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Un relato desde Kiev, en la noche de la improbable victoria de Ucrania en eliminatorias mundialistas

KIEV, Ucrania -- Un grupo de amigos se congregó para ver un partido de fútbol en el noveno piso de un edificio de apartamentos cerca del zoológico local. Todos veían la hora. Faltaba poco más de una hora antes de que la selección de Ucrania iniciara su encuentro contra Escocia en Glasgow. Iván, el anfitrión, preparó botanas para sus amigos. Enfrió la cerveza y abrió bandejas de queso frito para llevar, alitas de pollo, salami y algunas botellas de whisky Wild Turkey. Ucrania estaba obligada a ganar esta noche, y volver a triunfar dentro de cuatro días sobre Gales, para así clasificar al Mundial de Qatar 2022. Sin embargo, nadie parecía estar especialmente nervioso.

"Durante la guerra", dijo Iván, "uno realmente no se estresa por deportes".

El hombre que descansa sobre una silla portátil ubicada a un extremo de la mesa de café, que bebe una cerveza artesanal local, es un soldado que volvió a casa de permiso tras servir en el frente del este. Se llama Volodya y antes de la guerra trabajaba como técnico informático. Poco antes del inicio del partido, hubo momentos en los que parecía desaparecer, con su cuerpo aquí en su ciudad natal, pero su mente al lado de sus hermanos de armas. Revisaba su teléfono, viendo fotos y videos del combate. Me entregó su teléfono para mostrarme las imágenes de dos soldados rusos caídos en combate. Llamó a sus amigos del frente. Están tan cerca de Rusia que son capaces de disparar (y lo hacen) a los guardias fronterizos enemigos.

"¿Están viendo fútbol?", preguntó.

"¡Sí!", respondieron.

Los soldados bromeaban, se reían, mientras esperaban el partido. Al igual que los hombres reunidos en el apartamento. Uno de ellos colocó una bandera de Ucrania sobre la casa de muñecas rosada y blanca de su hija. Volodya comía un trozo de carne seca y contaba historias sobre los asesores militares estadounidenses que lo entrenaron. Alguien abrió una botella de cerveza Corona. Dos hombres fueron a la terraza para mirar la ciudad y el humo.

Sonaban las sirenas de ataque aéreo.

Todos los presentes en el apartamento vieron hacia el balcón para escuchar el ruido: largos y fuertes lamentos, apilados uno encima del otro, cada nueva capa más estridente y urgente.

"Oremos", dijo Iván.

"Detesto este sonido", me dijo en voz baja mi intérprete ucraniano.

Las sirenas querían decir que habían lanzado un misil ruso desde una nave de guerra, con algún objetivo en Ucrania. Los misiles no habían impactado Kiev desde hace aproximadamente un mes. A pocos minutos del inicio del partido, los huéspedes decidieron no bajar al refugio del sótano del edificio. Hacían chistes. Un hombre llamado Misha comenzó a cantar el tema de Pearl Jam "Sirenas". Volodya sacó una foto de un inmenso cráter causado por una bomba, afirmando no sentir temor ante la sirena de ataque aéreo. Mientras el ruido encontraba su espacio en todos los oídos de la ciudad, la transmisión televisiva mostraba un gráfico de los jugadores de la selección de Ucrania y sus respectivas posiciones.

"¡Tenemos XI titular!", dijo Misha.

Debatían sobre tácticas y la elección de jugadores que saldrán a la cancha. Se comenzaban a apilar las botellas vacías de cerveza. Nadie dijo otra palabra sobre el misil que volaba entre la oscuridad.


VINE A KIEV a ver cómo una ciudad veía un partido de fútbol.

Un equipo de seguridad y un grupo de producción de televisión viajaron conmigo en una camioneta negra desde Cracovia, Polonia. En la carretera entre Lviv y Kiev, veíamos por las ventanas en silencio. Nos detuvimos para ver un auto abandonado en la carretera. Nuestro conductor dijo que habían disparado a una familia que intentaba escapar en el auto. No había agujeros de bala en la puerta del conductor, donde se sentaba la madre, pero las puertas traseras estaban acribilladas. Los niños sentados allí fueron asesinados, según dijo el conductor.

Más adelante, los caballos de tiro rompían las tierras de labranza para plantar. Algunos adolescentes enjabonaban y pulían sus autos. Otros jugaban al fútbol. Varios autobuses amarillos recorrían la carretera llenos de gente que volvía a casa, con las caras adormecidas pegadas a las ventanas.

En Kiev, los lugareños se sentaban en las mesas de los cafés al aire libre. En nuestra primera noche en la ciudad, un nutrido grupo de periodistas fue a un restaurante de Crimea para comer dumplings y kebabs, mientras algunos exsoldados británicos comían en una mesa cercana. Esa misma noche, los vimos en el Hotel Intercontinental. El bar del lobby del hotel se ha convertido en el epicentro de una extraña tribu de gente que orbitan alrededor de la guerra: guardias de seguridad con barbas y brazos tatuados, reporteros y productores de todo el mundo; mandaderos, especuladores y voluntarios humanitarios. Noche tras noche, se sientan debajo de una enorme pintura al óleo del dios Neptuno, surcando el mar con un equipo de caballos de otro mundo.

El humo salía de los ceniceros, mientras las meseras dejaban botellas de cerveza artesanal. Los periodistas comían sándwiches y escribían en sus computadoras portátiles. Markiyan, un agente de poder local, se detuvo en mi mesa y durante la cena, intentó explicarme el significado que el partido contra Escocia tenía para él.

"En una vida anterior, antes del 24 de febrero, habría dicho que es un núcleo para la unidad", dijo. "Es realmente fácil unir filas alrededor del equipo. Después del 24, no hay necesidad de ello. Simplemente es una expresión de esta unidad nacional que no existía en el pasado".

El partido no crearía algo nuevo; más bien, le daría al resto del mundo la oportunidad de ver algo evidente para todos quienes han vuelto a Kiev. Obviamente, ésta es una guerra sobre tierras y recursos, pero también un conflicto que gira en torno a recuerdos y simbolismos. Vladimir Putin dice que Ucrania no existe. Los rusos han intentado borrar la identidad ucraniana bombardeando museos y atacando artefactos culturales. En el centro de Kiev, los monumentos más importantes están cubiertos con bolsas de arena. Gane o pierda, un equipo de fútbol que viste los colores nacionales en este partido le envía un mensaje al Kremlin: Si no existimos, ¿por qué corremos juntos por esta cancha de Escocia? ¿Por qué nuestro pueblo nos alienta y agita banderas?

Corren días frágiles en Kiev; sin embargo, sus raíces están firmemente arraigadas. Es una ciudad antigua. Moscú era un pantanal mientras aquí se levantaba un gran imperio. Los mongoles asediaron la ciudad en 1240 y dividieron el imperio en varias partes. Algunos se fueron al norte y se convirtieron en rusos. Otros se quedaron y se hicieron ucranianos. Es cuestión de fe para los líderes rusos, desde los tiempos de Pedro I y Catalina la Grande, que Ucrania debía ser un servil hermano menor de sus vecinos más poderosos del norte. Putin quería borrar una cultura; por el contrario, ha unificado una. Si bien la unidad y determinación son ideas inefables, también son inconfundibles.

Por toda la ciudad, la gente pedía cafés lujosos. Hacían reservaciones para cenar. Caminaban por los escombros para entrenar en un gimnasio que había reabierto sus puertas dentro de un edificio bombardeado.

Mi intérprete le preguntó a una dama si sentía miedo. Estalló en risas.

"Miedo, ¿a qué?"

Por los momentos, Kiev estaba segura. Sin embargo, mostraba cicatrices profundas: edificios arruinados, falanges de grandes barricadas metálicas llamadas erizos, diseñadas para detener los tanques; docenas de búnkeres de hormigón y sacos de arena protegiendo cruces clave. En el extremo norte de la ciudad, los soldados mantenían trincheras y barricadas, cepillándose los dientes al lado de la carretera. Los ucranianos han hecho retroceder a los rusos en muchos sitios, pero en el este, cada día trae noticias aterradoras. Tierras perdidas, ciudadanos muertos.

Sentado en el lobby del hotel, le pedí un pronóstico a Markiyan.

"¿De la guerra o el partido?", respondió, con una sonrisa.


EL HOTEL SE UBICA FRENTE a una plaza de gran extensión, con un monasterio a un lado. Este es el lugar favorito de la ciudad para el seleccionador Oleksandr Petrakov, donde "siente que descansa su alma", como me dijo hace unas semanas. Restos de vehículos militares rusos quemados están aparcados entre el Intercontinental y los domos dorados de la iglesia. Una fila constante de ciudadanos caminaba solemnemente, visitantes de un museo extraño. Veían de cerca esas tumbas ajenas. El día antes del partido, una de las peregrinas era Viktoria, hija de Petrakov.

Se ubicó al lado de un tanque destruido.

Una nube pasaba sobre su rostro, mientras ella intentaba explicar cómo se sentía allí parada. Finalmente, encontró la palabra correcta: Contenta. Estaba contenta de estar tan cerca del sitio donde cayeron sus enemigos.

"Así se ve la muerte", me dijo Victoria y casi a sí misma, agregó: "Odio a los pu--- rusos".

Vio una línea de raciones de alimento enlatado.

"Su alimento", afirmó.

Tocó un pedazo quemado de un abrigo camuflado.

"Su ropa", describió.

Leyó las etiquetas. El hollín del uniforme se pegó a sus manos y ella se lo sacudió. Un niño caminó alrededor del tanque con una espada de madera. Nadie decía mucho. Había kits de cocina quemados con asas anaranjadas, una sola cebolla y tazas de café dobladas por el calor. Un niño pateó un pedazo de metal que había caído de un transporte de tropas blindado.

Viktoria veía su ciudad y afirmó sentirse vacía. Tanta gente que no ha vuelto. Abajo, junto al río, debía haber mesas con gente bebiendo café y pretendiendo que les molestaban los patinadores. Sí, hay intentos orgullosos de seguir la vida normal, y todos los celebran, y la ciudad está viva con grúas y equipos de construcción, bailando al sonido de los martillos y excavadoras; reconstruyendo, limpiando, poniéndose otra vez de pie. Pero todavía existe un sentimiento implícito que lo rodea todo, una mezcla de preocupación de que el éxito que han conocido hasta ahora se convierta en derrota, que la destrucción de la guerra puede volver a Kiev, y esta vaga sensación de que nada volverá a ser igual, por muy desafiantes que sean sus ciudadanos.

"Algo vuela por los aires", me dijo, intentando explicar. "El dolor del pueblo ucraniano está en el aire".

Entramos a la iglesia. Ella y un sacerdote se pusieron a conversar sobre el partido. Al sacerdote le encantaba tener consigo a la hija del gran entrenador, y la llevó al campanario que da a la plaza. Cuando llegaron los primeros ataques rusos, la iglesia tocó una balada de resistencia de la II Guerra Mundial que se ha convertido en una especie de segundo himno nacional durante los últimos 90 días. Ahora, los sacerdotes tocan la canción en las campanas, todas las mañanas a las 4. En la tarde antes del partido, la tocaron especialmente para Viktoria. En la plaza, la gente que daba vueltas alrededor de los tanques sacó sus teléfonos para grabar el sonido de la música.


ESCUCHÉ LA CANCIÓN por primera vez hace dos semanas en Italia. La selección de Ucrania se aprestaba a jugar un partido preparatorio contra el Empoli, equipo de Serie A, y el estadio estaba lleno de refugiados. El viento corría por la cancha. El sonido interno del estadio tocaba una canción simbólica tras otra y cuando empezó este himno folclórico, una mujer llamada Olena empezó a cantar su letra. Olena había escapado de Járkov, ciudad que ha servido de escenario para algunos de los combates más cruentos. Me contó su historia a un lado de la cancha. Se escondió en su sótano por 10 días, con su esposo y cinco hijos. Durante los primeros tres días, los rusos solo lanzaron misiles. Esa era su advertencia. Una bomba impactó la escuela ubicada a tres puertas de allí. Su hija de 10 años se despertó gritando.

Ahora, ella sufre de pesadillas recurrentes. Con aviones.

Los hijos de Olena son adoptados y ella me explicó que quería alejarse de los rusos porque temía que les quitaran a sus hijos para sacarlos de Ucrania y dárselos a familias rusas. Tuvieron dificultades para salir. El auto de la familia, viejo y roto, no funcionaba. El gobierno local programó viajes en autobús tres veces y tres veces los canceló. Su esposo fue al garaje y logró encender el auto. Él condujo. Ella se sentó a su lado. Cuatro niños, apretados en los asientos traseros. Su hijo mayor, de 19 años, se negó a salir del país. Él y muchos de sus compañeros se quedaron en Járkov para unirse al ejército.

Las sirenas sonaron mientras la familia salía de la ciudad. Caían las bombas. Tardaron cuatro días en llegar a un lugar seguro. No tenían alimentos, pero los ciudadanos de pequeños pueblos en el camino preparaban comida y la obsequiaban a los viajeros. Ella y su familia durmieron con extraños. Una noche, aproximadamente a las 3 a.m., llegaron a un pueblo y una pareja de adultos mayores ("abuelos", como ella los describe) los invitaron a su hogar. Adentro, encontraron una mesa de comedor llena de alimentos.

Una ciudad en el occidente de Ucrania les dejó dormir en un gimnasio y luego de tres días, su esposo consiguió pasajes de autobús a Polonia. La dejó en la parada de autobuses y se aprestó a volver a Ucrania para unirse al ejército. Se le ofrecieron dos excepciones (la primera por su edad, la otra porque tiene más de tres hijos) pero éste se negó a apegarse a ellas.

Se dijeron adiós rápidamente, como si él fuera a buscar leche.

"Sigo orando para que un día vuelva a verlo", dice Olena.

Mientras hablaba, sus ojos estaban llenos de lágrimas pero no lloró. Ninguno de los adultos lloraba. Parecían estar vacíos y agotados, sin lágrimas. Unas tres docenas de huérfanos se pusieron de pie para cantar con ellos. Olena también lo hizo y, finalmente, las lágrimas comenzaron a caer: liberando sus emociones, no con recuerdos de dolor, sino por esta celebración de su patria. Intentó secar el llanto, mientras todos cantaban: "Nuestros enemigos morirán… viviremos felices en nuestra tierra".


LOS RESIDENTES DE KIEV me mostraron los lugares más azotados por las bombas y misiles rusos. Aparqué mi auto y caminé con los residentes hacia su edificio de apartamentos, que había sido impactado por un misil de crucero ruso. El edificio se encuentra justamente entre un hospital y dos escuelas. Un hombre llamado Kostyantyn me condujo al ascensor. El elevador sonaba como un animal herido, rechinando los engranajes, subiendo lentamente en el aire. Me guía por unas escaleras hasta abrir la puerta de su antigua casa, el apartamento No. 102. Todo el horizonte de Kiev se extendía a través de un inmenso agujero. No había paredes. Señaló al vacío y suspiró.

Era la alcoba de su hija. Tiene 9 años. El día en el que el misil impactó su casa, Kostyantyn estaba sentado viendo televisión, como siempre. El cohete impactó el apartamento directamente ubicado debajo del suyo y la onda expansiva volteó su silla y lo hizo volar hasta la cocina, donde su esposa cocinaba macarrones para sus hijos. Su hija dormía en el pasillo por seguridad. Eso salvó su vida. La voz se le apagó.

"Esto es un milagro", dijo.

Allí nos encontrábamos, a 21 pisos de altura, sin paredes ni soportes visibles (el piso y el suelo están unidos por puntales provisionales) y una sirena de ataques aéreos comenzó a sonar. Me dijo que no dejará que su familia vuelva a casa hasta que pueda protegerla, y asintiendo al ruido que resonaba por la ciudad, dijo que ese día aún no había llegado. Su hija se enfrentó a él después del ataque, diciéndole que él le había prometido que los rusos no podían hacerle daño y que le había mentido.

"El único sentimiento que tengo es ira", dijo.

Bajé un piso y entré al apartamento impactado por el misil. La dueña, una mujer llamada Oksana que había evacuado la ciudad dos días antes del ataque, me recibió adentro.

"Ten cuidado", me dijo. "Este piso ya no existe".

Adentro, encontramos pedazos de su vida anterior: humectante marca Mermaid, un secador de pelo, una botella de champú. Su ducha tiene un retrato en azulejos de Elvis y Marilyn Monroe. Varios trozos de cojín de sofá yacían en ángulos extraños sobre el suelo. Un vecino asomó la cabeza por la puerta y dijo que el golpe del misil sonó como la campana de una iglesia. El humo llenó todo el edificio y la gente corrió hacia las escaleras. Un residente valiente corrió al sótano y cerró la línea de gas para que no explotara todo el lugar. La gente se cuidó entre sí. Recaudaron dinero para reparar el edificio. Alguien plantó flores en la entrada: pequeñas margaritas que surgen de la tierra.

La gente se pregunta por qué fueron atacados por los rusos.

Un residente caminó conmigo hacia las afueras del edificio. Cargaba consigo un unicornio de peluche que pertenecía a su hija. Se había perdido en la explosión hasta que el jardinero de la escuela de al lado lo encontró. Recuerda haber visto un niño cargándolo, y buscó hasta que pudo reconectar un unicornio rosado con una niña pequeña que había perdido todo lo que se parecía un poco a su hogar.


SALÍ DEL edificio herido y me dirigí a un restaurante elegante, administrado por un chef local que se hizo famoso por conservar y elevar el nivel de recetas tradicionales ucranianas. Nuestra mandadera, que evacuó Kiev el 24 de febrero y no había vuelto hasta ahora, me llevó hasta allí para disfrutar de un tazón de borscht, una sopa tradicional ucraniana. Ella me dijo que, si tuviera que elegir, el borscht de este restaurant sería su última comida en esta Tierra. Un grupo nutrido de personas nos acompañaba, pero todos comían en silencio, mientras seguían procesando la violencia de un misil de crucero golpeando un edificio de apartamentos. Así es Kiev. Algo devastado, a pocos pasos de algo apreciado. En guerra y en paz. Lo hermoso y lo destruido. De eso hablaba Viktoria, creo, cuando se refería a las sombras que podía sentir a su alrededor, volando por los aires. Puede que Kiev exista como un faro para un nuevo y orgulloso futuro ucraniano o, de llegarse a agotar el dinero proveniente de las ayudas del extranjero, podría haber tanques rusos corriendo por estas calles. La historia se escribe en tiempo real y nadie sabe con certeza cómo terminará todo. Estos podrían ser los últimos días de una guerra regional o los primeros días de una guerra mundial. Alguien me dijo que la mejor parte de un día en Kiev son los 15 segundos que pasan entre despertarse y la activación del cerebro. En esos breves instantes, todo es como era antes.


EN LA MAÑANA DEL día del partido, fui a una capilla de bodas local. Tenía tres ceremonias programadas antes del almuerzo, en un miércoles, algo inaudito no hace mucho tiempo. En Kiev, mucha gente se está casando en comparación con lo visto antes de la guerra, todos los días de la semana. "La gente no quiere aplazar nada", me dijo la dama que administra la capilla. El estricto toque de queda que arranca a las 11 p.m. significa que ya no se celebran grandes fiestas como se hacía antes, así que estas ceremonias son breves pero llenas de alegría. Primero llegaron los invitados con una botella de champán. Después, arribaron la novia y el novio. Él, con pantalones grises, camisa blanca y desteñidos frescos. Ella, vestida de blanco, de pie frente a un gran círculo de flores. Sonaba música de clavicordio en el reproductor. Sus amigos los saludaban mientras salían a la acera, mientras las campanas de la iglesia sonaban en algún lugar de la ciudad. La próxima pareja de novios esperaba que arreglaran el lugar para también poder contraer nupcias. Todos sonreían y reían. Son días de esperanza y olvido.

También son días de dolor y recuerdos.

Treinta minutos después de esa última boda, un hombre llamado Denys me recibió en su hogar, ubicado en un suburbio llamado Bucha, al norte de la ciudad. Es un hombre tranquilo, algo nerd, amante de la historia militar y que viste un sombrero táctico con Velcro. Las tropas rusas ocuparon Bucha en las primeras semanas del ataque sobre Ucrania en marzo pasado, y el nombre de la población se hizo sinónimo con la extrema violencia de la invasión. Distintos periodistas y grupos defensores de los derechos humanos han denunciado torturas, violaciones y ejecuciones de cientos de ciudadanos cuyos cadáveres han sido hallados en fosas comunes. El camino que va desde Kiev hasta Bucha está lleno de destrucción medieval. Podemos ver estaciones de gasolina quemadas y hogares desgranados. Los muros están cubiertos con miles de agujeros de bala. Los bosques están repletos de minas antipersonales. Los tanques dejaron marcas en la carretera.

Nos sentamos en la sala de estar de Denys. Me dijo que los rusos también se sentaron allí, y que habían abierto su caja de seguridad. Dijo que él y su madre se escondieron en un gallinero y que un soldado asomó la cabeza dentro, pero que o los vio. Por eso, está vivo y puede contar su historia. Todos sus abuelos son rusos. Tiene familiares en Rusia que insisten que los ucranianos se mataron en Bucha para hacer quedar mal a Rusia. Ya no habla con ellos.

"Creo que son zombis", me dijo.

Denys me acompañó hasta la puerta y cruzamos un camino estrecho. Señaló hacia adelante. Allí fue donde se movió una columna de civiles en proceso de evacuación. Señaló hacia atrás. Fue allí donde el ejército ruso comenzó a dispararles.

Se deslizó por debajo de un alambre y se acercó a un agujero profundo en el suelo. Una pala seguía clavada en una pila de tierra adyacente. Volvió a señalar. Era una fosa común. Vio cómo sus vecinos enterraron a cuatro extraños ejecutados por los rusos mientras intentaban escapar. Un día, cuando se escriba la historia de esta guerra, se dedicarán varios volúmenes a los pequeños actos de humanidad y amor efectuados por los ucranianos de pie. No porque se conocieran mutuamente, sino porque estaban unidos por algo más poderoso que la amistad o la geografía. Sus vecinos cavaron una tumba e inhumaron a cuatro extraños porque nadie debía pudrirse a plena luz del sol.

Esos cuerpos permanecieron enterrados entre el 5 de marzo y el 15 de abril, cuando llegó la gente para darles un funeral apropiado. Denys y yo no hablamos mucho. Hacemos contacto visual ocasional, pero la mayoría de las veces nos retraemos en nuestro interior. Los gruesos edredones utilizados para cubrir los cuerpos siguen dentro del agujero, junto con un trozo de tela fina de color azul claro, similar a la de un vestido, cubierto de sangre. Un día, la gente de este lugar se encargará de rellenar este agujero, pero Denys lo recordará por siempre.

Mi intérprete le preguntó si tenía planes para ver el partido.

"¿Hay un partido?", preguntó. "¿Quién juega?"


EN EL APARTAMENTO cerca del zoológico de la ciudad, nuestro anfitrión Iván les pide a todos que dejen de hablar.

"Muy bien, chicos", dijo. "El himno".

Todos se pusieron de pie. Dos hombres que fumaban afuera entraron al lugar. El equipo que estaba sobre la cancha en Escocia cantaba y los hombres presentes cantaron con ellos, a voz en cuello, sin timidez, con las manos puestas sobre sus corazones. No hay forma de saber cómo terminará esta guerra, o que le pasará a este férreo sentido de unidad del pueblo ucraniano. Sin embargo, en esta noche por toda la ciudad de Kiev, la gente se congregó en pequeños grupos para ver a su selección nacional intentar ganar.

Todos tenían que haber abandonado las calles antes del final del partido. Un bar local mostraba el partido, siempre y cuando los presentes hubiesen llevado una bolsa de dormir y no intentaran volver a casa antes de las 5 de la mañana. Solo llegaron cerca de 30 personas. Por ende, este partido no fue una masiva expresión pública, sino más bien una reiterada expresión en privado, que ocurría en pequeños grupos esparcidos por toda la ciudad. Los hombres presentes en el apartamento hablaban a mi alrededor sobre la guerra. Preguntaban qué pensaban los estadounidenses sobre ellos. Querían mostrarme fotos de sus hijos. Querían ver fotos de los míos. El soldado dijo que quería que el portaaviones Harry Truman atracara en la costa ucraniana. El audio de la transmisión televisiva se interrumpió, y ellos bromearon diciendo que Putin había hackeado la emisión.

En el minuto 33, Ucrania anotó y tomó ventaja 1-0. Entre los gritos, aplausos y choques de manos, por un momento no se habló de la guerra, ni el pasado ni el futuro.

Dejé el apartamento durante el descanso para volver al hotel antes del inicio del toque de queda. Solo quedaban pocas personas en las mesas del bar. No tenían puesto el partido. El hotel no había contratado el canal que lo emitía, me dijeron los empleados del establecimiento. Mi mandadera y escolta llegaron y sacaron unas sillas. Sonaba una música suave de saxofón en los altavoces del hotel. Todos escuchábamos el partido por radio, siguiendo mientras Ucrania volvía a marcar para aumentar su ventaja 2-0 y después cuando Escocia respondió para poner el marcador 2-1. Mi mandadera sacudía la cabeza frente al radio.

"Como los viejos tiempos", dijo entre risas. "¡Ésta es la II Guerra Mundial!"

Un hombre frente a nosotros encendió un cigarrillo. Algunos contratistas de seguridad pagaron su cuenta y se fueron. Los productores de las cadenas de noticias estadounidenses se movieron por la sala. Nos enteramos de que el misil que generó la sirena anterior aterrizó en el oeste de Ucrania, cerca de Lviv, hiriendo a dos personas.

Ucrania volvió a marcar en los últimos segundos y el partido terminó, dándoles la oportunidad de jugar este domingo contra la selección de Gales, para definir un cupo en el Mundial. Algunos aplaudieron en el bar y después, comenzaron a subir hacua sus respectivas habitaciones. Mi mandadera revisó su teléfono y sonrío. Denys, el hombre que visitamos en Bucha, que se veía tan gris y débil mientras nos contaba su historia, había decidido ver el encuentro después de todo.

Denys nos envió algunos videos que su amigo captó de su reunión para ver el partido. En uno de ellos, la cámara gira por todo el lugar hasta fijarse en el rostro de Denys, que esboza una tímida sonrisa y levanta el pulgar. Hace tres meses, se escondía en su gallinero y escuchaba cómo los soldados rusos saqueaban su casa. En la noche del miércoles, vio un partido de fútbol, como cualquier otra persona de cualquier otro país. Seguía firme. Su equipo seguía jugando.

Acabo de ver ese video otra vez, sentado en mi habitación de hotel, a punto de hacer maletas y salir de Kiev. Eran poco más de las 5 a.m. Abrí las persianas para ver que ya había amanecido, el cielo azul de la mañana tenía suaves nubes blancas, y los pájaros revoloteaban por una calle lateral que llevaba a la plaza.