Con su bigote y su pelambre oscura a dos aguas, Norberto Méndez –Tucho para todos– tenía pinta de cantor de tangos. De hecho, no ocultaba su pasión por la milonga y supo hacer migas con un prócer nocturno como Aníbal Troilo. Pero Tucho era un hombre moderno. Por lo menos como futbolista.
Entreala derecho –así se decía antes– fue para sus tiempos, las décadas de 1940 y 1950, un atleta de inusual dinámica. De gran recorrido, se diría hoy. Y de una llamativa capacidad de gol. A tal punto que sigue siendo el máximo goleador de la Copa América, con 17 tantos, junto al brasileño Zizinho. La jugó tres veces –1945, 1946 y 1947– y la ganó en cada oportunidad. Por entonces, lejos de cualquier sistematicidad, el llamado Campeonato Sudamericano se disputaba todos los años. Si se podía. De lo contrario, dejaban pasar un plazo incierto, jamás fijado por ningún reglamento, hasta la siguiente competencia.
El crack del sur porteño, que fue estrella de Huracán y de Racing, recién había cumplido los 22 cuando tuvo su bautismo de fuego en el torneo continental bajo la conducción de Guillermo Stábile. Todavía pichón, insinuaba sin embargo un temperamento de jugador maduro. Lo demás era toda habilidad, técnica congénita, devoción por la pelota. La quintaescencia de ese lugar que los argentinos postulan como patria deportiva: el potrero. En aquel torneo librado en Chile, lo flanqueaban dos nombres ilustres como Martino y Pontoni. Semejantes laderos, en lugar de inhibirlo, lo agrandaron. Ante Brasil se encendió y metió tres goles.
La cita posterior fue en Buenos Aires. De nuevo mostró su don de artillero (esta vez les hizo dos a los brasileños, que lo inspiraban especialmente) y su indomable habilidad. Para completar la tríada, Méndez también dio la vuelta olímpica en Ecuador, en 1947, donde integró una delantera inolvidable (en rigor, todas lo eran en esa etapa dorada en que los argentinos dominaban el fútbol de la región) junto a Boyé, Pontoni, el Charro Moreno y Loustau. Otro que sería un héroe de la pelota como Alfredo Di Stéfano esperaba paciente en el banco, lo que da una idea de la fortaleza de aquellos planteles, en los que las vanidades se colaban al igual que en el presente.
Luego de lucirse en Huracán, su hogar deportivo, donde marcó 57 goles, se mudó a Racing. Allí se consolidó como unos de los principales cracks de la historia del fútbol nacional y volvió a coronarse por triplicado. Pues salió campeón en 1949, 1950 y 1951. En el club de Avellaneda también fue conducido por Stábile y se erigió en la figura central de un equipo invencible. Con una delantera, la del 49, que los racinguistas llegaron a repetir como un mantra: Salvini, Méndez, Bravo, Simes y Sued.
Una medida del estrellato de Tucho es su participación en el cine. Actuó de sí mismo (se ve que no había personaje más fulgurante que el propio Méndez) en la célebre Pelota de trapo, de 1948, dirigida por Leopoldo Torres Ríos, que resultó un gran éxito de público. Claro que en los tiempos narrados, la carrera deportiva, aun la de los talentos excepcionales, tenían un techo más bajo. Así como ahora el mundo tiene las dimensiones de un barrio y todo queda a la vuelta, en la década de 1950 emigrar era una rareza. Además, por estas pampas se tenía la certeza caprichosa de que no había fútbol más competitivo que el argentino. Intuición cocinada por el aislamiento cuya falsedad quedó demostrada en Suecia 58.
Como la Selección no concurrió al primer Mundial de Brasil, el del legendario Maracanazo a cargo de Uruguay, Tucho Méndez no pudo exhibir su destreza a escala planetaria. El módico desquite fue una gira por Europa, que la tradición recuerda por la faena monumental del arquero Miguel Ángel Rugilo en Wembley.
En el ocaso, Méndez regresó al barrio y se retiró con la camiseta de Huracán, donde jugó su último partido a fines de 1958. Su puesto inalterable como máximo goleador de la Copa América es una muestra contable, más allá de todo relato, de su vigencia.