Es lunes 22 de mayo de 1989. En el Ritz, un modesto hotel de tres estrellas de Módena, Julio Velasco carraspea para aclarar la voz. “Señores, dentro de los próximos años nos convertiremos en uno de los seleccionados más fuertes del mundo”, dice en italiano, aunque todos destacan su fascinante acento sudamericano. “En los dos próximos años tenemos que estar entre los cuatro mejores del mundo y en cuatro años, jugando finales”, agrega ese argentino de 37 años que viene de ganar su cuarta corona consecutiva de la Liga Italiana, la NBA del vóley, con la Panini Módena.
Los jugadores lo miran casi como a un lunático. No comprenden tanto optimismo. En el Europeo 1987 fueron novenos, la misma ubicación de Seúl 1988, los Juegos Olímpicos a los que entraron por la ventana, debido a la deserción de Cuba. La medalla de bronce olímpica de Los Ángeles 1984 es engañosa: las ausencias por el boicot del bloque soviético son la gran explicación. El segundo puesto del Mundial 1978, jugado en casa, fue un milagro lejano.
Hasta ese día de 1989 en que Velasco da su primera charla ante los convocados para la Selección, Italia está lejos de ser una potencia.
En los años siguientes, ese seleccionado pasará a ser conocido como “la Generación de Fenómenos”. Gozará de una popularidad casi inverosímil. Y ganará, de la mano de Velasco, dos Mundiales, tres Europeos y cinco Ligas Mundiales, más una plata olímpica. En 2001, la Federación Internacional (FIVB) lo elegirá como el mejor equipo masculino del siglo 20.
El argentino fue apodado Rey Midas en una Italia rendida a sus pies. Estudiante de Filosofía al que le faltaba media carrera cuando tuvo que mudarse de La Plata a Capital Federal para pasar inadvertido en tiempos oscuros para militantes políticos de izquierda, mente lúcida y vanguardista en múltiples planos –incluida la crítica a los dogmas ideológicos-, Velasco adquirió en Italia una popularidad desconocida para cualquier persona proveniente de un deporte que no fuese el fútbol. Personaje de perfil altísimo, fue tentado por la política, los medios y hasta el ambiente del fútbol. Todos lo querían cerca.
En 2024, al mando de la selección italiana femenina, buscará el único oro que no consiguió como capitán del barco azzurro masculino: la medalla dorada olímpica. Primero deberá clasificar a su equipo a los Juegos de París 2024. De todos modos, si no tiene una debacle inimaginable en la Liga de las Naciones (VNL) de este año, Italia obtendrá uno de los cinco cupos olímpicos vacantes, que se definirán por el ranking mundial.
La Naranja más amarga
Países Bajos –en aquel momento Holanda-, un equipo que surcó los cielos en los noventa y perdió su brillo como una estrella fugaz, le arrebató a la Italia de Velasco sus sueños dorados en los Juegos de Barcelona 1992 y Atlanta 1996, en aquella época en la cual la Azzurra era siempre favorita al primer escalón del podio.
Antes de los Juegos disputados en España apareció la comparación más elogiosa y a la vez maldita: la Nazionale era, para muchos, como el Dream Team estadounidense, acaso el mejor seleccionado de un deporte colectivo de todos los tiempos, con Michael Jordan, Magic Johnson, Larry Bird y compañía.
“No somos el Equipo de los Sueños. Somos un equipo que sueña. La hegemonía italiana no existe. Hay una gran diferencia con el Dream Team estadounidense. Hemos ganado mucho pero no hay un abismo entre nosotros y los demás”, repetía Velasco por aquellos días.
El triunfo en el debut olímpico contra Francia no dejó conforme al entrenador argentino, quien remarcó que parecían fantasmas al lado del equipo que dominaba a lo largo y ancho del mundo. Luego se encadenaron triunfos sobre España, Japón y Canadá, para alcanzar anticipadamente el primer puesto del grupo. Italia llevaba 18 triunfos en 20 partidos oficiales de 1992. Los medios ya analizaban los posibles cruces hasta el oro: esa medalla no podía colgar del pecho de otro seleccionado que no tuviera camiseta azul.
“Para nosotros, el oro es el único metal que importa. Ser segundos o terceros sería una derrota”, dijo el capitán, Andrea Lucchetta. El 1-3 contra Estados Unidos, en el cierre de la primera fase, fue la previa al cruce de cuartos de final contra Holanda, que venía de ser cuarta en su grupo, después de perder con Cuba, Brasil y el Equipo Unificado (la ex Unión Soviética).
A las 10.30 de la mañana del 5 de agosto, Italia y Holanda iniciaron un partido memorable. Los tulipanes tenían un plantel de físicos prodigiosos, con un promedio de 2,04 metros, algunos centímetros más que el Dream Team estadounidense de básquet. Holanda dominaba con claridad cuando su armador Peter Blangé, de 2,05 metros, cayó al tendido por una lesión en un tendón de Aquiles. La Naranja, que estaba 1-0 y gozaba de ventaja en el segundo capítulo, pasó al desconcierto. Avital Selinger, de apenas 1,75 metros e hijo del entrenador, Arie Selinger, reemplazó al gigante Blangé.
La Generación de Fenómenos se puso 2-1 y pensó que el rival estaba nocaut. Nada más equivocado. Holanda forzó el tie-break de paridad endemoniada. Se dio, entonces, una situación inédita: estaban igualados 16-16 y el reglamento de ese momento decía que el quinto capítulo se terminaba en 17. Ese juego haría cambiar las normas.
Zwerver recibió y la pelota llegó a Selinger, quien buscó a Van der Meulen: el opuesto atacó y la pelota se desvió sobre la red. Hubo un suspenso digno de un thriller. Luego, el árbitro hizo la seña esperada. Deslizó la palma de una mano delante de la otra: significaba que la bola había rozado en Cantagalli. Los holandeses corrieron enloquecidos. Los italianos parecían extraviados: el equipo supuestamente destinado al oro debía conformarse con el quinto puesto. El jugo de naranjas más amargo de la historia.
Atlanta: en busca de la fórmula de la perfección
Atlanta, la sede de la Coca Cola, le arrebató a Atenas, la cuna del olimpismo, los Juegos del centenario. Negocios son negocios. Y así como nadie pudo encontrar la fórmula de la bebida cola más conocida en el planeta, Velasco no pudo llegar a la receta para colgarse esa medalla dorada tan deseada. El argentino cuidó cada detalle. La Nazionale incoporó una psicóloga –Bruna Rossi, toda una novedad en aquel momento- y se diseñó un ambiente intimista, para evitar distracciones, en una zona alejada de la Villa Olímpica.
Aunque había jugadores lesionados o lejos de su mejor forma física, Italia arrasó en la fase de grupos: superó, sin ceder ni un solo set, a Corea del Sur, Túnez, Holanda –poco antes, los tulipanes habían ganado la final de la Liga Mundial-, Rusia y Yugoslavia.
En cuartos de final se cruzó con Argentina. En la previa, Velasco recordó la tarde en que Jorge Taboada, su maestro en el vóley y en la vida, apareció en el campo de deportes del club Universitario de La Plata y preguntó quién quería aprender a jugar al vóley. “Es por la elección de esa tarde que estoy aquí”, dijo emocionado.
El triunfo en cuatro sets contra la celeste y blanca dirigida por Daniel Castellani y el mismo resultado contra Yugoslavia pusieron a la Azzurra en la final olímpica. “Hemos superado una presión tremenda y ahora esta maravillosa medalla espera ser coloreada: puedo decir que la plata me emociona, pero no es suficiente para mí”, declaró el entrenador platense.
El partido fue trepidante y colosal. Y llegó, por supuesto, a cinco sets. Holanda tuvo el primer match-ball pero Italia lo salvó y, después de una gran defensa, pasó arriba con una diagonal explosiva de Andrea Giani. Era la chance del oro. La Naranja resistió, se hizo enorme en bloqueo y aprovechó su momento.
El tablero estaba 16-15. Papi, experto en recepción, falló como nunca. Italia la pasó como pudo. Zwerver pegó un palazo pero la Azzurra la mantuvo en juego. Papi y Tofoli se encimaron. La bola salió sin precisión. Giani, sin ángulo, intentó un milagro geométrico. La pelota rozó la varilla. La gloria y la derrota pueden estar separadas por milímetros. La dorada tenía dueño: Holanda.
El Midas argentino no pudo convertir en oro ese único título que faltaba. Paradójicamente, esa Italia de Velasco se parecerá a la Naranja Mecánica holandesa, un equipo de ensueño que nunca ganó un Mundial de fútbol
Aquel 4 de agosto de 1996, Velasco vivió uno de los días más tristes de su vida. En su cabeza seguramente hay fijada una fecha. El 10 de agosto de 2024. A los 72 años –los cumplirá el 9 de febrero próximo-, el argentino buscará una medalla dorada con perfume francés. Querrá abrazarse a ese oro rebelde que ya se le escapó dos veces.