El socio de Peñarol habló. Y se hizo oír. Gritó basta, desgañitándose. Prefirió apostar por un cambio de rumbo a dejar abandonada la suerte de su club por miedo a lo nuevo.
Ninguna institución deportiva en Uruguay ha sido tan presidencialista como Peñarol y ninguna, a lo largo de la historia, ha estado tan marcada y ha dependido tanto de célebres apellidos que guiaron su destino. La mejor demostración de esta característica única está en las tribunas del Campeón del Siglo. Cuando Peñarol construyó su estadio eligió ponerle los nombres de sus presidentes más destacados en lugar de sus glorias futbolísticas. Nada de Lorenzo Fernández, Piendibene, Obdulio Varela, Máspoli, Mazurkiewicz, Míguez, Ghiggia, Tito Goncalves, Spencer, Rocha o Morena. Las tribunas son Henderson, Güelfi, Cataldi y Damiani.
Pero el sábado cayó el último de los apellidos eternos. Por un margen estrecho Ignacio Ruglio le ganó la presidencia a Juan Pedro Damiani, quien intentó volver luego de tres años y perdió por primera vez una elección.
Supo Ruglio dar un mensaje claro en la campaña, presentarse como el cambio, pararse a un costado de la directiva actual aún cuando fue parte de ella junto a su grupo político. Eso lo consolidó como la opción ante Damiani. No habrá certezas sobre cuánto influyó en los indecisos el incalificable spot con el hincha de Nacional presentado en las horas previas a la elección por Damiani pero seguro le jugó en contra.
Sin embargo, quedarse con esa única lectura de la elección es miope. Porque a la victoria de Ruglio se le sumó la gran sorpresa de Guillermo Varela, un outsider que con una campaña corta y efectiva cautivó a buena parte del electorado.
Y ahí está lo más importante de las elecciones: el socio de Peñarol castigó a quienes condujeron al club en los últimos 15 años. Todos ellos fueron abofeteados. Atados a un proyecto deportivo que nunca respetó procesos y que resultó exitoso en contadas excepciones, la frutilla de la torta la puso Jorge Barrera durante su último mandato. Fue él quien generó todas las condiciones para el hartazgo generalizado. No había forma de defender tantos desatinos a nivel deportivo ni aferrarse a algunos hechos positivos cuando la toma de decisiones fue tan errática y generó el caos dentro de la cancha.
Ruglio cambió una lógica. Anunció la llegada de Pablo Bengoechea como director deportivo y Gabriel Cedrés como gerente deportivo. Quizá el socio pensó que, por una vez, las decisiones sobre el equipo la tomarían personas que saben del tema. Respetados, serios y profesionales, la llegada de ambos no solo le hace bien a Peñarol sino que contribuye al fútbol uruguayo todo.
Ruglio tiene por delante muchos desafíos, entre ellos que Peñarol vuelva a ganar en la cancha. Pero eso lo conseguirá solo si supera el reto principal: la unidad dentro del consejo directivo. Que todos los grupos que lo conforman tiren para el mismo lado, que dejen de hacer política partidaria y de pasearse por los medios, que piensen en el bien de Peñarol y no en el beneficio político que puedan sacar. Algo que fue patrimonio del club durante décadas y que jamás pudo conseguir en los últimos 15 años. Damiani ni siquiera lo intentó, Barrera quiso pero fracasó en el intento.
Con 41 años Ruglio está ante la oportunidad que sueña desde hace años. Sus íntimos cuentan que ser presidente del club fue su desvelo.
Peñarol pasó página al último apellido célebre y tiene por delante la incertidumbre que siempre genera la nueva hoja por escribir. Solo el tiempo dirá si los socios acertaron con Ruglio. Pero las urnas dejaron bien claro lo que no quieren más.