Cuando el 17 de diciembre del 2014 Barack Obama y Raul Castro anunciaron el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre ambos países tras décadas de distanciamiento, simplemente le daban rostro público a un hecho que durante meses se había cocinado en la sombra.
Era el momento del optimismo. La embajada de los Estados Unidos comenzaba a funcionar el 14 de agosto del 2015, el presidente Obama visitaría La Habana el 22 de marzo del 2016 y dos días después los Rays de Tampa Bay Rays vencían a la selección nacional cubana en el Estadio Latinoamericano delante de 55,000 espectadores.
Todo parecía posible. En diciembre del año anterior varias estrellas cubanas de las Mayores habían recibido un permiso especial para retornar a la isla, se verificaban conversaciones entre la Oficina del Comisionado y las autoridades deportivas del país... Hasta los Rolling Stones proclamaron que los tiempos estaban cambiando.
Pero la euforia de los cambios se enfrió nada más Obama tomar el vuelo que lo alejaba de La Habana y apagarse los ecos de los abuelos del rock inglés. La retórica de las trincheras volvía a sus niveles habituales de estridencia y, de pronto, ser pronorteamericano no era tan bien visto como en los días de la esperanza, a pesar de la buena voluntad del gobierno estadounidense para acordar pactos en varios ámbitos de la vida. Regresaban los viejos miedos.
¿Estaba el béisbol en los planes de transformación? Lo estuvo, aunque a niveles de infancia. Se esbozaron algunas ideas para burlar restricciones de la Oficina del Tesoro, sin concretar avances sustanciales. Mientras el resto de la sociedad parecía avanzar, todo lo relacionado con la pelota iba a un ritmo más lento.
Sin duda, las todavía vigentes leyes del embargo económico dificultaron cualquier negocio deportivo donde se movían millones de dólares, pero el panorama político había abierto las puertas a temas que antes eran impensables, y se pensaba que la profundización del intercambio impactaría al béisbol de manera sustancial.
Nadie se dio cuenta que el tiempo pasó a un ritmo devastador y, de un golpe, el terremoto de la elección de Donald Trump el 9 de noviembre del 2016 se instaló de manera amenazadora contra todo aquello aventurado por Obama y su equipo de gobierno. Cuba había perdido dos preciosos años.
Por lo visto y hecho, Trump va en dirección contraria. Ciertos acuerdos de cooperación se han archivado, se vuelven a restringir los viajes individuales, se exigen pasos en una dirección aperturista en lo político y social para volver a la mesa de negociaciones, y todo apunta a que un potencial acuerdo con Grandes Ligas se encuentra en el aire, sino en un lugar peor y oscuro.
Las Grandes Ligas, siempre celosas de no infligir las reglas del juego burocrático, solo reaccionan con guías gubernamentales. Si marcaron paso adelantado con Obama, ahora lo recogen bajo Trump en espera de tiempos más favorables. De vuelta a la guerra de trincheras, a las posiciones inmóviles. Cuba no movió ficha y Estados Unidos no esperó por otro movimiento.
A no ser de que se produzca un colosal giro de timón, el panorama no cambiará al menos mientras el actual presidente siga en la Casa Blanca. La ventana de oportunidad se ha ido cerrando lentamente y la luz apenas pasa. Ciertos interlocutores de ambos lados que capitaneaban el acercamiento deportivo se han replegado hasta nuevo aviso. Y puede demorar.
Mientras, los peloteros siguen saliendo. No tanto por vía marítima y no tanto los de más edad, pero en las divisiones juveniles las partidas son de espanto. Se habla de decenas de jóvenes de 17, 18 y 19 años en la República Dominicana. Se han ido de manera legal, pasando por naciones que no exigen -- si existen, créalo o no -- pasaporte a los cubanos, bajo el reflujo de nuevas rutas.
El equipo Sub-16 que asistió al Panamericano de México en el 2015 se encuentra fuera del país casi en su totalidad. Otros del Sub-18 también emprendieron camino. Se hacen planes para que vengan más. Algunos han firmado ya, como Edgar Martínez, de apenas 16 años. Son los que decidieron no esperar. Están los que prefieren ligarse ahora a un club de las Mayores, aunque sea por menos dinero, y dejar que otros resuelvan el diferendo político.
Lo realmente irónico de todo esto es que solo un pacto con las Grandes Ligas salvará a la Serie Nacional cubana, quizá estructurando un sistema de 'posta' como el de la pelota profesional japonesa, donde el jugador debe permanecer cierta cantidad de años antes de ofrecerse a la puja por sus servicios.
Del equipo actual de primera categoría, salvo Alfredo Despaigne, firmado en Japón, y los prometedores Yoelkis Céspedes y Víctor Mesa, ningún otro nombre despierta interés entre los cazatalentos. Los demás, o son demasiados adultos o no tienen material de estrella. Los mejores ya se fueron y el recambio generacional viene con averías.
Sin duda, la tormenta perfecta parece haber llegado. Los viejos jefes siguen con mando en plaza en La Habana y el nuevo presidente en Washington ha retomado una idea que se creía superada por el anterior. Retrancas a ambos lados del estrecho de la Florida han colocado al pie de la horca lo poco que queda de la pelota cubana.