LOS ÁNGELES -- Sus videos duelen, estrujan, hieren, lagriman. Otrora, habrían despertado indignación, sorna, memes, y alebrestado a la rapiña de los fiscales de los sepulcros blanqueados, que lo habría ajusticiado inclementemente.
Pero, hoy no, hoy ver a Carlos 'Gullit' Peña en esos videos deja claro que es un grito de auxilio que nadie quiere escuchar. Está solo, abandonado. Se tambalea su cuerpo, su salud, su mente... su vida.
Es un paria, pero no por decisión propia, estrictamente, sino que es el náufrago en una enfermedad que él no acepta. Y que El Gullit decide claudicar, porque, para él, el alcoholismo es la mejor forma de escapar del alcoholismo. Morir matándose, matar muriéndose.
Uno creía que no regresaría a México después del Mundial de Brasil. Era fácil imaginarlo con el visado a Europa. Tenía todas las condiciones. Un futbolista de recorridos largos, de astucia e inteligencia, de remate fácil, y a veces billarista en balones a profundidad. Alto, fuerte, tosco.
Y algo que parecía escapar a la vista de todos: él era feliz en la cancha; él era feliz con el balón, y él se deleitaba deleitando. Era Adán en El Paraíso, sin entender que debía cohabitar con las tentaciones de la serpiente y la manzana. Ahí, sucumbió.
Pieza clave de ese medio campo del León. Al lado de Luis Montes y Gallito Vázquez, sumó un Bicampeonato. Carlos Gullit Peña era el guardaespaldas para ambos; el eslabón entre ambos; el complemento de ambos.
Ciertamente, para entonces, ya había sido victimizado por las sirenas y las arpías que acechan al futbolista: largas noches y cortos descansos; largos vasos y cortas faldas. Pero, por entonces, parecía tener todo bajo control, en un equilibrio peligroso. El código de los Tres Mosqueteros: Athos y Portos no abandonan a Aramís.
Una desgracia lo marca. Mayo 31 de 2014. México vs. Ecuador, ya en la ruta final hacia el Mundial de Brasil. Luis Montes disputa un balón con Segundo Castillo. Crujido, dantesco y estridente. Fractura de tibia y peroné del Chapito. Conmoción en el vestidor. Desde ese día, El Gullit perdió la felicidad en la cancha y la buscó desesperadamente en las tabernas.
Miguel Herrera, un especialista en milagros mentales y espirituales, se enteró del problema creciente. Pero El Piojo estaba seguro de rescatar al Gullit. “A ningún otro futbolista le he dedicado tanto tiempo, tanta cercanía, tantas ganas de ayudarlo como a él”. Fue inútil.
Carlos Peña ya había decidido sobrevivir en el callejón más oscuro del hedonismo. Un sibarita que huyó del futbol, para alquilar fortalezas, breves y frágiles, con mujeres en alquiler. Abandonó todo: futbol, familia, amigos, esperanza.
En confidencia, Miguel Herrera lamentaba su propia impotencia para rescatarlo. Y hasta suelta una reflexión. “Si ante Holanda (Países Bajos) lo hubiera tenido a él, enterito, para que entrara de cambio (por Giovani dos Santos, en lugar de Javier Aquino)”, México habría llegado al Quinto Partido.
Al tiempo, Luis Montes regresaría a las canchas. Más allá de desdeñar a la Selección Mexicana en esta era de Gerardo Martino, el Chapito sigue dejando el sello de su gran talento. Gullit Peña ha seguido en el mundo aberrante del luto festivo, por aquella postal perversa en el estadio de los Vaqueros de Dallas, aquel 31 de mayo de 2014.
Después siguió una ruta calamitosa. León lo vende por lo que fue, sin revelar lo que ya para entonces era. Guadalajara lo firma. En Chivas, Matías Almeyda logró irrumpir en esas catacumbas podridas de depresión y vicio. Logró despertarlo un partido sí y otro no. El técnico argentino entendía perfectamente ese proceso degenerativo de automartirizarse. Al final, El Pelado claudicó.
El Gullit regresó a León, y después Pedro Caixinha creyó rescatarlo con el Rangers de Escocia. Siguió el cuesta abajo: Cruz Azul, Necaxa, GKS Tychy, Correcaminos, FAS y Antigua. Con los Futbolistas Asociados Santanecos pareció haberse rehabilitado totalmente. Fue figura en el título conseguido en el campeonato de El Salvador.
Sin embargo, después de Guatemala, se quedó sin equipo, tras una campaña regular con Antigua. A los 32 años, las puertas de los clubes se le han cerrado, pero se han abierto las de bares y las del abuso de personas con mala sangre, que graban videos y los exhiben, en sus horas más bajas, en sus condiciones más deplorables.
Buen ser humano, tipo noble, sin malicia desenfrenada, ha visto cómo se han extendido docenas de manos queriendo ayudarlo desde hace años. Samaritanos han sobrado. Pero El Gullit ya no busca quién lo ayude, sino quién sea su cómplice en una larga, silenciosa, desesperada, demencial y cruenta carrera a su propia aniquilación.
Un hombre que vivió en los socavones tormentosos del vicio, fue su mejor sustentáculo, su mejor apoyo. El ex campeón mundial Julio César Chávez lo tomó bajo su égida, lo cubrió con las alas de sus propias y terribles experiencias. El Gullit abandonó temporalmente ese proceso de autodestrucción. Pero las tentaciones volvieron y recayó.
Así como en su época dorada sus goles y sus acciones en la cancha se volvían virales, hoy ese par de videos que reptan en el morbo desenfrenado de las redes sociales se han vuelto virales.
Y ambos evidencian lo más grave de todo; Gullit Peña está solo, abandonado, desamparado, por todos, pero, principalmente, por él mismo.
Ha asumido, equivocadamente, que la inconsciencia del alcoholismo es la forma más eficiente para no estar consciente de su alcoholismo. Elige la anestesia de la penitencia, como forma de anestesiar el pecado.
Pudo ser todo un Gullit-ver del futbol, pero lo han sometido los enanos malditos que extorsionan y encadenan que viven emboscando al futbolista.
George Best, tal vez junto con el salvadoreño Mágico González, los futbolistas más notables exterminados como atletas sublimes por el alcohol, decía que “cada vez que entro en un sitio hay 60 personas que quieren invitarme a beber... y yo no sé decir que no”.
Ésos, los 60 de Best, del Mágico o del Gullit, ésos, son tan o más culpables que ellos mismos.