BUENOS AIRES -- Tevez no fue tan precavido como muchos de sus colegas y olvidó taparse la boca. Por lo tanto, el insulto se leyó nítidamente en una de las tomas de la transmisión televisiva.
¿Delfino era consciente de la exposición a la que lo sometía la televisión y por eso adoptó la drástica medida de expulsar al diez que desató la ira de la tribuna? Nunca lo sabremos.
En cualquier caso, hizo lo correcto. Los usos y costumbres indican que muchos jueces son más permisivos con las camisetas pesadas y con los nombres fulgurantes.
Delfino no parece de ese palo, pero, en caso de haberse hecho el distraído por la notoriedad del infractor, la cámara lo habría puesto en un grave aprieto. Se sabe que el exceso de Tevez no fue una excepción.
Los futbolistas y los árbitros, en esos corrillos que se producen tan a menudo, intercambian palabra duras. Al parecer, cierto referís no son tan rígidos con el trato áspero de los atletas porque ellos mismo acuden cada tanto a la puteada.
A todos los protege el secreto garantizado por los benditos códigos. El que rompió con estos hábitos fue Javier Castrilli, que contestaba con una tarjeta roja cualquier abuso de confianza o ataque a su autoridad.
Al comienzo, los jugadores estaban perplejos, luego se acostumbraron. El derrotero posterior de Castrilli demostró que la justicia y el trato democrático le importaban menos que el poder aleccionador que, según su parecer, tenía el castigo simbolizado en su afilado acrílico.
Así y todo, sentó un precedente valioso: hizo que clubes poderosos y clubes modestos respetaran el reglamento por igual. O al menos lo intentó. Ahora que la tecnología nos permite ver y escuchar todo, quizá no haga falta ningún héroe solitario para airear el ambiente. La imagen de Tevez en plena descarga de su bronca contra Delfino es una buena demostración.
A menudo se reclama la intervención de los recursos técnicos para evitar fallos injustos en acciones decisivas que suelen escapar a la mirada del árbitro y que podrían corroborarse en un video. Muy razonable. Pero los mismos dispositivos servirían para derribar el pacto de silencio y que el público acceda a lo que se dice en el campo de juego. No pedimos que cada jugador porte un micrófono.
Pero el que lleva el árbitro para comunicarse con sus asistentes, bien podría permanecer abierto, como sucede en el rugby. Así los encargados de aplicar la reglamentación difundirían in situ los fundamentos de sus decisiones y el público además se enteraría de qué clase de relación les propone a los jugadores. No estaría mal que la excepción de una cámara indiscreta se convirtiera en una costumbre al servicio de la transparencia.