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Drama y gloria en dos minutos: a 15 años del increíble resurgimiento de Corrales ante Castillo

Diego Corrales había caído dos veces, pero resurgió de las cenizas para noquear a José Luis Castillo el 7 de mayo de 2005.

Todavía hoy, cuando ya se cumplen 15 años de aquella pelea, las imágenes golpean fuerte y el corazón late más rápido. Y no es para menos, ya que fue, aquella, una de las más memorables y espectaculares definiciones, pieza única en la división de los ligeros.

Por un lado, el mexicano José Luis Castillo, “El Temible” de 31 años, nacido en Empalme, Sonora, campeón ligero del WBC, con una campaña de 52 ganadas (46 antes del límite), 6 derrotas y un empate. En abril de 2002 enfrentó por primera vez a Floyd Mayweather e hizo una pelea tan grande, que a pesar de la derrota por puntos, fuimos muchos los que pensamos que merecía ser el ganador. De hecho, Harold Lederman, comentarista de HBO, terminó con un 115-111 para el mexicano.

Enfrente iba a estar Diego “Chico” Corrales, 27 años, de Sacramento, California, efectuando la primera defensa de su corona WBO, que le había arrebatado por nocaut a Popó Freitas en gran actuación, tras provocarle tres caídas. Con una campaña de 39 victorias, 32 antes del límite y 2 derrotas, Corrales, era al igual que su rival garantía de espectáculo.

Garantía más que asegurada.

Aquella noche del Mandalay Bay, en el semifondo –si es que se lo puede considerar de semejante manera-, Juan Manuel Márquez retuvo su título de super campeón pluma WBA y FIB ante Víctor Polo, por puntos.

Claro que todo quedaría con el tiempo reducido a los dos minutos más salvajes de los últimos años y dignos de estar ya en la antología de los grandes asaltos en las grandes peleas.

Pelea que, cuando terminó el noveno asalto, no solamente era de alto nivel dramático (Corrales estaba seriamente dañado en los ojos y pómulos) sino también de un futuro incierto, al menos en las tarjetas, porque Lou Moret lo tenía arriba a Corrales por 87-84 y Daniel Van de Wiele por 86-85, mientras que para Paul Smith ganaba Castillo por 87-84.

Faltaban tres asaltos, pero nada es seguro en la vida y tampoco en el boxeo.

Difícil imaginar una definición tan dramática, con acciones tan cambiantes. Ni siquiera en un encuentro con dos guerreros ambiciosos y enardecidos.

La campana llamó al décimo round.

Fue Castillo quien levantó a los espectadores de sus asientos al mismo tiempo que caía Corrales, cuando lo conectó con una izquierda ascendente, casi un gancho, que derribó al rival. Visto hoy, quizás quede la duda de cuan dañado estaba el hombre, porque supo aguantar la cuenta de Tony Weeks, tras haber arrojado el protector bucal.

Así que, cuando se levantó, tuvo que ir a su esquina para que se lo repusieran (Joe Goosen hasta tuvo tiempo de dar alguna instrucción) y siguiera la pelea. Cebado por la caída, Castillo buscó la definición de una buena vez y volvió al ataque, para conectar nuevamente una izquierda a la cabeza.

Cayó Corrales y volvió a arrojar el protector y hasta esperar la cuenta hasta los nueve. Esta vez, en su esquina tardaron unos cuantos segundos de más para subir y reponer la pieza: segundos de oro, (el descuento de un punto de Weeks pareció, apenas, un gesto en medio de semejante drama) mientras el estadio se convertía en un volcán en plena erupción: el final parecía cerca, era cuestión de un poco más de tiempo.

Efectivamente, el final estaba cerca.

Pero cuando todo indicaba que Chico, al borde del precipicio, caería sin remedio, apareció su derecha corta al mentón. Castillo quedó congelado por una fracción de segundos y hoy, quince años después, se nota que esa mano hizo más daño que las le había conectado al rival.

Lo que Corrales pudo controlar medianamente, en momento de altísimo riesgo, no le sirvió al mexicano, porque quedó conmocionado, expuesto y sin defensa. Demasiadas ventajas para estar frente a un hombre como Corrales, quien luego lo sometió a un despiadado castigo –la andanada final fue de siete golpes netos- hasta que el árbitro detuvo la pelea, a los dos minutos y seis segundos.

Explosión. Un infierno en el ring y fuera de él. Agonía y éxtasis. Delirio y admiración. ¿Cuántas palabras se pueden acumular, casi inútiles, ante semejante situación?

Aquella pelea está hoy en los anales de la historia como una de las más grandes definiciones agónicas, cuando un boxeador parece irremediablemente perdido y encuentra la milagrosa puerta del éxito. Hubo revancha, es cierto, y el 8 de octubre de 2005 Castillo se tomó desquite y noqueó a Corrales en el cuarto asalto.

Pero el Destino le tenía preparada una carta perdedora a Corrales.

Y fue dos años más tarde, exactamente, un 7 de mayo –la misma fecha de aquella victoria extraordinaria-, cuando Chico sufrió un tremendo accidente a bordo de su moto, que le costó su joven vida de 29 años.

Y al momento de evocar datos y circunstancias, la noticia de aquella muerte que golpea, que resulta absurda e incomprensible, se junta con la otra noche, aquella en que el Mandalay y el mundo del boxeo estuvieron a los pies de Chico Corrales.

La noche del infierno, cuando Chico fue el dueño del mundo, cuando la foto de sus brazos alzados será, para siempre, el símbolo del Honor, la Gloria, la Agonía y el Éxtasis que solamente pueden saborear los grandes guerreros.