Stephen Curry no corre por la cancha de básquetbol, se desliza. No elude rivales, baila. Es un movimiento en continuado, arte edificado con las piernas en estado periódico, que encuentra euforia cuando nos recuerda que lo que hace es -o parecer ser- básquetbol. Ese cinetismo surrealista se transforma luego en lanzamiento abstracto que unifica forma y contenido. Encestar como sea, cuando sea y de donde sea. Es un abrir y cerrar de ojos que permite comprender. La unión de puntos imaginarios para contemplar luego la obra maestra que es, claro está, su tiro a distancia. El final del camino en forma de chasquido de dedos para que la afición despierte del estado hipnótico y regrese a la realidad. El alarido general es, entonces, la esperada consecuencia.
Curry no es un base ni un escolta. Ni siquiera es un tirador. Curry es un artista del juego, uno de los grandes genios que aparecen muy de vez en cuando sobre la tierra para destrozar los parámetros existentes. Para reescribir reglas imaginarias. La literatura de Jorge Luis Borges, la pintura de Vincent Van Gogh, la escultura de Miguel Angel y el tiro de Stephen Curry.
No existe una terminología acertada sobre la genialidad, pero podemos definirla, a grandes rasgos, como una combinación de logros creativos, originales, únicos, que no han tenido precedente alguno. Cuando aparece un genio en la sala, ocurre siempre lo mismo: se intenta imitarlo sin éxito alguno y acto seguido se intenta conspirar contra él. Algo así como la conjura de los necios.
Curry no es alto ni fuerte. No pertenece a la generación de híbridos multifunción que hacen de su naturaleza física su ventaja. En absoluto. Curry es inteligente, rápido y con una voluntad de trabajo que le ha permitido esculpir con cincel su talento verano a verano. De los tobillos de cristal que parecían acortarle la carrera a un presente extendido, de maravilla, que lo convierte en la Piedra Rosetta de un juego hecho a base de puntería. El sueño de James Naismith abrazado a la flecha que atraviesa la manzana de Guillermo Tell.
El cuarto juego de las Finales NBA le permitió agregar una espada más a su carrera de leyenda: el heroísmo. Basta de hablar del apoyo de Kevin Durant para alcanzar el éxito. Curry demostró que puede cargar con el peso gigante de un partido de acero a cuestas. De visitante, contra todo y todos. Atlas con el mundo sobre sus espaldas. Tuvo a Andrew Wiggins y Jordan Poole, dos actores de reparto de excelencia, como socios de carácter, pero Klay Thompson -efectivo como siempre- sigue siendo un talento brillante entre algodones y Draymond Green en esta definición no pega una: tira a una piscina y le pega al trampolín.
Curry anotó 43 puntos, su segunda mejor marca en un partido de Finales, y se transformó en el segundo jugador más veterano en pasar la frontera de las 40 unidades y 10 rebotes en una instancia de definición de campeonato. Y lo hizo ante un público caliente, animado y por momentos hostil. Tan grande fue lo del Monaguillo asesino el viernes por la noche que solo un jugador visitante pasó la frontera de 40 puntos en Boston a lo largo de la historia de Finales NBA: Jerry West en 1969.
Pero claro, los números no explican todo. La importancia de Curry fue suprema porque lo hizo cuando importó de verdad. Hizo 24 puntos en la segunda mitad contra el mejor jugador defensivo de la Liga, Marcus Smart. Lanzamientos por el agujero de una cerradura, tiros imposibles uno tras otro para derrumbar la moral de cualquier equipo que tenga la osadía de querer controlarlo. Las camisetas blancas y verdes lo persiguieron con atrapes pero cuando el genio está así, no queda otro camino que aceptarlo y rendirse a sus pies.
Steph les ganó a todos, incluyendo su propio equipo: hizo 43 puntos él contra 39 del resto de los titulares de los Warriors. Se transformó así en el más jugador más veterano en ganarle en anotación a su propio coro de titulares desde que Michael Jordan lo logró en 1998 en el Juego 6 de Finales NBA ante Utah Jazz.
Wardell Stephen Curry II vino del futuro para contarnos cómo serán las cosas dentro de unos años. Anticipado a su tiempo, su juego de vanguardia, de frenetismo extremo, de velocidad en sprint, provoca suspiros y críticas en partes iguales.
Como alguna vez ocurrió con el reloj de 24 segundos o la línea de tres puntos, el reglamento va a cambiar gracias a Curry.
Al básquetbol que alguna vez conocimos, ya lo cambió.