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Manu Ginóbili, el deportista aspiracional

"Nunca fue mi prioridad ver mi camiseta colgada ahí. No esperaba ese día con ansias. Incluso, no quería que se hiciera, al menos por ahora. Me fui convenciendo de a poco, entendí que debía ser así y pensé que si había que vivirlo quería hacerlo con mi gente. Quería que sea algo no individual, sino un agradecimiento al apoyo de tantos años".

En tiempos de coronavirus, en instancias en las que todos debemos jugar como sociedad en equipo contra un enemigo invisible, la enseñanza de Manu Ginóbili, en la noche en la que su número fue retirado en la casa de los San Antonio Spurs, se ve con claridad: Manu nos ofreció una muestra gratis de lo que significa pensar a modo de grupo. Las líneas de llegada nunca, pero nunca, son individuales.

Ginóbili, entonces, decidió caminar hacia la inmortalidad acompañado. Transformó, a su manera, un homenaje individual en un reconocimiento colectivo. Allí estaban, entonces, los compañeros de la Selección Argentina a los abrazos con los de San Antonio Spurs, en una conexión que lo tuvo a él como único factor común. Como catalizador de una energía extraña que sirvió de pegamento para unir culturas realmente distintas entre sí. Quizás nunca podamos hacerlo, pero estoy convencido que si logramos alguna vez acercarnos a esa camiseta que descansa en el cielo del AT&T Center, si somos realmente quirúrgicos en la observación, veremos que el número 20 está construido por retazos. Veremos, allí, los pases de Pepe Sánchez, la velocidad del Puma Montecchia, el sacrificio de Fabricio Oberto, el corazón de Chapu Nocioni, el juego de espaldas de Luis Scola. Un pedazo enorme de enseñanzas de Rubén Magnano, de Gregg Popovich, la precisión de Tony Parker, el tablero eterno de Tim Duncan. El abrazo genuino de David Robinson, las charlas de café junto a Patty Mills, Tiago Splitter y Boris Diaw. Los compañeros de San Antonio Spurs, Kinder Bologna, Reggio Calabria, Estudiantes, Andino y los de Bahiense del Norte también. Su familia, su país, su ciudad, sus amigos. Todos apretados, juntos, en un cúmulo de recuerdos que se concatenan unos con otros. Ese que está ahí no soy yo, somos nosotros, alecciona Manu sin necesidad de recurrir a palabras dignas de buscar en el diccionario.

¿De qué vale la eternidad si no es para disfrutarla con los que queremos? El deporte, aún en estas escalas de profesionalismo, es el vehículo más importante para hacer amigos.

Ginóbili ha sido, a mi entender, el mejor deportista argentino de todos los tiempos sin haber logrado nunca ser el máximo referente en sus artes. ¿Cómo puede ser posible algo así?

La razón es que él, en sí mismo, modificó su disciplina para siempre, en comparación con otros grandes genios que tenían la ruta ya trazada. Manu la diseñó, la construyó y la transitó. Cuando estuvo en cancha, el país se paralizó como ocurre con casi nadie. Existe un antes y un después de Manu, sin ninguna duda. Primero fue entrar en la NBA, luego anotar un doble, ganar un partido, ser campeón, ser cuatro veces campeón, jugar Juegos de las Estrellas, ganar los Juegos Olímpicos, ser subcampeón mundial. Podría gastar siete párrafos en esto y ni siquiera alcanzaría. He visto cerrar lugares enteros por un partido de primera ronda de playoffs en Bahía Blanca, mi ciudad natal, que dejó de tener a Jacksonville como ciudad hermana para adoptar a San Antonio como un modo de fidelidad entre pares. En tiempos en los que el deporte se consume diferente, en los que la gente pretende que todo llegue al living de sus casas por delivery, los hinchas de Manu se trasladaron pagando fortunas para ver a la leyenda jugar por última vez. Fueron a buscarlo a él para encontrarse consigo mismos. Para entender de qué se trata la nostalgia. Él fue el ícono de un sentimiento que estaba ahí y que querían apretujarlo una vez más para no olvidarlo. Viajar para estar y poder codear a tu hijo, a tu papá, a tu abuelo, y entender que ahí abajo hay un loco pelado que corre, que se esfuerza, que se agita, que conmueve. Que dice que el tiempo nunca pasó, que volvemos a algún lugar del que nunca quisimos irnos. Que estamos vivos.

Manu Ginóbili ha sido, para los argentinos, un deportista aspiracional. En un país acostumbrado a los atajos y a jugar a la escondida en todos los ámbitos, Manu enseñó, en cada una de sus apariciones, que las cosas podían hacerse de otra manera. Que existe un camino más largo, más espinoso, pero que vale la pena recorrer. Alguna vez lo escuché decir: "Hay que trabajar todos los días buscando ser la mejor versión de uno mismo". En la tierra en la que cada situación luce como un teorema indescifrable y se reproducen los expertos en todo, Ginóbili nos enseñó que no alcanza con quejarse. Si el entorno no ayuda, entonces hay que modificarlo. Empezar por uno mismo y seguir con los demás. Y en estos casos, en estos imposibles, la pared jamás se esquiva: se atraviesa. Como pasó ante el escepticismo de sus primeros años. Como ocurrió con el Dream Team, cuando el equipo albiceleste no se quedó en la pesadilla de enfrentarlo y le ganó para erigirse en sueño. Como sucedió con los Spurs, en la construcción del juego de pases más delicioso de la historia. Como lo soñaron, alguna vez, los grandes maestros del básquetbol. Como lo contaron, en charlas interminables, los grandes maestros de la vida.

Ginóbili será, por siempre, el ejemplo a seguir. En materia deportiva, uno de los grandes triunfos del ser humano contra la adversidad. La constatación cabal de que, con esfuerzo, con convicción y con entusiasmo, se puede.

En estos tiempos de dolor, de angustia y de soportar lo que toca en suerte, este mensaje, entonces, debería servir para algo. Como alguna vez dijo Alfredo Di Stéfano: "Ningún jugador es mejor que todos juntos".

Hoy, curiosamente, nos corresponde a todos ser jugadores. Un gran equipo llamado mundo que nos obliga a afrontar todo con máxima responsabilidad. Hacer lo que tenemos que hacer.

Si cada uno, desde su lugar, hace su parte, podemos conseguirlo.

Allá vamos.