Las virtudes de River fueron los defectos de Boca en el Superclásico del Torneo de la Liga. Encajaron. Como si se tratara de elementos cóncavos y convexos. Caras de la misma moneda. Por eso, la victoria del equipo de Marcelo Gallardo en la Bombonera se ve como algo natural. Lógico, si eso existiera en el fútbol argentino.
River fue inteligente, Boca no. River aprovechó los errores del rival, Boca no. Los talentosos de River aparecieron cuando más se los necesitaba, los de Boca no. Boca jugó nervioso, River no. Boca no supo gestionar las emociones, River sí. Boca vive un momento de incertidumbre dentro y fuera de la cancha, mientras que River está en plena evolución.
En ese contraste se vivió el Superclásico en la soledad tarde de la Bombonera. El pueblo boquense llenó su estadio desde muy temprano y empujó a un equipo que no se dejó empujar. Nunca el conjunto dirigido por Diego Martínez entendió cómo jugar este partido. Siempre estuvo incómodo. Sufrió sus propias limitaciones durante los más de cien minutos que duró el encuentro. Y así no hay manera de afrontar un desafío de esta magnitud.
River fue todo lo contrario. Desde días antes, cuando Gallardo definió que jugaría con varios "suplentes", tuvo claro el plan. No necesitó a su hinchada para jugar con la actitud necesario en campo rival. El juego lo tuvo como dominador siempre, más allá de algunos momentos en los que casi paga su falta de contundencia y sus imprecisiones.
El partido tuvo la emoción implícita de cualquier Superclásico. Fue bien jugado solo por momentos y por la jerarquía de algunos futbolistas de River, sobre todo Manuel Lanzini, Santiago Simón y Paulo Díaz. El número 10 jugó como en su primera etapa en el club. Fue el líder absoluto. Abrió el camino desde la gambeta vertical y rápida y generó murmullo en la platea cada vez que tocó la pelota. Marcó el gol, sí, pero su aporte excede el 1-0. Juntó marcas y abrió espacios, se asoció y brilló.
Boca nunca pudo encontrar la forma de cubrir esos espacios que abrió Lanzini y también Simón. Ninguno de los mediocampistas del local estuvo a la altura, con la honrosa excepción de Cristian Medina, más por arrojo y vergüenza que por calidad. Kevin Zenón se mostró aislado, aunque menos que los dos llaneros solitarios del ataque, Edinson Cavani y Miguel Merentiel.
Otro punto que separa a River y Boca fue la tarea de su defensa. El visitante tuvo en Díaz al central imperial de tantas otras tardes, bien acompañado por Leandro González Pirez, Federico Gattoni y luego Germán Pezzella. A pesar del nulo rodaje, la línea de tres funcionó bien y sostuvo al equipo. En cambio, la zaga de Boca volvió a quedar en deuda. Marcos Rojo perdió varias veces cuando salió a anticipar y Cristian Lema se fue expulsado sobre el final, como para culminar otra pobre actuación.
River supo ganar las pelotas divididas que Boca perdió. No por mostrar más sacrificio o mayor temperamento, sino porque estaba mejor plantado en el partido a partir de la confianza táctica que partió desde Gallardo e irradió a todas las líneas. Además, aunque jugó con un once repleto de cambios, el talento de Lanzini fue suficiente como para marcar el ritmo. Los jugadores de jerarquía son capaces de eso. A partir de un par de toques, de algunas decisiones acertadas, tuercen el destino de un encuentro.
Boca y River llegaron al Superclásico con los mismos puntos en la tabla, pero realidades muy diferentes. Reconstrucción y evolución en River; dudas y preocupación en Boca. Uno en cuartos de final de la CONMEBOL Libertadores y el otro ya eliminado de la Sudamericana. Más diferencias. Uno con un técnico que se ve capaz de todo. De todo. Otro con un entrenador más cerca de la salida que de la llegada. Puro contraste.
River jugó en la Bombonera con la firmeza de un River de Gallardo cualquiera. Con identidad y absoluta confianza en sus propias armas. Esa virtud rotunda es el reverso exacto de las dudas y la timidez de un Boca que sufre. Así fue este Superclásico de contrastes.