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Raúl Quiroga, el argentino que fue el atacante más potente del vóley mundial en los años ochenta

Raúl Quiroga, gloria del vóley argentino, durante un homenaje realizado por la FeVA en 2023 Prensa FeVA

“Raúl Quiroga es el atacante más importante que tuvo el vóley argentino en toda su historia. Ningún otro argentino fue tan fuerte, destacado, reconocido y ganador en esa función”, dice Waldo Kantor, histórico armador de la Selección Argentina de vóleibol. “Es mucho menos reconocido en Argentina que a nivel mundial. Obviamente, lo reconoce la familia del vóley, pero a nivel mediático no quedó en el inconsciente colectivo con la importancia que tuvo. Es una injusticia”, agrega Kantor desde Italia en diálogo con ESPN.

“Raúl es un jugador atemporal: podría jugar en el vóley actual por sus características. Era un jugador diferente para nuestra época, porque tenía una potencia fuera de lo común”, afirma Daniel Castellani, capitán de la generación de los bronces en los Juegos Olímpicos de Seúl 1988 y en el Mundial 1982. “Con el sistema viejo de puntuación, había partidos en los que atacaba 80 pelotas por partido: podía hacer 50 ó 60 puntos. Fue ídolo en Módena, que es la Catedral del vóley en Italia”, amplía desde Grecia el actual entrenador de Las Panteras y del Olympiacos.

“No tengo dudas: entre 1985 y 1988, Raúl fue el mejor opuesto del mundo, el mejor atacante del planeta”, asegura Alberto “Manzana” Roitman, entrenador de la celeste y blanca entre 1984 y 1987. “El más cercano era el brasileño Xandó, pero Raúl era superior porque tenía una potencia devastadora en la pelota alta, contra dos bloqueos. Era imparable”, añade el técnico desde Nueva Zelanda.

“Apenas compartimos un torneo en cancha: el Preolímpico 1992 en Montpellier. En aquel momento todos me decían: ‘Uh, vas a entrenar y jugar con Raúl, ¡qué fenómeno!’”, relata Marcos Milinkovic, la siguiente estrella argentina de alcance planetario, que jugó el mismo puesto que Quiroga. “Para mí, Raúl siempre fue un ídolo”, agrega desde España quien fue MVP de un Mundial y brilló en Juegos Olímpicos.

Raúl Quiroga, ese hombre que deslumbró al planeta, no es de andar jactándose de su pasado. Recuerda con naturalidad y emoción, pero está lejos de sentirse en el mármol. La entrevista con ESPN, a través de una videollamada, permite oír su tonada sanjuanina, su “facha” inoxidable y ese porte de hombre recio y amable a la vez.

A los 62 años luce un estado notable: acaba de jugar un partido de tenis con amigos bajo un sol abrasador, pero no acusa demasiado cansancio. El deporte sigue siendo un motor en su vida.

Los reconocimientos de la Federación del Vóleibol Argentino (FeVA) para Quiroga, en amistosos de la Albiceleste en 2022 y 2023, no alcanzan para observar la dimensión colosal que tuvo en la década de los ochenta, tanto en el seleccionado nacional como en el Módena de Italia, en el que fue elegido el mejor opuesto de la historia: con la camiseta amarilla y azul de un equipo que es el Boca o el River del vóley italiano, el sanjuanino fue “Maradona”, “el Bombardero”, “el Killer”. Básicamente, el atacante extranjero que todos deseaban para ganar el Scudetto en la NBA del vóley.

“En el Mundial 1978, Argentina había sido 22ª sobre 24 equipos. Y unos días antes del Mundial 1982 en nuestro país jugamos el Mundialito en Brasil y terminamos 9º sobre 12 selecciones. No teníamos grandes expectativas. Pero ese torneo terminó siendo un sueño. Un sueño que fuimos soñando día a día”, relata Quiroga sobre el Mundial Argentina 1982 en su diálogo con ESPN. “Lo soñamos despiertos, porque fueron casi 15 días sin dormir por la tensión y la adrenalina que teníamos. Y por la forma en que la gente nos adoptó en ese momento, también por las circunstancias del país”, agrega.

En esas dos semanas, post Malvinas y con cánticos de la hinchada contra la dictadura militar, esos muchachos casi desconocidos pasaron a ser adorados, primero en cancha de Newell’s de Rosario y luego en el mismísimo Luna Park.

“Entre nosotros nos decíamos: ‘¿Viste el pelotazo que pegué? ¿Y viste cómo reaccionó el público?’. Todo era desconocido y nos llamaba la atención. Pero a lo largo del torneo fuimos aceptando que nos estábamos convirtiendo en jugadores de otro nivel. El tercer puesto fue increíble”, rememora.

–En cambio, el bronce de Seúl 1988 no fue sorpresa: ya iban a buscar una medalla.

–Estábamos mucho mejor preparados y se había creado una gran expectativa entre nosotros en los años previos. Nos sentíamos un Fórmula Uno. Inclusive, nos empezaron a tratar distinto desde el Gobierno, a través de la Secretaría de Deporte de la Nación, porque era un equipo que podía ir a buscar un resultado importante a Seúl. A nosotros eso nos creó otro tipo de expectativas y, por supuesto, más responsabilidades.

–¿Cuál es la imagen de Seúl que vuelve hoy a tu cabeza y aún te eriza la piel?

–Fue impresionante ver nuestra bandera entre las tres que iban subiendo a lo alto (EEUU fue campeón y la URSS se quedó con la medalla de plata). Nosotros no estábamos habituados a estar arriba del podio ni presenciar esas premiaciones. Me acuerdo en este momento y se me vuelve a poner la piel de gallina. Estar dentro de los tres mejores equipos del mundo y alcanzar un objetivo tan deseado fue algo muy, muy emocionante.

VÓLEY: CASUALIDAD, PASIÓN Y UN CAMINO DESCONOCIDO

“Llegué al vóley un poco de casualidad. Empecé jugando al rugby y al básquet. Mis hermanos mayores jugaban al vóley y me sumé. Fue en Obras Sanitarias de San Juan, que quedaba enfrente de mi casa”, recuerda Raúl Quiroga. “En verano, para ir a la pileta tenía que esperar que mi ‘viejo’ se levantara de dormir la siesta a las seis de la tarde. Empecé así. Me gustó. Le pegaba fuerte y la pelota no se me caía fácilmente cuando jugaba con mis hermanos. Ahí fue adquiriendo la pasión por el vóley”, completa.

–¿Cuáles fueron las características de juego que tuviste desde aquellos comienzos?

–Siempre me caractericé por ser un jugador bastante agresivo, muy aguerrido, que buscaba mejorar todo el tiempo. Pero también sé que nunca perdí el hecho de divertirme adentro de la cancha. Ésa es una connotación muy importante para mí.

–En esos inicios, ¿pensaste que podrías ser jugador profesional?

–No. De hecho, en los primeros años de selección nacional aún pensaba que el vóley podía ser una ayuda económica para estudiar sin estar pidiéndoles plata a mis viejos. Nada más que eso. Después resultó que “cruzamos el charco”, nos fuimos a jugar a Europa y todo se fue dando sin saber adónde podíamos llegar. Hicimos un camino importante y les allanamos el camino a las siguientes generaciones.

–¿Cuándo quedaste por primera vez bajo el radar de selecciones nacionales?

–A los 14 años fui a jugar un torneo argentino a Rosario y el coreano Young Wan Sohn, técnico de la Selección, nos vio a tres sanjuaninos. Ahí ya quedé en el radar de selecciones. En enero de 1978 se jugó el primer Sudamericano de cadetes: estaba en el equipo, pero mi papá no me dejó viajar, porque me había llevado muchas materias en el colegio. Poco después, a mis 16 años, me fui a GEBA, en Buenos Aires, porque el coreano también era el coordinador del club y les pidió a los dirigentes que sumaran a dos jugadores: Mario Sáenz de Mar del Plata y a mí, de San Juan.

–Y un año después ya jugaste el Sudamericano de Mayores. ¡Un crecimiento meteórico!

–Claro, pero después del Sudamericano 1979, en el que no nos fue nada bien, porque fuimos quintos, me volví a San Juan. No quería saber más nada con Buenos Aires. En GEBA primero viví en lo que le llamaban la “nursery” y después en un vestuario. Los domingos, el club estaba cerrado y yo tenía una tristeza enorme. Iba al colegio, pero mis compañeros no eran mis amigos. Me sentía muy solo. Y no aguanté más. Recién volví a Buenos Aires en 1982, el año del Mundial, para jugar en Obras.

–¿Cómo podrías explicar el estilo de juego de Argentina, que fue la gran sorpresa de ese Mundial 1982?

–El coreano había logrado una mezcla entre los estilos de juego de los europeos y los asiáticos. Los europeos, sobre todo los del Este, como URSS, Bulgaria, Checoslovaquia y Alemania Oriental, eran muy altos pero jugaban más lento. Y los asiáticos, en especial los japoneses, jugaban más rápido. Sohn logró esa mezcla. Y se creó una conexión tan, tan fuerte con la gente, que es casi inexplicable.

–Mencionás mucho a Sohn. ¿Fue el técnico que dejó una huella más profunda en vos?

–Sí, por supuesto. Él confiaba mucho en mí y me marcó hasta en lo emotivo. En una gira de amistosos por Europa, a principios de los ochenta, yo estaba jugando muy bien y me sacó. Me enojé y le pregunté por qué me sacaba. Después no quería ni entrenar. En esa época no lo entendíamos, pero quería que aprendiéramos a sobreponernos a momentos negativos, a situaciones imprevistas. No importaba si ganaba o perdía ese partido. Nos estaba creando el carácter. Quería agresividad para los momentos difíciles. Después, cuando te tocaban “el tuje”, te decías: “A esto ya lo viví”. Y tenías la capacidad para ser determinante cuando el equipo lo necesitaba.

–El tercer puesto les terminó cambiando la vida a casi todos los integrantes de ese plantel. ¿Cómo fue tu caso?

–Ya se hablaba de que Esteban Martínez, Hugo Conte y otros compañeros iban a irse a Europa. Cuando terminó el Mundial, mi mamá me preguntó qué iba a hacer. Le respondí que me iba a quedar en Buenos Aires y que el club de vóley en el que jugara me iba a pagar los estudios. En marzo de 1983 empecé el cursillo de Informática en la Universidad Tecnológica. En abril me llamó un equipo de Italia para sumarme en septiembre y se me “volaron los pájaros” y abandoné el cursillo. Pero llegaron mayo, junio, julio, agosto y no pasaba nada. Fueron meses larguísimos. Supuestamente, todos los días nos estaba por contratar un equipo nuevo de Italia. ¡Pero a mí no me llamaba nadie! Y me empecé a preguntar si habría hecho bien en dejar los estudios. Hasta que me contrató el Asti Riccadonna y me fui a jugar a Europa. Jugué en Italia hasta 1993.

–Al año siguiente del Mundial 1982 jugaste dos torneos con tu hermano, Daniel, conocido como “Nito”. ¿Cómo fue la experiencia de jugar unos Panamericanos y un Sudamericano con tu hermano?

–Fue muy lindo. Con “Nito” nos apoyábamos permanentemente. Yo era titular y él, no tanto. Sohn buscaba siempre a los más jóvenes y más altos. Él valoraba a “Nito” por la garra, el ímpetu y por cómo sentía el vóley, pero sabía que era un central bajo con su 1,90, aunque fuese muy veloz. El coreano te medía con su altura: si eras más bajo, eso te restaba; si eras igual o más alto que él, tenías proyección.

DOS AÑOS ACUNANDO UN SUEÑO

“Para los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 1984 ya casi todos estábamos jugando en Europa. Pero siento que fuimos a participar, no a competir. Fuimos a deslumbrarnos, a cambiar camisetas y pines y a comprarnos jeanes más baratos”, describe Quiroga. “Camino al Mundial 1986 nuestra cabeza ya era distinta. ‘¿Y si vamos a los Juegos de 1988 a buscar una medalla?’, nos preguntábamos. Y ahí nos empezamos a ‘programar’. Entonces, hacíamos una flexión de más o pegábamos una pelota más al terminar el entrenamiento. Todo nos iba a servir para Seúl”, completa el relato.

–¿Cómo fue dándose esa transformación camino a Seúl?

–Antes entrenábamos cinco, seis y hasta siete horas por día, pero de manera global. Para Seúl ya era todo distinto, más específico: la preparación física, atlética, táctica. El vóley italiano nos ayudó muchísimo y nos cambió la mentalidad, porque ya sabíamos cómo jugaban los contrarios, pero también sabíamos cómo jugábamos nosotros. Y ya íbamos a buscar un resultado grande.

–Ya en los Juegos Olímpicos de Seúl, ¿cuál fue el momento de quiebre para sentir que estaban para una medalla?

–Habíamos perdido 3-2 con EE.UU. y necesitábamos ganarle a Holanda para pasar a semifinales. Con los holandeses veníamos palo y palo en los partidos anteriores, pero ese día jugamos muy bien y les ganamos 3-0. Nos hizo sentirnos todavía más seguros. Antes podíamos sentirnos candidatos y nos terminábamos diluyendo. Ahí en Seúl empezamos a cerrar el puño y fuimos un verdadero equipo. Ésa fue la gran diferencia. Además, muchos ya éramos jugadores consolidados en Europa. Nos habíamos propuesto un resultado. E íbamos a buscarlo con certeza, todos juntos.

–¿Cómo influyó esa mentalidad en el partido por el bronce contra Brasil?

–Contra Brasil ya era diferente, por les habíamos ganado en el Preolímpico de Brasilia 1987. Hasta ese momento nos decíamos: “Este año vamos a estar cerca”. Y venían y nos mataban: 3-0, dándonos una paliza. Después de lo del ’87 estábamos muy confiados. Hasta diría que sabíamos que no se nos escapaba. Aunque Hugo Conte tenía que salir corriendo al baño y a otro se le “acortaba” el brazo. Fueron unos nervios tremendos. Por eso no lo ganamos 3-1, como debería haber sido, y sufrimos hasta el 3-2.

–Fuiste de los pocos de tu generación en disputar el Preolímpico de 1992. ¿Qué recordás de ese torneo?

–Me estaba por ir de vacaciones, después de la temporada en Italia, y me llamó el coreano Sohn y me dijo: “Te necesito para jugar el Preolímpico”. No había manera de decirle que no. Me necesitaba y yo iba a estar ahí. De nuestra generación, solo estábamos Jon Uriarte y yo. Me sentía con como si no hubiese jugado nunca en la Selección. Estaba con toda la adrenalina. Explotaba la pelota contra el piso. Pero el coreano me hizo jugar todos los amistosos de la gira previa y llegué al Preolímpico medio “pinchado”. No tuvimos suerte en el debut contra Francia, que era local, y nos fuimos desinflando hasta perder con Camerún. Nos habíamos ido de la cabeza, porque el cruce con Francia era casi el que definía el torneo.

–Volvamos a Seúl ‘88. ¿Con qué recuerdos te quedaste de esos Juegos? ¿Dónde tenés la medalla de bronce?

–Me quedé con un muñequito Hodorito, un tigre que era la mascota de los Juegos y, por supuesto, tengo la camiseta guardadita en celofán. Cada tanto la miro y me emociono. Con la medalla pasó algo especial. Me entraron ladrones cuando jugaba en Italia. Llegué a casa y vi la cajita de la medalla tirada en el piso y dije: “Chau”. Me quería morir…

–¡Nooooo!

–Estaba seguro de que me la habían robado. La cajita estaba vacía ahí. Pero cuando volví a San Juan, después de esa temporada en Italia, la medalla estaba en mi casa. Se ve que entre viaje y viaje, la medalla quedó en Argentina y me llevé la cajita vacía a Italia. ¡Increíble! Así que la medalla también está acá, conmigo, junto con la camiseta de esos Juegos de Seúl.

* En una próxima entrega, ESPN publicará la segunda parte de la entrevista, referida a los éxitos de Quiroga en el vóley italiano