MÉXICO -- Había pasado 1 minuto, 55 segundos y 77 centésimas de la prueba final de natación en Londres cuando se tiró por última vez a la piscina. Era el tercer relevo.
El segundo, Brendan Hansen, había perdido el liderato y Japón amenazaba con arrebatar una medalla que Estados Unidos había ganado las 12 veces que la había disputado.
Su desventaja era de casi medio segundo.
Tenía 100 metros para dejar en ventaja a su compañero, quien al final trataría de consumar el dominio de su país en la natación de estos Juegos.
Tenía 100 metros para ponerle broche de oro, literalmente, a la mejor carrera que haya existido en la natación, en el olimpismo y, muy posiblemente, en la historia del deporte.
Después de los primeros 50, ese broche era de plata.
Pero, tal cual lo hizo en su última prueba individual, logró propulsar sus brazadas y patadas, consiguiendo fuerza de un lugar que los mortales no tenemos y cuya existencia incluso desconocemos. Un lugar formado por un gen especial, privilegiado; que algunos tienen pero no lo saben, otros lo desperdician y algunos más, muy pocos, explotan hasta corresponder con su esfuerzo a su privilegiada condición de súper atletas.
Cuando tocó la pared, exhaló aliviado, volteó a ver la pizarra y sonrió.
Había dejado a Nathan Adrian, el último relevo, con casi 2 segundos de ventaja.
Cuando llegó a la meta, antes que el japonés, bajó el telón de la obra maestra de nuestros tiempos y la carrera de Michael Phelps escribía su punto final con su medalla de oro número 18 en Juegos Olímpicos, la 22 en total.
¿Es el mejor atleta de la historia? Es la pregunta que más escucharemos en los próximos días. Mi respuesta es sí. Y no la baso en los números.
Mi respuesta es sí porque tuvo el valor de hacer algo que, durante años, muchos pensaron que era humanamente imposible: superar a Mark Spitz y a Larysa Latynina. Bob Bowman, su eterno entrenador, cuenta que fueron más de 2 sus colegas que como primera reacción a eso, se carcajearon.
Ja-ja, les dice hoy Phelps.
En su carrera no sólo ganó como nadie, sino que inspiró como nadie. Nos devolvió la fe en las grandes hazañas, en las proezas imposibles; nos puso en el filo de nuestro asiento para observar algo a lo que siempre aspiramos, pero que muy pocas veces tenemos la oportunidad de vivir y después, aún emocionada y orgullosamente, relatar. Historia pura.
"Gracias, chicos. Ha sido un privilegio que me hayan regalado este momento. Nunca los olvidaré", les dijo a sus tres compañeros con los que subió al podio a recibir el oro del 4x100 combinado.
Gracias a ti, Michael. Ha sido un privilegio que nos hayas regalado tu carrera, la más grande que el olimpismo ha visto jamás.
De salida: Me llena de coraje incluirte en esta columna pero no me dejas más opción, Éder Sánchez. Hace 4 años fue la indigestión que te provocó la pasta que comiste la noche antes de competir. Este sábado fue el uniforme que -de acuerdo a tus impresentables palabras- te dieron muy tarde y te sacó del contexto de la carrera.
Para tu desgracia, recordaremos tu trayectoria no por tus logros (bien ganados con tu esfuerzo) sino por tus indignos pretextos que sobajan y desprestigian para siempre tu integridad como atleta.