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Kobe Bryant, la leyenda que vivirá por siempre

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La complicidad eterna de Kobe y Gianna (0:54)

Las imágenes del ex jugador de los Lakers junto a su hija, siempre sonriendo. (0:54)

«Querido básquetbol,

Desde el momento en el que empecé a ponerme los calcetines de jugar de mi padre, disparando mi imaginación con tiros ganadores en el Great Western Forum, supe que una cosa era verdad: me enamoré de ti.

Un amor muy profundo al que le entregué todo, desde mi mente y mi cuerpo hasta el alma y el espíritu. Siendo un niño de seis años, profundamente enamorado de ti, nunca vi el final del túnel, solo me veía a mí mismo corriendo para salir de uno. Y corrí, corrí hacia arriba y abajo de cada cancha, después de cada balón perdido, por ti.

Exigiste mi empuje, te di mi corazón, porque eso vino con mucho más. Atravesé el sudor y el dolor, no porque el desafío me llamase, sino porque TÚ me llamaste. Hice todo por TI, porque eso es lo que tú haces cuando alguien te hace sentir tan vivo como tú me has hecho sentir.

Concediste a un pequeño niño de seis años su sueño Laker, y siempre te amaré por ello. Pero no puedo amarte de manera tan obsesiva por mucho más tiempo. Esta temporada es lo último que tengo que dar.

Mi corazón puede atajar los golpes, mi mente puede lidiar con la dura rutina, pero mi cuerpo sabe que es tiempo de decir adiós. Y eso está bien. Estoy listo para dejarte ir.

Quiero que lo sepas para que ambos podamos saborear cada momento que dejamos juntos. Los buenos y los malos. Nos hemos dado todo lo que tenemos mutuamente.

Y los dos sabemos que no importa lo que haga después, siempre seré ese niño con los calcetines y cubos de basura en la esquina: “05 segundos en el reloj, balón en mis manos 5… 4… 3… 2… 1”

Siempre te amaré, Kobe».

- Kobe Bryant (carta de despedida del básquetbol)

Escribo estas líneas mientras intento, en vano, ocultar la profunda tristeza que me invade. Cuesta encontrar las palabras justas y mientras las busco reviso videos en YouTube para recuperar en mi memoria la trascendencia de semejante jugador. No hay disfrute en la búsqueda, sino que hay dolor: todas las imágenes recientes que encuentro tienen a Kobe Bryant esbozando una sonrisa. Se lo ve alegre, disfrutando en familia, con amigos. Ajeno a la mentalidad de hierro que lo caracterizó dentro de una cancha, que lo hizo el más feroz de los competidores de las últimas décadas. La noticia de alcance global estruja el alma, porque nadie merece despedirse así. Y mucho menos él. Los millones de fanáticos en el mundo lloran su partida, y son miles los periodistas de diferentes nacionalidades que repiten el alcance de la tragedia obligándonos a entender que esto es una realidad y no una pesadilla.

Pero cuesta comprenderlo. Y cómo.

Kobe Bryant murió a los 41 años de edad tras estrellarse su helicóptero en Calabasas, localidad del estado de California. En el terrible accidente, también falleció su hija Gianna, de sólo 13 años de edad.

Hoy es, sin dudas, uno de los días más tristes que recuerdo como analista de básquetbol. Es doloroso, horrible, porque se conjugan cuatro hechos que conectados despiertan un drama que trasciende cualquier actividad: juventud, muerte, idolatria y deporte. Con la sangre aún caliente, con el corazón en la mano, siento que son esta clase de acontecimientos absurdos, incomprensibles, son los que nos obligan a poner todas las cosas en perspectiva. A comprender la fragilidad de la existencia humana y a abrazar fuerte a quien tenemos al lado, porque nadie conoce el final del camino, que siempre llega sin aviso y sin preguntas.

Kobe se ha ido y ha dejado, como legado, una innumerable cantidad de cosas. No sólo ha sido uno de los más grandes jugadores que dio el básquetbol en toda su historia, sino que se ha erigido en un embajador deportivo mundial sin precedentes. El heredero natural de Michael Jordan, ha tenido todo lo que tiene que tener una estrella para ser recordada por los tiempos de los tiempos: fidelidad absoluta con su franquicia, competencia feroz plagada de triunfos en el plano NBA y FIBA, récords de todo tipo para enmarcar vitrinas en todos los lugares en los que pisó una cancha, y una caballerosidad deportiva pocas veces vista que lo ha llevado a trascender la actividad.

Más allá de su inmensa cantidad de logros, Kobe no fue un talento estadounidense más, sino que fue alguien que supo entender lo que pasaba más allá de sus fronteras. Haber seguido a su padre en Italia, siendo un niño, lo obligó a pensar diferente. Lo hizo conocer otras culturas y entender que el mundo es mucho más que lo que ocurre en su entorno inmediato. Su hermandad con el fútbol, su comprensión del jugador internacional, su respeto por el rival sin importar su origen ni su lengua fueron capacidades que lo hicieron aún más grande fuera de su hábitat natural.

Bryant será para siempre el número 8. Será para siempre el número 24. Será Kobe, Black Mamba, Mr. 81 y otros tantos nombres más. Será de Los Angeles Lakers, pero también será de las 29 franquicias restantes. Será de Estados Unidos, pero también de todos los países que lo enfrentaron. De propios y extraños. De jugadores, entrenadores, directivos y seguidores. De los que empiezan y los que terminan. De los que están y los que ya no están.

Cierro fuerte los ojos y ya no pienso en el accidente. Kobe es ahora, una vez más, el puño hecho fuego, la mandíbula rígida, los ojos de lince que celebran una tras otra anotaciones decisivas. Son los esfuerzos estériles de los Toronto Raptors intentando detener a una llamarada púrpura y oro lista para diseñar una noche inigualable en un Staples Center colmado. Es Shaquille O'Neal abrazándolo como a un hermano menor para esquivar las diferencias rumbo a un nuevo campeonato, es Phil Jackson bendiciéndolo con el dedo para nombrarlo, sin hablar, como el heredero absoluto de su Majestad. Son sus lágrimas de redención ocho meses después de lesionarse el tendón de Aquiles en el epílogo de su carrera. Son sus saltos acrobáticos y sus volcadas memorables, a una mano, a dos manos, de frente, de reversa. La emoción hecha jugador, la competitividad enfermiza, la necesidad de ser, de una vez y para siempre, el encargado de cortar el cable que desactiva la bomba en la ciudad de Los Ángeles.

Queda una sola jugada más, que será definitiva. Bryant avanza con la pelota en su poder. Restan pocos segundos y ahí va, con el número 24 en sus espaldas, con miles de ojos persiguiéndolo de cerca. Es una figura luminosa en un pleno de grises. Sus pupilas dilatadas, el mentón levantado, la yema de sus dedos que acarician el balón como un padre acompañando a su hijo a cruzar la calle por primera vez. Hace un dribbling, dos, y se pone de espaldas al oponente. Empuja con la cadera a su defensor para sentir el contacto, amaga hacia la izquierda, a la derecha, y observa el reloj antes de ejecutar la obra que ha repetido infinita cantidad de veces. Ya queda poco. Casi nada. Los segundos se transforman en milésimas. Es un esfuerzo más. La gota de transpiración cae sobre la camiseta. Kobe, entonces, se echa hacia atrás y ejecuta el lanzamiento. El tiempo se detiene y las imágenes se agolpan a la velocidad de la luz, una tras otra. La leyenda, entonces, destrona al jugador. Su figura se eleva más alto que nunca.

Y Los Angeles, en el cielo y en la tierra, lo cobijan para siempre.