Son tres segundos que conformarán, desde este momento y para siempre, una puerta del tiempo. Tres segundos que son bucle eterno, repetición sostenida de un instante perfecto. La punta del ovillo encuentra libertad, y el camino, enigmático e impredecible, recibe el primer trazo. Los puntos de una carrera onírica, desde ahora, empezarán a unirse uno por uno. Todos los gritos posibles confluyen en un único grito: los frustrados, los contenidos y los anhelados quedan atrás para darle lugar al alarido de la concreción.
La leyenda carretea para iniciar su despegue hacia la eternidad. Y con la pista despejada, ya no habrá retorno posible.
Michael Jordan, ahora, intenta quitarse de encima la marca de Craig Ehlo. Larry Nance, en el cambio de bloqueo, repiquetea hacia los costados y su cadera pierde equilibrio. Extiende sus brazos, pero sabe que se trata de un imposible: es un cazador entrado en años intentando atrapar un lince a campo abierto. Jordan utiliza las diagonales y es un alfil en un ajedrez en movimiento, pero se mueve a tal velocidad que rompe reglas imaginarias. Va primero para un lado, luego para el otro y confunde a la defensa y al relator también. Lenny Wilkens, en cuclillas, descansa su cráneo sobre el mentón: el pensador de Rodin observando el comienzo de una gesta memorable.
Ahora pasa todo a la velocidad de la luz. Jordan, sin embargo, comprende todo lo que está en juego. Sabe que aún no ha ganado nada y se pregunta a si mismo si tiene lo necesario para hacerlo. En un trabajo de introspección, se cuestiona con argumentos sólidos: "Si en el cuarto juego de la serie entre Bulls y Cavaliers fallé el tiro libre decisivo que le costó el triunfo a mi equipo, ¿por qué esta noche tiene que ser diferente?" Y entonces, recuerda la depresión absoluta que sintió al caer en el abismo de la derrota. Y combina esas ganas de no volver a ese lugar con los pronósticos negativos de la prensa: Lacy Banks de Sun-Times, Cavaliers en tres. Kent McDill de Daily Herald, Cavaliers en cuatro. Y Sam Smith, de Chicago Tribune, Cavaliers en cinco.
"Nos encargamos de tí, nos encargamos de tí y hoy nos encargaremos de tí también", dijo Jordan en la previa del partido, apuntando con su dedo índice a los tres periodistas habituados a seguir el paso de los Bulls.
Jordan entendió, por primera vez, que sus ganas de ganar eran más fuertes que cualquier situación de riesgo que se ponga enfrente. Ningún deportista en la historia disfrutó tanto la adrenalina de los últimos segundos como MJ, incluyendo esta primera versión virgen de títulos y triunfos. La tensión y el drama fueron su hábitat predilecto: cada vez que olió sangre, Jordan mordió con ferocidad.
Jordan, ahora, recibe el balón con la marca de Ehlo encima. El pobre de Craig no sabe que luego de esta noche, su figura ilustrará la pared de los dormitorios de muchos jóvenes a lo largo y a lo ancho del mundo. Jordan, con su mano menos hábil, hace un dribbling, dos, y cada uno de los piques acompañan la muerte de los segundos en el reloj. A la altura del tiro libre, Mike decide que las cosas, a partir de esta noche, se harán a su manera: ejecuta un salto acrobático y cuando parece quedarse sin energías, desafía en el aire las leyes de la física: sube, pero en vez de caer se suspende, como si levitara en un trono imaginario. Como si una burbuja le abrazara las rodillas para darle una segunda oportunidad, un tintero y una pluma para reescribir un destino trágico ya juzgado. Y en ese suspiro disfrazado de brinco, Jordan abraza la belleza del juego: desvía la trayectoria del lanzamiento y con la mirada acompaña el balón despegado de la yema de sus dedos, como un padre que ve a su hijo cruzar la calle por primera vez. La red se infla y la obra de arte, entonces, está consumada.
Jordan, energía pura, festeja su transformación de oruga en mariposa. Ha muerto la promesa para darle lugar a la realidad. Su salto acrobático, su golpe a las puertas del cielo con su mano derecha extendida, y su alarido de desahogo, contrastan con la rigidez y el silencio absoluto que reina en la ciudad de Cleveland. Ehlo, villano inesperado, se desparrama sobre el parquet del Richfield Coliseum para que el guión encuentre su punto perfecto de drama. Juntos, víctima y victimario, conforman la versión deportiva de la balsa de la medusa de Gericault: la esperanza de lo que es y será, en contraposición con la desolación de la ilusión extinguida.
El tiro perfecto, sueño de los grandes maestros del juego, se hace realidad. Así comienza, entonces, el más fantástico camino que alguna vez transitó un jugador de básquetbol.
A partir de este momento, la NBA, unida en una causa deportiva grupal, se puso una única meta por delante: detener a Michael Jordan.
Y los esfuerzos por conseguirlo fueron, hasta el último día de carrera de MJ, solo una bella utopía.