos deporte, todos tenemos un amigo gordo. O, en su defecto, somos el gordo. Y si gracias a la madre naturaleza aún no lo somos, estamos destinados a serlo, tarde o temprano, sin excepciones. El gordo no necesariamente es gordo por su contextura física; no se trata de tejido adiposo ni abdomen prominente, sino que es una cuestión de aceptación del caso y voluntad: el gordo no corre. Puede hacerlo bien o mal, pero no corre. El gordo se cansa, transpira, se mueve poco y por momentos se arrastra; una babosa que utiliza el entorno para cumplir sus propósitos. Juega despacio, se mueve con paso aletargado y ni siquiera confunde a su propia sombra. Tiene, por cuestiones obvias, una impureza de ralentización que lo define, un lunar que, según como se mire, embellece el rostro o lo termina de arruinar.

El profesionalismo nos ha permitido conocer algunos gordos célebres. La diferencia con el amateurismo es que, en un mundo de gordos, no es problema ser un gordo más. Pero en tierra de flacos, el gordo tiene que ser realmente bueno para no ser un elefante bailando con hormigas. Extraordinario quizás, para que no despierte sospechas. Y debe serlo a su manera, porque si él no corre, de alguna manera tienen que correr los demás. O tiene que correr la pelota. La cinética empujando a la estaticidad, el grito destronando el silencio reinante.

El gordo que juega bien siempre trae aparejada la empatía de la tribuna. Es una lentitud que el ser humano promedio siente propia y es casi circense, una revancha de los que tienen poco pero sin embargo logran mucho. Casi como un perro rengo que simula una carencia para luego echarse a correr a máxima velocidad. Quizás haya sido un poco de todo esto lo que me pasó al ver a Nikola Jokic hacer jueguitos con una pelota de fútbol con sus más de dos metros 10 de altura. Jokic no es gordo, pero hace deporte como si lo fuera. Como si escondiese una panza rebelde atrapada entre fajas tirantes. Desacelera con su cuerpo y acelera con sus pases. Dibuja ángulos imposibles en terrenos improbables; un tiranosaurius Rex haciendo equilibrio en puntas de pie, teatro para niños de todas las edades. Jokic es simbología pura de casuística anterior: puro talento en un envase que no debería contener un líquido así. Ese cuerpo, en definitiva, es una paradoja en sí mismo: ¿cómo puede hacer las cosas así sin caerse, sin trastabillarse, sin siquiera equivocarse?

Entonces pasó lo que debería haber pasado mucho antes. Me acerqué a la pantalla a una distancia casi ridícula y entendí que el truco es el espejismo. O el espejismo es el truco. La forma engañando al contenido, y el contenido escondiendo la forma. La simulación como esencia del talento. Jokic es el gordo que observa desde detrás del alambrado para sumarse cuando falta uno y transformarse en leyenda. El primo del amigo que llega para luego ser eje en cada charla por el resto de los días. ¿Te acordás como jugaba aquel que trajiste? La NBA es un terreno ya ideado, consumido, digerido y aceptado. En una tierra de liebres adiestradas se ha colado una tortuga inteligente, gigante, que contradice todos los manuales de la fisonomía humana, que la pasa y logra ventajas como ninguno.

¿Por qué siento empatía entonces por alguien como Jokic, que llega desde la otra punta del mundo hacia mi casa? ¿Qué es lo que me conmueve y arrastra? Quizás sea, a mis ojos, su imperfección la que lo hace perfecto. La sorpresa de traer consigo lo inesperado, de escapar sistemáticamente del libreto como el gordo que deja de ser el que trae la pelota para empezar a manejarla ante los ojos de gente más rápida, más entrenada, más habituada a esta clase de artes. Cuando eso pasa, la tribuna delira. Cuando eso ocurre, Jokic soy yo, soy ese y aquel otro más que se suma a la conversación. Jokic es hoy el más humano de los dioses del básquetbol. En el mundo de los gordos, en la tierra en la que vivimos y nos divertimos aquellos que ya peinamos algunas canas, hay un talento que representa a la tropa. Ni rápido, ni furioso. Ni ágil ni indomable.

Único. Y eso, en el mundo de hoy, ya es un triunfo en sí mismo.