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Roberto Clemente fue un fiero crítico tanto del béisbol como de la sociedad estadounidense

Roberto Clemente jamás tuvo oportunidad de convertirse en atleta de la vieja escuela. Murió demasiado joven, a los 38, hace ya tanto tiempo que ha estado ausente más tiempo de lo que estuvo con nosotros. El hecho de que aún se le recuerda y venera más de cuatro décadas después de su fallecimiento es un testimonio de la forma en la que vivió, con pasión y orgullo, y el modo en que murió el 31 de diciembre de 1972, en un accidente aéreo, mientras prestaba ayuda humanitaria a Nicaragua, una nación destrozada por un terremoto. Como el santo patrón del béisbol latino, el primero en convertirse en miembro del Salón de la Fama, se ubica únicamente detrás de Jackie Robinson en la lista de jugadores cuya importancia sociológica trasciende el deporte, una posición que el Béisbol de las Grandes Ligas ahora reconoce cada año con el "Día de Roberto Clemente", que este año se iba a celebrar el 31 de mayo.

Sin embargo, Clemente no era un santo gentil, y su mitologización, si bien se ha hecho con buena intención, suaviza la escarpada realidad de su vida y época, y atenúa las importantes cuestiones que vehementemente planteó a mediados del siglo XX y que permanecen vigentes hoy en día, tanto en el béisbol como en la sociedad estadounidense.

Con el resurgimiento del nativismo en la política estadounidense este año, me hubiera gustado que Clemente estuviera presente para responder al candidato presidencial republicano Donald Trump y aquellos que promueven el miedo basado en la geografía, el idioma y la raza, y para enfrentarse a figuras del deporte que no saben nada al respecto, como Mike Tyson, Dennis Rodman, Bobby Knight y Mike Ditka, que se sienten atraídos por la bravuconería y arrogancia de Trump. A Clemente le encantaba ganar y nunca sufrió de baja autoestima, pero en muchos sentidos, su vida contrastó drásticamente con el egocéntrico mundo de las celebridades de la televisión de la actualidad, quienes pueden decir cualquier cosa.

Su imperiosa lealtad no era hacia sí mismo, sino hacia la gente común. Fue una estrella que rechazó los símbolos de la celebridad y parecía más cómodo bromeando con los vendedores de sodas en las tribunas o los jibaros, los agricultores de los terrenos accidentados de Puerto Rico, su isla natal.

Se sentía apasionadamente orgulloso de quién era y de dónde venía: un trabajador migratorio, que hacía peregrinajes anuales al norte al territorio continental para ganarse la vida, y miembro de la Reserva de la Marina de Guerra de los Estados Unidos quien, como todos sus compatriotas puertorriqueños, nació y creció como ciudadano estadounidense.

Era un perfeccionista poco convencional con la sensibilidad de un artista, perfectamente sintonizado con cada dolor de su cuerpo, un hipocondríaco de seguro, pero aun así sumó más juegos que cualquier otro jugador en la historia de los Piratas de Pittsburgh y que constantemente trató de superar los estereotipos peyorativos del latino emotivo e informal.

Fue un atleta cuyo estilo y belleza en el campo de juego no podría cuantificarse adecuadamente con estadísticas, y menos por el furor moderno de la analítica computarizada. Ningún número o ecuación podría transmitir la emoción de ver a Clemente lanzar una pelota desde el fondo del campo derecho hasta la tercera base.

Era un activista que se negaba a que lo trataran como ciudadano de segunda en el ambiente racista del Sur durante los entrenamientos de primavera y que luchó por encontrar su lugar en Pittsburgh, una ciudad norteña con población negra y grupos étnicos blancos de gran tradición, pero pocos latinos.

Era el atleta excepcional que crecía como ser humano mientras disminuían sus talentos físicos, volviéndose cada vez menos defensivo y más abierto a las posibilidades e injusticias de este mundo, un humanitario cuyo compromiso hacia los demás lo llevó a una muerte trágica en la víspera de año nuevo de hace tantos años.

Era un hombre negro que expresaba su opinión en una segunda lengua, un pensador inteligente cuyas declaraciones eran presentadas con condescendencia en un inglés deficiente por periodistas deportivos estadounidenses que no sabían nada de español.

A principios de mayo, cuando un periodista deportivo en Houston citó al entonces jardinero de los Astros, Carlos Gómez, con un inglés deficiente, mi pensamiento voló inmediatamente a Clemente, quien habría comprendido la angustia del jugador latino. Ahora, más de medio siglo después, surgía la misma tensión entre el "realismo" periodístico, la comprensión cultural y la dignidad personal que Clemente tuvo que hacer frente desde que llegó a las Grandes Ligas en 1955. Gómez, quien creció en la República Dominicana, fue citado diciendo: "The fans be angry. They be disappointed" (que en español se traduciría como "Los fanáticos estar enojados. Ellos estar decepcionados"). La cita era literal y humillante al mismo tiempo, y frente a la crítica, el editor del periódico ofreció una disculpa.

Fue peor para Clemente, y no se le ofreció ninguna disculpa. Nos remontamos a 1961, el año después de que Clemente ayudó a los Piratas a ganar la Serie Mundial venciendo a los imperiales Yankees de Nueva York. En el Juego de Estrellas a mediados de verano, jugado en el túnel de viento del Candlestick Park en San Francisco, Clemente asumió su posición entre un grupo de jardineros de la Liga Nacional que quizá se clasifica como el más grande en la historia del béisbol: Willie Mays en el centro. Orlando Cepeda en el jardín izquierdo. Clemente en el derecho. Hank Aaron y Frank Robinson en la banca. El juego se fue a entradas extras... ¡los fans recibieron con creces su recompensa por su dinero! Y Clemente fue la estrella más grande entre las estrellas, al batear un triple, impulsar una carrera temprana con un elevado de sacrificio y, finalmente, conectar un sencillo en contra del nudillista Hoyt Wilhelm para que Mays anotara la carrera decisiva desde segunda base en la décima entrada.

La mañana siguiente, el titular del periódico Pittsburgh Post-Gazette citó a Clemente. "I GET HEET. I FEEL GOOD. (que en español se traduciría como "Conseguí heet. Me siento bien.) Heet, en lugar de hit. El artículo de la agencia Associated Press debajo del título lo llevó aún más lejos, al transcribir la descripción de Clemente de este modo: "I jus' try to sacrifice myself, so I get runner to third if I do, I feel good. But I get heet and Willie scores and I feel better than good. When I come to plate in lass eening... I say that I 'ope that Weelhelm peetch me outside..." (en español, "Solo trat' de sacrificarme, así llevé corredor a tercera, y si lo hago, me siento bien. Pero conseguí heet y Willie anota y me siento más que bien. Cuando llego al plato en el último eening... dije, espero que Weelhelm lance por afuera...")

Decir que Clemente estaba molesto cuando leyó el periódico es minimizar su reacción. Pero ya estaba bien molesto. Fue en ese mismo vestidor, con la prensa deportiva nacional rodeándolo por primera vez desde la Serie Mundial, que expresó su frustración por la forma en que los periodistas deportivos lo habían ignorado en la votación para el premio al Jugador Más Valioso en 1960. Había tenido un desempeño brillante en un equipo campeón, al batear por encima de .300, encabezar a los Piratas en carreras empujadas y hits para ganar juegos, jugando en el campo derecho con brío y un brazo insuperable. Y aun así, terminó octavo en la votación de la Liga Nacional, por debajo no solamente de sus compañeros de equipo, Dick Groat y Don Hoak, quienes terminaron 1-2, sino también consiguiendo menos votos que Lindy McDaniel, lanzador de relevo de los Cardenales de San Luis. Clemente pensaba que había sido desairado por una serie de razones: no era un chico local, como Groat, hablaba un idioma distinto, y no se entendía bien con muchos escritores de béisbol, quienes lo consideraban impulsivo y malhumorado.

Lo que conduce a un asunto de mayor importancia que involucra la mitificación. Tras su muerte, Clemente se convirtió en una persona querida y admirada, no solo en Puerto Rico y toda Latinoamérica, amante del béisbol, sino especialmente en Pittsburgh, donde jugó la totalidad de sus 18 temporadas. Pero no siempre fue así en sus días como jugador. La glorificación después de la muerte es una condición común cuando se trata de grandes atletas que resultan desafiantes en distintas maneras, como Jim Thorpe, Jackie Robinson, Ted Williams, Jim Brown, Muhammad Ali. Pasó lo mismo con Clemente. No solo tuvo que hacer frente a la prensa local, también tuvo que superar los prejuicios innatos de los aficionados de los Piratas, en su mayoría blancos de la clase obrera. Richard Peterson, un ensayista lírico que creció en el sur de Pittsburgh, escribió más tarde con pesar cómo había jugado en los jardines en su equipo de preparatoria durante la época de Clemente y había buscando un héroe y ejemplo a seguir y cómo se hubiese aferrado a Clemente, si hubiera podido superar las actitudes culturales de su "vecindario de cerveza y disparos, definido por los enclaves étnicos, una mentalidad de planta de acero y la profunda desconfianza de las minorías".

Clemente era un gran admirador del Dr. Martin Luther King Jr., al apoyar su filosofía de no violencia e integración racial, lo común en Puerto Rico. Durante una visita a la isla, King pasó una larga tarde en la granja de Clemente, donde los dos hombres caminaron entre el ganado y las ovejas, mientras hablaban sobre raza y economía e identidad y política. Clemente no dejaba de pensar en dichos temas, ni siquiera en el camrino. Tenía las mismas probabilidades de reflexionar sobre los derechos civiles que sobre los lanzamientos en curva de Sandy Koufax o Juan Marichal.

"Nuestras conversaciones siempre giraban en torno a que todas las personas, independientemente de su lugar en la sociedad, deberían llevarse bien, y que no existía excusa para justificar lo contrario", recuerda Al Oliver, uno de sus compañeros de equipo más cercanos. "Tenía problemas con la gente que te daba un trato distinto por tu lugar de origen, nacionalidad, color, y también con el mal trato a la gente pobre. Eso es lo que más respetaba de él: su carácter, las cosas en las que creía".

Sin embargo, había algo de Malcolm X en la sensibilidad de Clemente. Cuando se incorporó a los Piratas durante el entrenamiento de primavera en Florida, mucho antes de que la Ley de Derechos Civiles de 1964 abriera lugares públicos en el Sur, la política vigente era que cuando el equipo se detenía a comer, los jugadores negros se quedaban en el autobús y esperaban a que sus compañeros de equipo les trajeran comida de los restaurantes que solo servían a personas blancas. Su amigo Vic Power, otro puertorriqueño negro, pero de carácter alegre, solía bromear que siempre que un restaurante le decía que no servía a personas de color, solía responder: "Está bien, no quiero comer personas de color, solo quiero arroz y frijoles". Para Clemente no era un chiste. De ninguna forma se iba a quedar sentado a esperar en el autobús. En cambio, les exigió a los Piratas que les facilitaran a los jugadores negros una camioneta para que pudieran conducir ellos mismos y detenerse en los restaurantes que sí les dieran servicio. Y se expresaba en términos contundentes contra la segregación basada en leyes racistas cada vez que podía, aunque a menudo los únicos reporteros interesados eran de periódicos de negros, como el Pittsburgh Courier y el Chicago Defender.

Durante las seis décadas transcurridas desde que Clemente llegó a las ligas mayores hasta ahora, el porcentaje de jugadores de origen afroamericano aumentó cerca del 19% y después cayó dramáticamente por debajo del 10%, mientras que el porcentaje de jugadores latinos ha venido en continuo aumento y ahora representan cerca del 30%.

Durante este tiempo, el béisbol se cayó de su alto pedestal como el pasatiempo nacional, y ha sido sobrepasado por la NFL en todas partes y por el básquetbol en las ciudades. El béisbol parece demasiado lento en la acelerada e impaciente cultura moderna. En cierta medida, se cierra el círculo del aburrimiento. Es difícil imaginar a un niño actual, en cualquier sociedad, tan carente de otras cosas que hubiera, como el joven Roberto en la ciudad de Carolina, llenando un calcetín con piedras o tierra compactada para hacer una pelota de béisbol y lanzarla una y otra vez contra una pared. Es más probable que ese niño descargue un video juego en su teléfono móvil. El mismo Puerto Rico se volvió tan urbano, tan acostumbrado a las sensibilidades culturales de Nueva York, que el básquetbol en muchas zonas ha superado al béisbol como el deporte favorito.

En sus esfuerzos por adaptarse a los tiempos en que vivimos, el béisbol sigue dos tendencias que en ocasiones funcionan en contraposición. En una, muchos peloteros exigen que se les permita expresar su individualidad y que no se les obligue a ajustarse a las normas del béisbol de la vieja escuela. En realidad, no es una cuestión de raza o nacionalidad, Bryce Harper pone el mismo énfasis en este movimiento que José Bautista. Y lo cierto es que este tipo de comportamiento ni siquiera es nuevo. El béisbol ha contado con una cuota desproporcionada de personajes pintorescos y momentos inquietantes a lo largo de las décadas. (Por ejemplo, Jimmy Piersall corrió las bases de espaldas o Dick Allen respondió a las críticas de los fans escribiendo "BOO" en la tierra con sus spikes. ¿Cuántas veces los veríamos en YouTube o Sports Center el día de hoy?) Creo que Clemente habría mostrado simpatía hacia Harper y Bautista. Creía tan firmemente en la libre expresión individual que cuando concedió una entrevista en el camerino después de ser nombrado JMV de la Serie Mundial de 1971, decidió responder primero en español. Y como dije anteriormente, no era ningún santo. En una ocasión, afuera del estadio en Filadelfia, donde con frecuencia se mezclaba con los fans, le dio un golpe a un joven que le pareció demasiado agresivo.

La otra tendencia es la evangelización de la analítica. Soy agnóstico en cuanto a esta religión. No tengo nada en contra de usar los análisis estadísticos para determinar la mejor manera de ganar, para cada turno al bate y a lo largo de una temporada. Los adeptos afirman que su obsesión es imparcial y que el sistema no distingue el color de la piel, que los números no tienen color ni hablan otro idioma distinto a las matemáticas. Ese es su derecho, pero cuéntenme a mí entre los escépticos. Existe una superioridad superficial de niño blanco en algunas directivas y entre los analistas profesionales que me molesta. Las victorias sobre reemplazo (WAR, por sus siglas en inglés) no pueden cuantificar el liderazgo o la electricidad y belleza atlética, y esas son las dos características que hicieron que Clemente fuera memorable.

Era un jugador brillante, con un promedio de por vida de .317 y un armario lleno de Guantes de Oro, pero estadísticamente no era el mejor: no bateó suficientes jonrones ni tomó suficientes bases por bola; y todo a su alcance estaba en su zona de strike. Pero yo preferiría ver a Clemente que a cualquier otro jugador que haya visto. Preferiría verlo girar su adolorido cuello una y otra vez mientras caminaba lentamente al plato; verlo estirarse para alcanzar una bola rápida alta y afuera, y con su largo y pesado bate conectar un doble por toda la línea; observarlo correr las bases como si estuviera huyendo de un incendio; verlo galopar para recoger un sencillo y despreocupadamente mandar la pelota hacia el intermedista; verlo arrojarse hacia la pared, atrapar un largo elevado y hacer ese tiro dorado.

Y más que cualquiera de los jugadores de la actualidad, preferiría escucharlo, en cualquier idioma, hablar sobre su sentido de lugar y orgullo de raza y su determinación inquebrantable de apostar no por los peores instintos de la humanidad sino por sus ángeles más benévolos. Cualquier día, no solo el "Día de Roberto Clemente".

Corrección: Este artículo se modificó para corregir los errores sobre quiénes iniciaron en los jardines del Juego de Estrellas de 1961 y cuánto tiempo permanecieron en el juego.

David Maraniss es el autor de "Clemente: La pasión y el carisma del último héroe del béisbol".