BARCELONA -- Luis Enrique ya tiene a España donde no muchos pensaban, algunos confiaban y no pocos creían imposible. España es semifinalista de la Eurocopa con un equipo de novatos, una plantilla con 17 debutantes en un gran torneo, una convocatoria sin jugadores del Real Madrid, un grupo entregado al liderazgo de su entrenador, ignorante con sorna de todo el ruido fuera de un vestuario que ha hecho suyo y al que ha inyectado una cultura de trabajo, una ambición y una resistencia encomiables.
No es esta la mejor España que se recuerda, es una selección en renovación, en tránsito hacia un futuro en el que pueda volver a ser considerada entre las grandes del universo futbolístico... Pero es, a la vez, la viva imagen de lo que muestra su seleccionador. Y como tal, tiene la suerte que merece.
Ajeno a todos los debates que ya conoce desde sus tiempos de jugador, cuando observaba las mil polémicas que tuvo que soportar Javier Clemente desde dentro o, ya desde fuera, como se acosó a Luis Aragonés el día que decidió prescindir de Raúl en continuación a la caída en el Mundial de 2006, Luis Enrique es experto en lidiar con ese entorno envenenado que sufre y disfruta a partes iguales.
"Me va la marcha", proclamó más de una vez cuando dirigía al Barcelona. Y esa marcha permanece a su alrededor como técnico de una selección a la que ha sabido mantener al margen de todos los debates y cuitas.
Merece esa suerte Luis Enrique por el convencimiento que transmite y por la personalidad que ha trasladado al equipo español. Se podrá jugar mejor o peor (no fue para nada su mejor tarde la del partido ante Suiza), pero el esfuerzo, compromiso, entrega y pelea se dan por descontados desde el primer momento y hasta el último suspiro.
Al cabo de 13 años de aquella tanda histórica ante Italia en la Eurocopa de 2008 que le dio a los españoles el pase a la semifinal, en San Petersburgo, en el mismo estadio donde hace tres años cayó en la misma tanda Suiza ante Polonia en los octavos del Mundial, España abrazó con las dos manos la fortuna que le faltó tantas veces en el pasado.
No ha sido esta Eurocopa un camino de rosas para Luis Enrique. La comenzó debiendo argumentar tanto la ausencia de Sergio Ramos como la falta de jugadores del Real Madrid que le pusieron no pocos focos encima, siguió con su empeño de esperar a
Busquets a pesar de su positivo por coronavirus, continuó con la polémica del mal estado del césped de La Cartuja y sus cambios que apartaron a Marcos Llorente de la titularidad después de haberlo utilizado como lateral.
Contra todo se rebeló el entrenador y encontró el apoyo incondicional de un vestuario entregado a su liderazgo, que se sobrepuso a los tropezones con Suecia y Polonia en su transito lento pero seguro, sin apartarse de sus condicionantes y entendiendo que sin tener a sus órdenes al mejor equipo sí tenía al grupo ideal.
La suerte se busca y merece, en este caso, ser encontrada. La sufrió Suiza ya antes del partido de cuartos por la sanción de Xhaka, la volvió a padecer con el gol encajado de rebote y más aún con la lesión de Embolo y, por fin, con la expulsión de Freuler. Se agarró la selección helvética a la heróica representada en la figura de Yann Sommer... Pero era la tarde de los españoles.
La suerte fue suya. Buscada y encontrada a través de Unai Simón. Disfrutada por un entrenador especial. Un técnico que no necesita amigos más allá de sus más cercanos y que, visto con desconfianza desde el mundo periodístico, se ha ganado el aplauso, respeto y hasta admiración general.