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Boris Diaw: El gordo, el flaco y el genio

El excéntrico ala-pivote francés es una de las cartas más valoradas de Popovich en San Antonio Getty Images

Es gordo. Es flaco. Juega como un chico. Juega como un grande. Es lento. Es rápido. Es pesado. Es atlético. Excéntrico y tradicional. Audaz y reservado. Una mezcla de sabores absurdos componen la receta perfecta. Boris Diaw es un hombre dentro de muchos hombres. Francés por naturaleza, adopción y enamoramiento, es el viento que sopla desde diferentes ángulos y mueve las ramas chicas, medianas y grandes de un equipo casi perfecto.

Gregg Popovich lo reconoce como el caos que permite el orden. El jugador más carismático, inteligente y dotado técnicamente que ha dado el básquetbol en muchísimo tiempo. El corazón de la estructura que nadie ve. Diaw juega como una Mamushka humana, en una transformación constante de pequeñez y gigantez según lo que dictamine el entorno que lo rodea. El cuerpo de Diaw sugiere una cosa pero produce otra. El guión, la estructura, no condice jamás con la realización. "La gente no sabe lo atlético que es", dice el director de scouting profesional de Charlotte Hornets, Todd Quinter, quien fue parte de la oficina frontal de los Suns de 1986 a 2011. "Cuando adquirimos a Boris en 2006, era el jugador más rápido del equipo de punta a punta. Podía saltar muchísimo. Igual lo que sucede es que no basa las cosas en su agilidad. Es como si la usase como un último recurso", agrega, en declaraciones brindadas a Marc Stein de ESPN.com.

El público disfruta de ese engaño manifiesto, noche a noche. Nada por aquí, nada por allá. Diaw luce en la cancha como el gordito que mira del otro lado del alambrado y que entra cuando falta uno para completar. Una masa amorfa en un mar de músculos. Parece que si él lo hace, entonces no debe ser tan difícil. Error grosero. Es esa incomprensión general la que genera toda clase de comportamientos en los que lo siguen de cerca. Los compañeros se ríen, los rivales se enfurecen, el juego mismo lo disfruta. Como si esa versión humana de Shrek, tan desubicado como un modelo de Botero en una sala de baile de Toulouse-Lautrec, fuese arte menor para las defensas. Vaya ridiculez. Diaw fue alguna vez catalogado como el Magic Johnson francés, pero se trata de otra cosa. Diaw es el pase lacerante, el hueco aprovechado, el hombre que trabaja sobre las aristas partiendo del poste medio. Que se divierte dibujando ángulos con un balón entre gigantes. Diaw puede ser muchísimas cosas, pero su diversión contradictoria no se da sólo en su físico, sino que descansa en sus artes: se mueve por toda la cancha con la espalda erguida, un trote discontinuo, una sonrisa absurda. El elefante en la bicicleta diminuta, el circo en su máximo esplendor. Gira. La espalda golpea y magulla. Pum, una vez. Pum, dos veces. El rival retrocede y padece el embate. Él entonces cambia la lógica y pasa a ser un relojero adiestrado con la pelota. Un cuadro de Arcimboldo perfecto: lo que se ve de lejos se diferencia con lo que se ve de cerca. Y así, en el silencio y el asombro, consigue su objetivo.

Dice la leyenda de Diaw que aprendió a pasar el balón de esa manera porque su hermano mayor, Martin, le exigía que siempre se la de a su hermano menor para que participe. Dice también que fue su madre la que le explicó que el básquetbol sólo es divertido si existe un juego de pases fluido. Podríamos agregar que fue Popovich quien le otorgó el libro sagrado para que jure fidelidad a estos principios. Diaw tiene una sensibilidad especial para el básquetbol: siempre disfruta viendo el éxito de los demás. Es generosidad pura en una Liga de egoístas egocéntricos. Sólo tira al aro cuando no quedan más opciones y cuando convierte parece sentir una especie de culpa interior. Como si los triunfos se contabilizaran por pases o si disfrutar con un lanzamiento fuese pecaminoso. Popovich entendió que hay jugadores que no encajan en un rol único y determinado. Que rompen estructuras, que hacen del riesgo una forma de vida. Le pasó hace años con Manu Ginobili, un externo nacido para fragmentar el orden establecido. Le pasa ahora con Diaw, quien llegó como veterano a la franquicia pero que construye desde la pintura hacia afuera con la improvisación y la frescura de un artista novato de Montmartre. Hay gente que no necesita un cubículo para hacer su trabajo: Diaw pertenece a la categoría de animal salvaje, sin reglas claras de comportamiento dentro y fuera de la cancha pero con una animosidad absurda por el crecimiento de grupo. Esta raza de jugadores son los que persiguen R.C. Buford y Pop desde el día que pisaron por primera vez una cancha de básquetbol.

"Un buen entrenador es aquel que logra adaptar a los jugadores dentro de un plantel a sus planes, respetando sus estilos. Eso Popovich lo hace perfecto en Spurs", dice Diaw, quien vivió seis meses en el sofá de Tony Parker hasta que recibió una ampliación de contrato de la franquicia.

Diaw seguirá siendo siempre un artista del engaño. Parece lento para defender, pero es todo lo contrario: rápido de manos y de piernas. Parece limitado para atacar, pero es capaz de anotar triples, dobles largos, en la pintura, esquinados, con las dos manos... Eso es propiedad sólo de los grandes talentos. El exceso de recursos despierta al jugador excelso. El pase anterior a la asistencia debería recibir su nombre y su sello: ojos en la espalda, oídos afinados, inteligencia superior a la media. Hablar si es necesario, callar cuando corresponde. Utilizar el perímetro, la llave, pero siempre el poste medio como su hábitat para que se desprenda el Aleph. Los entrenadores sueñan con talentos capaces de sacrificarse en función del bien común. De hacer lo que sea necesario por la causa, sin que importen los titulares de radio, los anuncios de televisión. Pop ficha y convence con esta idea. Respetar y ser respetado. Querer y ser querido. Los poderes de Diaw están controlados, aceptados y aprovechados en las tierras del Álamo.

El gordo, el flaco y el genio. Tres personas conviven en un mismo cuerpo para alcanzar la excelencia.

La grieta y el cerrojo duermen en sus manos.