Él batea, y batea, y batea, un desfile aparentemente interminable de latigazos hacia el jardín izquierdo y guisantes hacia arriba y cerrojos tirados hacia la derecha, y todo parece tan fácil, tan natural, tan elemental para Luis Arráez, como si estuviera jugando un juego diferente al de los demás. Solo míralo: encorvado en la caja de bateo, bajo y rechoncho, listo para desenrollar su swing compacto, en lanzamientos al norte y al sur, al este y al oeste, dentro y fuera de la zona de strike, rápido, lento y en el medio, y emplumar una unidad de línea a algún pie cuadrado no vigilado entre los 120,000 o más que componen un campo de béisbol.
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