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Un pacto con Michael Jordan

El calendario de enero tenía a Michael Jordan en pleno vuelo, en un salto que lo empujaría a la eternidad. Getty Images

Mi tío Eduardo, quien en realidad no era mi tío sino un gran amigo de mis padres, tenía a su hijo Luis viviendo en Chicago desde finales de los '80.

Luis había emigrado, como tantos otros argentinos, en búsqueda de nuevas oportunidades laborales. En aquellos años, Eduardo viajaba seguido hacia Estados Unidos de visita y volvía para sentarse en el living de mi casa a contar un sinfín de anécdotas. Eduardo era, para mí, una especie de viajero del tiempo: iba hacia el futuro para contarme lo que sucedería en mi país tiempo después.

Llegaba, en cada oportunidad, con un maletín y bolsas. Siempre, pero siempre, Eduardo trajo consigo regalos. Así, entonces, llegó aquel camión a control remoto -que derivó, por supuesto, en una pelea sin precedentes con mi hermano-, o el auto de los Dukes de Hazzard que nos obligó a carreras interminables en el pasillo de la casa de mis padres, con el desencanto inevitable de un par de floreros rotos.

Yo tenía apenas seis años en aquel entonces. Más allá de los juguetes, lo que más me gustaba de Eduardo eran sus historias. Para aquel entonces, solo sabía dos cosas de Chicago: la primera, que había una película sobre mafiosos que transcurría en esa ciudad (Los intocables) en la que hablaban de algo así como la Ley Seca. La segunda, y la más importante, que en Chicago jugaba Michael Jordan. Y entonces, sobre eso se focalizaban todas sus anécdotas, algunas reales y otras quizás no tanto.

Digamos que, siendo un niño en Bahía Blanca, la conexión con Jordan era inevitable. Era imposible no toparse con su figura al menos en una conversación, porque en estas veredas la pasión del juego convive en cada esquina, en cada bar, en cada casa. Para explicarlo un poco mejor: en aquellos años, diez de doce compañeros de mi colegio jugaban al básquetbol. Había tres equipos de Liga Nacional en la misma ciudad: Olimpo, Pacífico y Estudiantes. Eso era mágico, nunca se repitió, pero al mismo tiempo lo sentíamos terrenal. Digamos que Jordan y los Bulls, en aquel contexto, eran aspiracionales. Los partidos llegaban a cuentagotas y cuando se televisaban, por la pantalla de ESPN, nos veíamos obligados a engañar al sueño como podíamos. El desafío de aguantar hasta el último cuarto. Así, las noches de verano fueron eternas y las mañanas de invierno dolorosas: los juegos de NBA se televisaban los viernes y los sábados tiritábamos de frío al quitarnos los pantalones largos para hacer las entradas en calor de minibásquet.

El enlace con Jordan se profundizó en el tiempo. En la época de los superhéroes, con mi hermano habíamos elegido a nuestro preferido. Construimos, en el proceso, nuestro propio YouTube bibliotecario: películas en VHS de todo tipo con algunos partidos de serie regular y todos, absolutamente todos los que fueron televisados de Bulls en playoffs. Los partidos se veían a la noche pero los empezábamos a jugar a la tarde, uno contra uno, en la terraza de mi casa. Allí pasábamos jornadas enteras tratando de emular jugadas imposibles. A miles de kilómetros de distancia queríamos construir un puente imaginario que nos conectase con el United Center. Descubrí una tarde la sensación de volcarla pisando primero la pared para tomar impulso y alcanzar el aro. Entendí el éxtasis que genera quebrar un límite para alcanzar una meta hasta entonces imposible.

Una mañana de domingo, Eduardo, ya conocedor de nuestro fanatismo extremo, llegó a nuestra casa con souvenirs inolvidables. Recuerdo mi remera roja de los Bulls, pero más recuerdo la de mi hermano, que la envidié primero y la heredé después: era blanca, sublimada con la figura de Jordan y su firma dibujada en el margen izquierdo, justo debajo de la mano con la que picaba el balón. La observamos, la tocamos y emocionados, prometimos, ante la negativa cabal de mi madre, que jamás la lavaríamos. Sobre esa tinta grabada, firmamos un pacto de fidelidad entre partes con MJ. Nosotros y él, para siempre. Sin bolígrafo ni papel, pero con una conexión que nunca debería quebrarse. Juramos ser, desde ese entonces, cancerberos de su legado.

Eduardo trajo, también, un poster del periódico Chicago Sun que tenía a Jordan, Scottie Pippen y B.J. Armstrong festejando el primer Three-Peat y un calendario con doce figuras de Jordan, una por mes, que mostraba sus mejores jugadas del momento. Eso fue, sin dudas, inmortalizar el ídolo para siempre. Recuerdo el mes de enero con la foto de su célebre volcada desde el tiro libre contra Dominique Wilkins y febrero, con la jugada que intenté, en vano, emular toda mi vida: la bandeja con cambio de mano contra los Lakers en las Finales de 1991. Sin embargo, había algo más que tenía ese calendario: una frase que estaba al pie de cada mes: "I've missed more than 9000 shots in my career. I've lost almost 300 games. 26 times, I've been trusted to take the game winning shot and missed. I've failed over and over and over again in my life. And that is why I succeed" ("He fallado más de 9000 tiros en mi carrera. He perdido cerca de 300 partidos. Me han confiado el tiro ganador y lo erré. He fallado una y otra vez en mi vida. Y esa es la razón por la que he conseguido el éxito")

Cuando la leí por primera vez, me pregunté si eso era verdad. Si ese hombre habituado a desactivar el cable en el último segundo, siempre a tiempo, había dicho verdaderamente eso. Y corroboré que era así. Entonces, ante cada frustración que se me fue presentando, ante cada golpe pequeño o grande, siempre volví sobre ese calendario para leer de nuevo esas palabras, como hace un devoto que recurre a la biblia. Un examen desaprobado, un amor no correspondido, un objetivo que no se cumplió. Y de tanto volver, comprendí que la historia de esa deidad del juego era la historia de perseverancia de un hombre que pudo contra sí mismo. Un ensayo de voluntad: el talento era importante, claro, pero no era lo más importante. A veces la vida nos pone a prueba y hay que soportar, está permitido caerse pero es obligatorio levantarse. Todo cobró sentido: nunca iba a jugar al básquetbol como Michael Jordan, pero podía afrontar las cosas a la manera que Michael Jordan lo hacía: tratando de resolver los problemas con enfoque. Mejorar cada día hasta encontrar la mejor versión de mí mismo.

Y así fue cada mañana. Los años pasaron y la figura de Jordan, ya fuera de acción, le dio lugar a otros talentos en alza. El tiempo, con sus recursos, me abrazó al olvido. Sin embargo, el destino, enigmático como siempre, tenía un naipe guardado y listo para jugar.

Casi tres décadas después, una emoción extraviada, que me convirtió en peregrino de sensaciones perdidas, me golpeó de lleno: fue en los últimos segundos del primer capítulo del documental 'The Last Dance'. La presentación de los Bulls, el equipo formando un círculo inolvidable con sus chaquetas blancas, el grito de guerra: "What time is it? Game Time!". Y Jordan, bendito Jordan, clavando como un puñal sus ojos de fuego sobre la cámara, dibujando con sus dientes blancos una sonrisa cómplice capaz de esconder una verdad inexpugnable: "Recuerda que tu y yo tenemos un pacto firmado".

Y entonces me convertí, yo también, en un viajero del tiempo. Mis manos ya no tuvieron arrugas y mis piernas recuperaron flexibilidad. Escuché el timbre en la casa de mis padres y corrí para abrir la puerta. Eduardo, de pie, traía una bolsa: allí dentro, dormía una remera para mi y otra para mi hermano. Había, también, un poster y un calendario. Volví, por primera vez, a los atardeceres de uno contra uno en la terraza, al salto con repique contra la pared, a dar vuelta tarde entre las sábanas para cobijar sueños de básquetbol y a levantarme temprano para soportar el frío en una entrada en calor que sería, para siempre, inolvidable.

Ya nos advirtieron a los nostálgicos, innumerables veces, que no debemos intentar regresar al lugar que nos hizo felices. Yo, sin embargo, prefiero correr el riesgo.

Los pactos, invisibles o no, fueron hechos para cumplirse.