<
>

El futbolista mexicano, amante del privilegio, dejó de respetar a su afición

LOS ÁNGELES -- He compartido alguna vez esta escena. Noche de sábado, hace años, en el Estadio Jalisco. Chivas había perdido. Entre el tumulto doliente, una familia camina delante de mí. El tipo, con un tufo pestilente a alcohol, súbitamente, se deshace violentamente de la mano de su hijo, un pequeño de seis o siete años. El niño se refugia lloroso en el regazo de la madre, quien lo acurruca junto a la hija, pequeñita también, desconcertada. “¿A dónde vas?”, le grita al personaje, que desborda su obesa y alcoholizada humanidad desbordándose en la castigada camiseta del Guadalajara. “¿A dónde vas?”, le insiste ella. Él se había perdido entre la muchedumbre. Ella se queda ahí. Sola. Avergonzada. Desamparada. Impotente. Abandonada. Apretujando contra su rechoncha humanidad a un par de mocosos sollozando, que no entendían qué había ocurrido.

Circula por redes sociales el video de Gonzalo. Enfundado en la rojiblanca, oculta el rostro contra la pared. Devastado porque había perdido Chivas, se convulsiona en llanto y golpea el muro. La esposa lo observa. Alguien le urge a entrar en razón: “¡Ya, Gonzalo!”. “¡Aguas con los chavillos!”, tercia otro. “¡Te están viendo tus hijos, compórtate ya!”, insiste el primer allegado al tipo turbado y perturbado por el revés de su equipo.

Y hay muchos otros ejemplos de histerias, fanatismos y violencias descontroladas, no sólo de Chivas sino de cualquier equipo que Usted se imagine.

Cierto, estos casos no reflejan el total de los aficionados. Hay quienes asumen el resultado como un desenlace propio de una competencia. ¿Duele? Seguramente, pero no para dramas o tragicomedias.

Y claro, hay otros patrones de conducta aún más graves, deplorables, tristes, enajenados y desesperados. Desde los que agreden a su propia gente, hasta los barbajanes de redes sociales, que desde la cobardía del anonimato amenazan con violencia extrema a otros aficionados o incluso a jugadores.

¿Será consciente de todo lo que provoca el jugador? Y me refiero a los dos primeros casos. Tipos de flagrante confusión de valores, pero que desquitan su frustración y rabia con lo más poderoso y valioso que tienen, como es su familia.

¿Respetará el jugador de futbol a su afición? ¿La valorará puntualmente en lo que representa en su vida? ¿Estará al tanto de las repercusiones de sus buenas, malas y peores acciones?

¿Entenderán los que brindan con vodka sabor tamarindo el enorme impacto que puede tener entre muchas personas la negligencia profesional que luego mostrarán en la cancha? Y los que acuden a palenques y se embriagan. O los que acuden a fiestas privadas y saben los brutales efectos del alcohol en su organismo.

Y los que rompen los protocolos de Pandemia, y los que abren clandestinamente bares cerrados en Guadalajara durante el semáforo rojo. Y los que organizan fiestas en Monterrey, en Torreón, en Tijuana, en León, y en otras plazas futboleras. Ellos, todos, ¿de verdad respetan a sus aficionados?

¿Qué será más improbable, que el futbolista asuma la responsabilidad en el impacto social que tiene, o que el aficionado aprenda mesuradamente a integrar un resultado de futbol en el orden o el desorden de su vida diaria, y que lleve a la práctica la verdad de Arrigo Sacchi: “El futbol es lo más importante de las cosas menos importantes”?

La lógica diría que lo más factible es lo primero, que el futbolista reencauce sus escenarios y entendiera el impacto de brindarse pleno 90 minutos, y respaldar esos momentos con una vida ordenada el resto de la semana, mientras está en competencia.

Pero, a pesar de ser mitificado, casi deificado, por seguidores y medios, la realidad es que detrás de cada jugador hay un simple ser humano, tan simplón como expuesto a las debilidades y fragilidades, a las tentaciones y a las complicidades perniciosas.

Alguna vez, platicando con Carlos Miloc, técnico uruguayo, campeón con Tigres, reconocía que alguna vez pensó en hacer desfilar a sus jugadores en medio de la turba, a la salida del estadio, después de uno de esos partidos en los que la abulia, el desdén y el cinismo se apoderaba de ellos. “La pasarían muy mal, pero entenderían cuánta ilusión hay en tanta gente. Y ellos juegan al futbol, son unos privilegiados, no trabajan en las minas de sal, doce horas corridas”, comentaba.

¿Respetarán los jugadores de Chivas a su afición? ¿Y los de Tigres y Pumas? Y los de tantos otros señoritos oligarcas que tienen el maravilloso privilegio de jugar al futbol. Hoy no podemos, agregar ahí a Cruz Azul y América, porque comandan el torneo, pero ha habido tiempos de miserias, en los que, igualmente, cabe la pregunta.

El jugador es un chantajista, en general. Jura y perjura en nombre de la afición, y queda claro que no la contempla ni como muchedumbre ni como individuo. Y es tan poco lo que les piden. Porque se conforman con 90 minutos de gallarda, generosa, honrada y transpirada devoción por unos colores, y no sólo por el abultado cheque.

Todo este repaso, con muchas aristas pendientes, se atraviesa como tema, ante un detalle maravilloso del equipo Ajax Amsterdam. Decidió fundir el trofeo de campeón de la Eredivise, y confeccionar 42 mil estrellas para entregarlas a sus socios, como un símbolo histórico y maravilloso de su reconocimiento a todos ellos que estuvieron ausentes a causa de la Pandemia.

Deseable es que alguna vez, clubes y futbolistas en México entiendan puntualmente a quién, y por quién, dignificar cada uno de esos 90 minutos en una cancha de futbol.

Marcelo Bielsa reacciona de manera muy peculiar, como pocos jugadores o entrenadores en el mundo, ante un resultado adverso: “Después de una derrota no puedo jugar con mi hija, no puedo ir a comer con mis amigos; es como si no mereciera esas alegrías cotidianas”, asegura.

Hoy, cuántos futbolistas y técnicos, han hecho de la derrota un acto comodino de supervivencia. Si permanecen inalterables ante el fracaso, ¿cómo esperar que se sublimen por una victoria?