MÉXICO -- "¿Te da miedo la velocidad?", me preguntó Chelito Delgado mientras presionaba el acelerador de su BMW sobre el periférico de la Ciudad de México, mientras íbamos rumbo a una sesión fotográfica para el diario RÉCORD, donde entonces era reportero.
En ese momento cubría la actualidad del Cruz Azul, por lo que tenía una enorme relación con César, el ídolo de La Máquina y me atrevo a decir que el mejor extranjero (incluso por encima del Chaco) que ha tenido este club en los últimos diez años. Al menos el más querido.
El Chelito era un jugador que te volvía loco por su velocidad en la banda; era lo que más le gustaba en la cancha, correr, más allá de marcar, lo que le disfrutaba era desbordar por la banda, recortar, y volver a acelerar.
Esa cualidad le venía de su 'verdadero vocación'. El Chelito fue futbolista porque le gustaba, pero su sueño de niño, e incluso ya como jugador consagrado, era otro. "Anda, decime, ¿te da miedo la velocidad?", me volvió a cuestionar César, mientras escuchábamos cumbia argentina a todo volumen. No entendía muy bien el motivo de su pregunta, en Periférico a las cuatro de la tarde es imposible ir a más de 40 kilómetros por hora por el tránsito, así que era imposible que hiciera rugir su motor para darme un susto, pero le contesté tajantemente que no temía a eso.
"A mí tampoco", me respondió, "es más, lo que más me gustaría es ser colectivero. Tener un micro, escuchar música todo el día y estar manejando". La respuesta sonaba a broma, pero su gesto era de nostalgia, de algo que se desea, que pese a aparentemente tener aparentemente todo, no llega. Con el tiempo entendí que más allá del futbol, su verdadero deseo era tener un camión.
Su segunda pasión era Rosario Central, ser un 'canalla', apoyar y seguir al equipo que lo vio nacer como futbolista y se volvió el club de sus amores.
Este sábado se anuncia que César regresa a casa, a alguna casa de las tantas que ha tenido (en el DF se movía como pez en el agua y en Monterrey encontró una enorme paz), y no puedo más que sentir nostalgia y recordar dos momentos, que describen lo grande que es como persona.
El primero, en la cancha. Sobre su gol ante Jaguares en 2005, donde desde media cancha picó y se quitó tres defensas y al arquero, o cualquiera de sus regates (en alguno de estos se atrevió a llevarse las manos por encima de los ojos para buscar al rival que había recortado), me quedo con una caída que tuvo en el área ante Necaxa.
Era marzo del 2006, y el cumpleaños de su hija Dulcinea (el amor de su vida). Cruz Azul recibía al Necaxa; en el segundo tiempo, cuando La Máquina ganaba 1-0 con gol del Chelito, César entró al área rival, chocó con el arquero Iván Vázquez, y cayó. El árbitro, Hugo León, marcó penalti. El delantero se acercó al silbante y tras una breve charla y un estrechón de manos, se cambió la decisión: el penal no había existido.
"Le expliqué al juez que me tropecé", dijo Delgado tras el duelo. Al final, Cruz Azul ganó 3-1, con dos tantos del argentino, uno dedicado a su pequeña y otro a su compañero Luciano Figueroa, que se recuperaba de una lesión.
La segunda, más que una anécdota fue un consejo, una frase que me marcó. En un partido ante el Atlante donde lo cocieron patadas (una defensa con Oteo, Hernández Lash, Falcón y Mendoza no podía pararlo de otra forma), el jugador se transformó y de ser un ente tranquilo en la cancha ( aveces demasiado para algunos), empezó a reclamar, manoteó, se encaró con el árbitro para mostrarle los golpes recibidos, y después, hizo lo que mejor sabía: le marcó dos goles a los Potros para derrotarlos.
Tras el duelo, toda la prensa esperaba que Delgado explotara contra la zaga rival. Nada más lejano a eso: "No me importa que me peguen, mientras no sea con mala leche", dijo serio el Chelito, y no habló más del tema, por más que tratamos que su calentura en la cancha nos diera una declaración que encabezara los periódicos al día siguiente.
Al concluir la rueda, me acerque, y le pregunté a César si todo lo que había dicho era realmente lo que sentía, si se podía ser tan frío. Me cerró el ojo, y me dijo al oído, como niño travieso: "nunca hables mal de alguien". Enorme consejo.
César deja México, tal vez para siempre, no es de los que busquen hacer más adelante una carrera como técnico o directivo, al menos no me lo parece. Deseo que en Rosario, en su hogar, en algún momento se monte en un colectivo, ponga su música y acelere, acelere tanto como aquel día en periférico deseaba hacerlo, que disfrute ese momento tanto como muchos lo hicimos al verlo, y sobre todo conocerlo.