La imagen es muda. Son otros tiempos. Es la contemplación de quien está cerca, pero a su vez se siente lejos. El viejo y el mar de Ernest Hemingway. El capitán Ahab a bordo del Pequod, a la caza de la ballena. Hugo 'Orlando' Gatti, el Loco, y el fútbol. La fotografía puede hablar. Es el retrato de una pasión: el sentido nunca está en el final, sino en el camino.
El Loco está de pie, quieto, con los brazos en la cintura. Contempla el final de una película. Su película. Es lógico, son 44 años. Una vida disfrazada de revolución: en tiempos de manos, Gatti supo pensar con los pies. Frente a él, los jugadores de Deportivo Armenio celebran un gol impensado. Él no dice nada. Tal vez intuye, sin saberlo, lo que será el día después. Observa a los rivales festejar y luego a las tribunas. Se siente merecedor. Se siente víctima. El último suspiro de una Bombonera interminable. La última postal en movimiento de una carrera sin moldes.
Gatti ya debería estar retirado. Es lo que se dice en los cafés porteños ¿Para qué seguir tanto? ¿Hace falta? Por supuesto que hace falta. Siempre hizo falta. Porque el Loco siempre estuvo donde no debía. Donde otros dudaban, él se tiraba de cabeza. Donde el manual pedía contención, él ofrecía espectáculo. En ese instante, detenido en un estadio de murmullo, se eleva el silencio. El Loco, acostumbrado a gritar con su fútbol histriónico, revolucionario, de forma y alarido, comprende que ya no quedan letras por recorrer. Páginas por escribir. Caminos por transitar. Llegará, a partir de ahora, la otra vida.
El reposo del guerrero.
La jugada fue tan simple como cruel. Un pase largo, un cálculo apresurado, un rebote desafortunado, y Silvano Maciel que empuja la pelota al gol. No hubo bronca ni reproche. Solo una resignación mansa, tranquila, como quien junta los últimos vasos caídos de una noche interminable. Como quien cede, ante la quietud de las aguas, para que el pez escape en el horizonte. Un padre que ve crecer a su hijo: la aceptación cruel de no poder llevarlo más a dormir como antes. El paso del tiempo se sintió como un puñal ese 11 de septiembre de 1988.
Aquella conquista, una más para las radios de domingo, fue especial: la última que le hicieron a un arquero inolvidable.
El adiós sin anuncio
Gatti nunca dijo que se iba. Mejor dicho, jamás afirmó que se fue. José Omar Pastoriza era el entrenador. Una especie de salvador que llevaba con su historial de renombre a cuestas para recuperar a un club alicaído. Traía consigo figuras, promesas y un objetivo claro: sacudir la modorra del Mundo Boca. Un arquero joven, audaz, casi un clon más sobrio del que ya estaba, hacía sus primeras armas. Era colombiano, se sentía argentino: Carlos Fernando Navarro Montoya.
El Mono era una versión moderna de lo que Gatti había sido. De lo que había enseñado con su fútbol de potrero al atardecer. Atajaba, pero también jugaba con los pies, salía lejos, y se animaba. Un fútbol heredado en el que no existían olas imposibles ni salvavidas. Hablaba poco y atajaba mucho. En la pretemporada, se respetaron. Gatti, aún con ganas, supo leer el gesto: la competencia era despareja, no por nivel, sino por calendario. El tiempo ya no le devolvía sonrisas. El espejo le permitía descubrir canas.
Una semana después de aquel gol de Maciel, Boca debía visitar a River en el Monumental. Era un partido bisagra. En situaciones normales, todo parecía indicar que sería de los experimentados. Pero Pastoriza, con ese olfato de calle que lo caracterizaba, hizo otra cosa: le dio el arco a Navarro Montoya. Gatti, lejos de la versión irascible que le conocimos años más tarde, entendió. No discutió. Y entonces, se fue sin escándalo. Lo había construido en su cabeza: será hasta que deba ser.
No hubo despedidas ni llantos. Ni siquiera camisetas. Un adiós entre bambalinas.
Más que un arquero
A Hugo Orlando Gatti lo recordarán los libros por sus récords: 817 partidos en Primera División, 26 penales atajados, seis títulos con Boca, 417 partidos con la camiseta azul y oro. Pero eso es solo el marco. El cuadro es otra cosa. Es la vincha, la sonrisa insolente, los vuelos acrobáticos, las frases indescriptibles para cronistas y rivales. No fue un arquero: fue un artista. Rompió moldes y estructuras. Transformó el puesto en una aventura diaria, en una aspiración para todos. Sobre todo para los niños.
Así que la vida también podía ser esto. Se podía jugar sin sufrir. Vivir a fondo sin escandalizarse. Bailar bajo la lluvia. Pintar de colores universos acostumbrados a ser blancos y negros.
Gatti debutó en Atlanta, pasó por River, Gimnasia, Unión, pero Boca fue su lugar en el mundo. Allí construyó su leyenda. Jugó como vivió: sin miedo al ridículo, como un trapecista sin red. Para muchos, fue un loco. Para otros, un adelantado.
Para todos, inolvidable.
Un adiós que tardó una década
Desde aquel septiembre del '88 no volvió a jugar de manera profesional. Se entrenaba en los bosques de Palermo, esquivaba partidos homenaje, rechazaba despedidas con perfume a nostalgia. No quería homenajes. Quería seguir jugando. Hasta que en 1998, diez años después, la Bombonera se rindió a sus pies. En un amistoso frente a Universidad Católica, y con 54 años, se puso los guantes una vez más y atajó 28 minutos. Fue ovacionado por 30 mil personas. Ese sí fue su adiós. El que merecía.
Fue contemporáneo de Ubaldo 'Pato' Fillol, leyenda bajo los tres palos del fútbol argentino. Después de Gatti, llegaron otros tantos arqueros inolvidables al fútbol argentino. De Sergio Goycochea a Emiliano 'Dibu' Martínez.
Se dice que la historia la escriben los que ganan. Pero eso no es completamente cierto: también la escriben los que se animan, los que sueñan y los que viven.
Hugo Orlando 'El Loco' Gatti.
Y todo lo demás también.
