Las decisiones íntimas, confidenciales, ocultas de Santiago Giménez pueden ser una herramienta útil en la formación de futbolistas en fuerzas básicas en selecciones menores.
LOS ÁNGELES -- Santiago Giménez tiene 22 años. Por las mañanas, se levanta y ora. Estudia finanzas a través de internet. Compra un colchón para descansar mejor, en lugar de un deportivo último modelo. Para competir a tope, optimiza su respiración. Se obsesionó con su condición física para jugar 100 minutos hasta tres días a la semana. Gana 1.2 millones de dólares al año, pero desoye las caravanas de gambusinos que prometen muchísimo más. No le seducen la noche ni sus tentaciones. Escucha para aprender. Y obedece.
Esa es parte de la disección que hace Christian Giménez de su hijo Santiago. Reconoce que aún hoy se estremece cuando su vástago anota, y lleva ya 38 goles en este 2023 con el Feyenoord y la Selección Mexicana.
Las revelaciones las hace El Chaco en el podcast de Ricardo Peláez en YouTube (Futbol de Cabeza). Santi juega con una ficha maestra a su favor: su padre es su fanático número uno, pero antes, es su amigo, su juez, su consejero, su crítico, su fiscal y su defensor.
Usted, uno de los tres despistados lectores de este espacio, olvídese, si quiere, de la semblanza del primer párrafo, pero maravíllese de cómo un futbolista de 22 años es capaz de asumir el compromiso de ser un profesional a tiempo completo.
Sí, de acuerdo, que no vuelva a intentar un penalti a lo Panenka, pero hasta ese desliz, seguramente, termina siendo una bofetada cruel de aprendizaje. Balandronadas y petulancias no son bien vistas en el futbol, menos aún, cuando se es un mocoso en medio de los magníficos coliseos europeos.
La charla entre Peláez y El Chaco va deslizando una serie de revelaciones que estaban sobreentendidas, pero que enriquecen la personalidad de Santiago, cuando es evidente, a pesar de jugar en un escenario sin emboscadas como es la Eredivisie, su evolución.
Ya se ha dicho que Santi abandonó el monasterio rústicamente educativo de las escuelas arcaicas y anquilosadas de Cruz Azul, para convertirse en otro futbolista bajo el magisterio de Países Bajos. A eso se agrega la luminosa sombra del entorno familiar.
Cierto, aún deberá enlistarse en ligas, canchas y terrenos más ariscos e inhóspitos, pero, al menos, en la estrujante intensidad de la Champions League, se ha sentido cómodo. Y ciertísimo es que aún está en desarrollo como futbolista. El aprendizaje sigue, pero lo importante es que lo entiende y lo acepta. Y trabaja.
No se trata este espacio de vanagloriar a un jugador cuyas metas aún están instaladas bajo un escenario de prudencia, cautela, optimismo, paciencia y también ambición. Lo deja en claro El Chaco: nadie lleva prisa, ni hay un desfallecimiento alucinante por las carretadas de euros que –supuestamente– llegan cada seis meses en ofertas. Hasta eso deja en claro: hay mucho de fantasía mediática, y poca atención del jugador y de la familia hacia esos rumores que rozan la clandestinidad en sospechosas intenciones.
Revelar este prontuario de conductas y convicciones de Santiago no pretende lustrar ni engrandecer al futbolista con elogios torpemente innecesarios. Se trata se provocar el contagio.
El futbol mexicano está abarrotado de eternas promesas. Anales interminables de futbolistas que pudieron irrumpir en los más grandes escenarios europeos y mantenerse. Como el que terminó entre su vómito tras una fiesta navideña del Tottenham, o el que terminó con sobrepeso y trasnochado, promiscuado, además, por un coach de vida.
Y tantos que fueron y volvieron. Tantos que no se consolidaron por vicios, por rebeldía, por negligencia, por arrogancia, por soberbia. Tantos que culparon al entorno antes que a su frágil personalidad. Y tantos que nunca se atrevieron a ir a Europa, porque nunca se prepararon para ir.
Y reseñar el escenario de Santiago, en ese coloquio entre Peláez y El Chaco, es acercar, a otros futbolistas, a un ejemplo genuino de metódico compromiso con el oficio.
Algunos se pierden en el vodka con tamarindo, en los palenques, los cortijos, los jaripeos, los pent-house de dirigentes de Televisa, o incluso otros más encuentran bondadoso, necesario, imprescindible y formativo, organizar una orgía en una casona de las Lomas a unos días del Mundial de Rusia, con la anuencia absoluta del técnico, para que se desestresen, mientras otros urden el complot de las Divas Rubias en esa misma competencia.
Deseable es que, sin que se convierta en una parábola o en una confusa evangelización, las decisiones íntimas, confidenciales, ocultas de Santiago Giménez, luego de ser reveladas por su padre, terminen siendo una herramienta útil en la formación de futbolistas en fuerzas básicas en selecciones menores.
No se confunda. No se trata de mitificar o endiosar a Giménez, sino estrictamente de dejar en claro que hay un método exitoso, simple, aunque, ciertamente, no todos los jugadores prospecto tienen la ventaja de contar con un padre exfutbolista profesional, y que además no privilegia el dinero, como ha ocurrido con dramáticos, tristes y hasta patéticos casos en el futbol mexicano.
Y claro, no es necesario que un mentor inculque a sus jugadores de fuerzas básicas sobre estas ideas y conceptos de Giménez, sino que más bien se trata de que el propio niño, adolescente, joven, aprenda a discernir rápidamente, sobre su propia vida.
¿Cuántos al despertar, oran? ¿Cuántos asumen el esfuerzo de formarse como profesionistas? ¿Cuántos elegirán las mejores condiciones de descanso antes que las peores condiciones para el escándalo? ¿Cuántos acuden a los entrenamientos como ansiosos escolapios y no como hastiados sabihondos?
Una pregunta que terminará encolerizando a más de uno: ¿Es el ADN del padre? ¿Es el ADN del hijo? ¿O es el ADN del espíritu argentino?