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2020... aquél que nos despojó del 10 y del 24

LOS ÁNGELES -- Mueres. Hoy. En un apacible cinismo. Inmune. Impune. 2020, ¡que nunca descanses en paz! Tus memorias, de ladrón y genocida, recibirán el vómito negro del repudio eterno. Y te esfumas con tu sonrisa descarada de verdugo gratuito y sepulturero a sueldo. Mueres hoy, impune, impasible, quitadito de la pena. Con la sonrisa guasona del alma podrida de la devastación. Indiferente, aunque dejaste, escribiría Miguel Hernández, mi casa, su casa, nuestra casa, pintarrajeada del dolor y “del color de las grandes pasiones y desgracias”. Mueres hoy, con tus brazos huesudos de impiedad arrullando este 31 de diciembre, como el último hijo de tus 365 de esta tu prole maldita. Tu último suspiro, con ese desdén ominoso de quien, con esa serenidad facinerosa, tétrica, levantó tumbas en los cimientos esperanzadores de vida nueva. Saturaste mi universo, su universo, nuestro universo, de ese grito silencioso, asfixiante, ése el de la pena, el del miedo, el del recelo, el de la desconfianza, el del luto, el del desamparo, el del abandono, el de las distancias insalvables y el de las ausencias irremediables. Mueres hoy 2020, y te irás como esas leyendas oscuras y prohibidas, condenado a los recuerdos clandestinos. Cómo puede pervivir quien dejó más epitafios que bautizos. Lo peor de la peste de tu propia peste, del virus de tu propio virus, fue ensañarte en mostrar las bestias ocultas. ¿Cómo creer que hubo quien acumuló más papel higiénico que oraciones, y más avaricia que caridad? Confinaste al ser humano a vivir en su caverna, y a más de uno le dolió reconocerse al conocerse genuinamente. Dejaste a hijos sin la última bendición de sus padres, y a padres sin el primero de los últimos besos de sus hijos. Los sepelios se convirtieron en un acto íntimo de adiós y desconsuelo. La morgue se pobló y los cuneros se vaciaron. La fertilidad quedó esterilizada. Concebir parecía más un acto de irresponsabilidad que de amor. Excepto a los necios y estúpidos, al resto, nos pusiste una máscara, que se convirtió en bozal. Los ojos y las cejas, han sido el mimo desesperado y torpe de los sentimientos. Arrebataste hasta el más espontáneo, natural, instintivo, primitivo, primario, supremo gesto de amor. Abrazos, besos y caricias se convirtieron en tentativa de homicidio. Y a la humanidad sangrante le quitaste hasta sus más pequeñas, mundanas, insignificantes, pero indispensables y protectoras alegrías. Sí, evacuaste al hombre de sus estadios, de sus arenas, de sus pistas… de sus efímeras plazoletas de felicidad. Pérfida, pagana y apócrifamente te creíste Jesús expulsando del templo a los fariseos. Llenaste los coliseos de silencio, de ausencia. Cada anfiteatro deportivo se convirtió en una osamenta avergonzada e impúdica. Un estadio vacío es un cementerio doliente de sueños, para el que tiene el derecho a soñar desde las tribunas, y para el que tiene la posibilidad de hacer realidad –en las canchas–, sus propios sueños y los ajenos. En ese abandono y con torneos encogidos por el pánico, sus campeones fueron menos campeones. Y sus campeones se sintieron menos campeones. Le arrebataste, al ser humano ya terriblemente atormentado, a sus mayúsculos héroes de las minúsculas gestas, como Maradona y Kobe. Y sus reliquias sólo hacen más grande su presencia, pero más impugnable su ausencia. Mueres hoy, 2020, cínico e imperturbable, con una poderosa lección, sin embargo. Hoy, el ser humano sabe, mejor que nunca, que a la cuna y a la tumba, las separa, apenas, la infinita brevedad de una puerta.