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Gabriel Deck: la fábula de la tortuga y la liebre

Colonia Dora, 2004. 2.500 habitantes. Atardecer. Gabriel Deck, en el patio de tierra de su casa, lanza una pelota al volante de un tractor que hace las veces de aro. Su hermano Joaquín lo defiende, lo empuja, lo molesta. Se ríen. Las condiciones están lejos de ser las ideales, pero la ilusión es grande.

La carrera de la Tortuga, entonces, da comienzo.

Oklahoma City, 2021. Han pasado 17 años de aquel uno contra uno, y lo que antes hacía Joaquín, ahora lo hace un atleta de elite de Sacramento Kings que grita cosas que Gaby no entiende. Deck toma el balón en sus manos, se sumerge en la llave y anota. Es la tercera vez que lo logra, con una soltura muy poco habitual para ser su cuarta noche en la NBA. El relator en un inglés avanzado trata de explicar que se trata de un alero con vasta experiencia en el básquetbol internacional. El escenario es otro y dista mucho de la tonada santiagueña que iluminó aquellos años felices.

Buenos Aires, 2009. Gabriel, ahora, está solo en la terminal de Retiro. Tiene 14 años y también tiene, lógicamente, miedo. Es su primera vez en Buenos Aires y lo abruma la cantidad de gente. Acostumbrado a la tranquilidad de su pueblo, el escenario es aterrador. Se aferra a su bolso, transpira, no ve llegar nunca el colectivo que lo trasladará a su casa. Conoce este submundo, su padre es chofer y su madre se encarga de la limpieza de los colectivos que llegan al pueblo. De hecho, varias veces la ha ayudado, entre risas, junto a su hermano. Pero ahora es todo lágrima contenida. Llama a su madre, piensa que esta será la primera y la última vez en este lugar inhóspito. No quiere volver más. Llega su colectivo, se sube. La tensión baja. Serán 13 horas de viaje, bajarse en la ruta, tomar otro colectivo hasta Colonia Dora. Volver.*

Beijing, 2019. "¿Manu, quien es ese muchacho con el número 14? Lo quiero conocer". Kobe Bryant, sentado codo a codo con Ginóbili, confiesa su debilidad por el santiagueño en el Wukesong Arena. Deck, para esa altura, ya es campeón con Quimsa, con San Lorenzo y con Real Madrid. Pero en el básquetbol internacional, en el de selecciones, aún tiene que mostrar credenciales importantes. Controla a Nicolas Batum, le gana un rebote a Rudy Gobert, corre la cancha y la entierra con dos manos. El banco argentino explota, el estadio es un alarido constante. Argentina es finalista de la Copa del Mundo. Kobe se acerca a Deck y lo saluda. El saludo es emocionante. La foto también. Aunque no lo sepan, será la última vez que estarán cara a cara.

Oklahoma City, 2021. Deck se prepara para entrar en su primer partido NBA. Hincado, con indumentaria color naranja, cumple un sueño. El país, expectante, sigue sus pasos como nunca antes. El ciudadano de a pie en Argentina se pregunta si estará a la altura de una situación semejante, pero esa duda se disipa en menos de 20 segundos. Deck, experto en derrochar esfuerzo sin pedir nada a cambio, se preparó toda la vida para esto. Se desliza en la mejor liga del mundo con la suavidad de una mano en un guante de seda. Parecen estar hechos uno para el otro: con una tranquilidad abrumadora, toma el balón en el eje de cancha y ataca a Zion Wiliamson, lo desparrama y convierte el doble. Ni se inmuta. Regresa a la defensa sin esbozar una sonrisa, con la expresión de quien sabe que esta historia, lejos de terminar, recién empieza.

Se acostumbra a unificar el mérito con una liviandad absoluta. Sin embargo, no todas las personas tienen las mismas posibilidades ni arrancan la carrera desde el mismo casillero. La injusticia, a veces, es una cuestión divina. De suerte. Así es la vida en todos los órdenes. El mundo se divide, entonces, en liebres y tortugas. Algunos arrancan con la meta al lado, pero se tiran a descansar y no llegan. Otros toman la posibilidad que se les presenta y se abren camino. Y otros, como Tortu Deck, tienen que construir el sendero solos: partir de un lugar chiquito, minúsculo, y paso a paso, sin apurarse, ganar la carrera contra adversarios que a priori lucían más veloces. De ahí la grandeza de ver a un muchacho humilde, silencioso, imponerse en un escenario de gritos sin sustento.

Esta es la fábula de un joven que logró vencer al escepticismo. Que nunca fue pretencioso, que siempre hizo más de lo que dijo. Que creció a la vera de la ruta de los poderosos, que logró imponerse sin estridencias desmedidas, que escribió con su puño y letra una historia que parecía juzgada de antemano. Que esquivó al marketing en todas sus formas para terminar siendo representante de un universo que, pese a la insistencia del deber ser por exhibir lo contrario, es mayoría: símbolo de los que se levantan todos los días a las seis de la mañana buscando que alguna vez se alineen los planetas para que la moneda caiga de este lado del juego. Para que el príncipe emerja desde las entrañas del pueblo. Y entonces, cuando ocurre, el grito es ensordecedor. El éxtasis es profundo: el pibe que acostado sobre la tierra dibujó recorridos con su hermano en el anochecer de Colonia Dora, hoy es una estrella en sí mismo dentro del cielo más acabado del básquetbol.

Deck es el ejemplo perfecto de la perseverancia al servicio del talento. De que vale el esfuerzo siempre. De que las cosas hay que quererlas fuerte, de verdad. Perseguirlas y conquistarlas. Arriba los que sueñan, porque todavía quedan esta clase de revanchas del destino. La tortuga, ahora, va más rápido que la liebre.

Y, mal que les pese a algunos, ya no parece tan lenta.

* Gentileza "El Legado" de Germán Beder (Pág. 45-47)