SEVILLA -- La euforia desmedida entre los jugadores y aficionados del Valencia en el Benito Villamarín contrastó, y de qué manera, con el desespero del derrotado Barcelona. Hace un mes esperaba esta final como antesala al asalto de la Champions en el Wanda y este 25 de mayo se despidió, incapaz de mostrar su personalidad, de la temporada con una derrota, otra, dolorosa. Tanto como la de Liverpool pero, más aún, con sabor a final de una era.
El Barça quiso pero no pudo. Fue una sombra desde que a los cinco minutos Lenglet le regaló un balón de gol que no supo aprovechar Rodrigo y a partir del que mostró unas carencias futbolísticas impropias de un equipo llamado a reinar en Europa, que ganó la Liga por aclamación y sin rival que quisiera pelearle y en el momento de la verdad se vino abajo.
Se cayó como un castillo de naipes empujado por el golpe de viento, huracanado, que fue ese Valencia empujado por la ilusión y, a la vez, consciente de estar en puertas de una ocasión histórica. Ganó el Valencia y se enterró el Barça, de una manera impropia a su historial reciente.
Justo en el séptimo aniversario de la despedida de Guardiola, un 25 de mayo, el Barça de Valverde, de Messi, Piqué y Busquets, dio la sensación de estar al final de un camino. Nunca fue un equipo dado a los milagros que abrazó en momentos concretos con Iniesta en Stamford Bridge o Sergi Roberto volando sobre el PSG… Porque siempre lo fue a través del futbol. No de la rabia.
El Barça, guste o no, no tiene rabia. Tiene, o debería tener, futbol. Y sin futbol, en el Barça no hay paraíso. Entregó hasta la última gota de sudor buscando una remontada imposible y rozó el empate que no llegó.
Se acabó. Lloró su derrota y se marchó pensando en qué deberá cambiar. Porque, desde luego, algo habrá que cambiar.