Luis Scola oculta sus lágrimas como puede. Facundo Campazzo lo envuelve en un abrazo y llora con él. Patty Mills, Joe Ingles y Brian Goorjian aplauden a la distancia. Es una escena demoledora por donde se la mire: Australia le ha sacado casi 40 puntos a Argentina, pero sin embargo nadie dice nada sobre eso. No es que no se quiera, lo que ocurre es que no se puede: ha sido tan grande lo que hizo Scola por su país en las últimas dos décadas que él es en sí mismo una medalla de oro. Una aspiración hacia lo que se pretende ser.
El clima ahora es teatral. Un libreto extraído de la dramaturgia fina. Las luces se atenúan y el foco descansa en el número 4 celeste. Sin público presente, son los compañeros, los rivales, y los oficiales en Tokio 2020 los que reconocen el cruce del Rubicón. El paso de jugador a leyenda, la despedida que parecía imposible de asimilar. El partido, en reglamento, aún se juega, quedan 51.4 segundos, pero en la realidad ha dejado de jugarse hace rato. Scola, fiel a su estilo, intenta quitarle emoción al momento, racionalizarlo, pero esta vez será imposible. No habrá forma de esquivar el cruce emocional. "Me voy en paz", dice. Silencio. Toma el balón y con paso cansado se aleja: aún no lo sabe, pero construye con ese andar una imagen épica que recorrerá el mundo. Un puente imaginario hacia la eternidad.
El capitán de la selección Argentina de básquet, dijo adiós tras la derrota ante Australia en los cuartos de final de Tokio 2020. Aplausos y emoción en Japón, tras un legado imborrable
Argentina hoy despierta con un sentimiento de dolor, de ausencia, que no experimentaba hacía años. Un país huérfano de un líder deportivo sin igual. Luis Scola ha sido, en pocas palabras, el padre por excelencia del básquetbol argentino, porque así lo han marcado sus acciones a lo largo de su carrera. ¿Qué es lo primero que tiene que hacer un padre? Estar. Siempre, sin excepciones, sin excusas, sin atajos. Y Scola estuvo, aún en tiempos en los que parecía que la oscuridad estaba a la vuelta de la esquina. En el peligro, en la posibilidad latente de golpearse de frente contra un paredón, Scola cargó con el equipo. No se acobardó, puso lo que había que poner y mantuvo encendida la llama para que los que venían detrás de él comprendieran que existe una manera de hacer las cosas. Escuchó, enseñó, protegió y guió. Se preocupó como nunca nadie lo había hecho.
La familia del básquetbol argentino tendrá por siempre una deuda con él.
Scola ha sido, también, una línea de conducta. Un pegamento único entre dos generaciones, un ejemplo de deber ser que muchas veces, en su recorrido, fue incómodo para quien se puso enfrente. Acertado o equivocado, fue siempre íntegro con él mismo y con los demás. Severo cuando hacía falta y dócil cuando la situación así lo ameritaba. Scola enseñó hábitos y provocó costumbres. Muchas veces tragó veneno por dentro y enseñó que los triunfos no siempre son necesariamente deportivos. Que el camino largo es el que vale la pena, que los atajos son un engaño del momento, que a veces se pierde y a veces se gana. Él, que ganó el oro olímpico, que podría haber presumido sin necesidad de exponerse, puso siempre las manos en el fuego por los demás. Aún a riesgo de quemarse, porque es ahí, en ese momento, cuando la naturaleza de una persona se desnuda ante el mundo. En el peligro de perder algo, ya sea dinero, tiempo o prestigio. Scola se la jugó por sus compañeros, por su país, y también por nosotros. No creo que exista mérito mayor que ese para un deportista de su trayectoria.
Scola deja la Selección Argentina y demuestra que es mucho más que títulos y medallas. Es un caballero del juego, con todo lo que eso significa. Un líder que acompaña hasta el último suspiro, porque su adiós es a la manera de los grandes. Con la medida justa de la gente que vale la pena: como un general en batalla, se sacrifica por el resto. Aún conociendo sus limitaciones, puso el pecho todo el torneo y lo hará una vez más. No permite, en el emotivo final, que castiguen a sus compañeros, a su cuerpo técnico, a los que lo acompañan. Déjenme a mí, que puedo también con esto. Y entonces, el mundo, acostumbrado a ser despiadado, no habla de la eliminación, de lo que faltó, ni de lo que vendrá: se queda con el gran capitán y su legado. Quiérase o no, ahí está de nuevo Luifa, sentado, con la mano en alto, pidiendo sin hablar que lo miren a él para evitarle el mal trago a sus compañeros. A sus hijos, a sus amigos, a su gente. Haciendo lo que un padre tiene que hacer: asumir la responsabilidad del momento, cargar con las tintas pase lo que pase. Con lo que sea y contra quien venga.
Y aquí estamos nosotros, mendigos recurrentes de emociones, comensales de las mesas basquetbolísticas más elegantes en las últimas dos décadas, dolidos por el fin de una era pero orgullosos de ser herederos de un mensaje que perdurará en el tiempo: hay una sola manera de hacer las cosas y es hacerlas bien. Está permitido caerse, pero es obligación levantarse. Hay que trabajar duro y soñar en grande, como cuando diseñó él mismo en su cabeza el subcampeonato de China 2019 contra todos los pronósticos. Creer y luchar por un objetivo. Perseguir imposibles. Nunca rendirse. Con honestidad, respeto y responsabilidad.
Hacen falta más tipos como Scola por estas tierras. Que esquiven la trampa y exhiban que el éxito requiere un tiempo y una metodología. Que se asuman menos que el de al lado si hace falta. Que digan la verdad. Que no se escondan ni busquen excusas. Que enseñen que las cosas genuinas requieren largo plazo y que las miserias solo se conquistan en el corto. Hoy prefiero evitar hablar de sus triunfos y elegir su actitud en las derrotas. Scola demostró que es capaz de asumir errores y pedir disculpas. Podemos empezar de nuevo si hace falta. Siempre hay una oportunidad allá afuera para ir a buscarla. Saber ganar es tan importante como saber perder. Scola, el padre de la Selección de básquetbol en Argentina, ya no jugará en el equipo nacional.
El hombre, entonces, le da paso a la leyenda.
Y las leyendas, queridos amigos, viven para siempre.