Luka Modric no mete goles a granel. Tampoco brota magia de sus pies. No va por la vida pegando saltos a lo loco, ni necesita hacer alarde de su presencia. Es discreto en su liderazgo; sutil en su importancia. Las cámaras lo enfoca poco y suele pasar a segundo plano ante los goles espectaculares.
Su ausencia, en cambio, se nota y se sufre siempre. Más en Croacia; donde manda por mérito y por la jerarquía que corresponde a un hombre que ha cargado con la selección en los hombros desde hace una década.
Siendo un frágil adolescente ya se le vaticinaba cierta grandeza. Tenía 17 años cuando fue designado mejor jugador de la Liga Bosnia; 18 cuando le impusieron la responsabilidad como “esperanza de Croacia”.
Tuvo que esperar más de 15 años para cumplir esa promesa. Hoy, a los 33 años, recibe el mayor reconocimiento en el mundo del futbol. El Balón de Oro – el más importante de la década al romper con la hegemonía de las máximas figuras del futbol, Cristiano Ronaldo y Lionel Messi.
Se lo adjudicó después de cerrar el mejor año de su carrera en cuanto a títulos. Una temporada 2017-18 en la que conquistó con el Real Madrid la Supercopa de Europa, el Mundial de Clubes, su tercer título de Champions League consecutivo antes de partir rumbo a Rusia para llevar a la selección a una histórica final en la Copa del Mundo.
Después de haber empezado la temporada antes que nadie y terminarla después que el resto, pues apenas tuvo un par de días de descanso tras disputar la final en Kiev antes de reportarse a la concentración croata.
Modric lo jugó casi todo. Disputó 43 partidos con el Real Madrid a lo largo de la campaña. Contribuyó a la cuenta con dos tantos y ocho asistencias. La paliza no acabó ahí. En Rusia disputó seis partidos (de siete) completos. Tres con tiempos extra incluidos. En el otro, el último partido de la fase de grupos ante Islandia, estuvo 65 minutos en la cancha. Su gran torneo le valió el premio al jugador más valioso del Mundial.
Su difícil infancia ha sido explorada hasta la saciedad aunque a él no le gusta hablar de su doloroso pasado. Su nacimiento en un país que ya no existe; los años duros en un albergue en Zadar durante la última guerra del siglo XX. Años obscuros que influyeron en aspecto casi enclenque y que resultó en el rechazo de grandes clubes. Al principio.
Fue ir a Mostar (cedido por el Dinamo de Zagreb) y explotar. Ya en la capital croata se convirtió rápidamente en pieza clave del club y tras una gran Eurocopa 2008, salió rumbo a Inglaterra a comerse el mundo.
En Londres le pasó de nuevo. Se veía demasiado pequeño (mide 1.72m) y frágil, por su delgadez. Y no le ayudó un primer año plagado de lesiones. Pero cinco años después, se marchó forzadamente después de llevar al Tottenham a la Champions League por primera ocasión y ser nombrado mejor jugador del club.
Madrid lo recibió igual o peor en 2012. Llegó a un equipo en plena decadencia, en las últimas horas de Kaká. Y de Mourinho. ¿Qué pintaba aquí un mediocampista pequeñito que venía a competir con Mezut Özil? Tardó meses en adaptarse hasta que se volvió imprescindible. Lo agradeció, sobre todo, Xabi Alonso, que necesitaba ayuda como al agua, y más el alemán que encontró socio y pudo cerrar su etapa como merengue con diez goles y 24 asistencias. Su mejor registro en los tres años que vistió la camiseta blanca.
Después de ellos, todo aquel que ha pasado por el Real Madrid. Desde la cancha hasta el banquillo.
Luka Modric no llega a las 3,000 abdominales al día. No pada de 1.72 m. Rara vez pega un grito. Fuera de la cancha, desde luego, jamás. Él va a lo suyo. A dar cátedra, en silencio. Aunque se le reconozca tarde.