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Aquel título de Napoli en 1990: Ganar como le gusta a Diego

Daniel Arcucci, en Napoli 1990 @daniarcucci ·

“A me piace vincere cosí...”

Diego sabía usar el italiano para contestar. Podía ser tajante o gracioso, agresivo o afectuoso, ofensivo u ocurrente. Siempre, siempre era muy original. Y en aquel viernes de fines de abril de 1990, en medio de la sencillez del centro de entrenamiento de Napoli en Soccavo, en medio de la efervescencia propiamente napolitana por un segundo scudetto inminente y en medio también del enjambre de periodistas que lo rodeaban, Maradona usó ese italiano tan suyo para responder a la primera pregunta que recibió:

-Diego, teniendo en cuenta lo que se vio en las últimas fechas, ¿no pensás que hubiera sido mucho más simple para el Napoli si vos te ponías bien físicamente antes y entonces no hubieran sufri...?

-A me mi piace vincere cosí… - interrumpió.

No estaba enojado, sin embargo. Diego Maradona estaba feliz, pletórico. Fantástico, la verdad. Enfundado en una camisa de seda y un pantalón, todo en tonos de negro y marrón, todo Kenzo, dejaba ver una figura sólo comparable a la de sus mejores tiempos, aquellos del Mundial de México, cuatro años antes. “Está mejor que antes”, me sopló Signorini al oído, para dar argumentos a la sentencia. Pesaba setenta y dos kilos y medio, pero eso no era lo mejor; la cosa pasaba por el ánimo y la actitud.

Poco le importaba la precariedad del lugar: unos vestuarios con techo de chapa y paredes apenas revocadas pintadas de celeste a la cal, una cancha de entrenamiento pelada y dura, con mechones de pasto, y un portón algo desvencijado para sostener la presión de una multitud hinchas que pugnaban por entrar… al entrenamiento de Napoli.

Poco le importaba la acusación latente de aquella pregunta, por lo que completó la respuesta con una broma: “¿De quién es la culpa de lo que pasó en el verano? Creo que no vale la pena decir es culpa de Maradona, es culpa de Ferlaino... es culpa de Ferlaino, es culpa de Ferlaino...”. Cuando los periodistas dejaron de anotar en sus mínimas libretas y se dieron cuenta que él seguía repitiendo “es culpa de Ferlaino, es culpa de Ferlaino”, Diego ya se alejaba sonriendo y murmurando eso como letanía. Entonces, todos se rieron y corrieron hacia los teléfonos públicos para pasar las declaraciones a sus diarios.

Aquello de ponerse “bien físicamente antes” tenía su historia y sus fundamentos. Y lo de “es culpa de Ferlaino”, también.

Maradona, Napoli y la culpa de Ferlaino

Menos de un año antes, en agosto de 1989, Diego no sólo no quería saber nada de regresar a Italia, después de la Copa América de Brasil y de sus vacaciones: no tenía ganas ni de salir de su departamento de Correa y Libertador, en Núñez, residencia temporal cuando permanecía en Buenos Aires. Por entonces, estaba cerrando de manera traumática una temporada que debería haber sido festiva y el futuro era incierto. Todo había cambiado aquel día en el que Maradona levantó al cielo la Copa de la UEFA lograda por Napoli contra Stuttgart y el presidente Ferlaino le dijo algo al oído: “Diego, ahora vamos por más, eh...”. Fue una frase letal. El presidente le había prometido que, de lograr aquella Copa, lo dejaría ir, deseo que su jugador estrella ya había expresado en la intimidad, agobiado por tanto amor napolitano. Y por algunos problemas. “Fue entonces que, casualmente, me empezaron a relacionar con la droga y con la camorra”, ironizaría Diego al recordar, muchos años después.

Lo cierto es que, desde entonces, la convivencia había sido difícil y, por eso, Diego se reintegró tarde a la temporada 89/90 de Napoli. De hecho, lo hizo cuando ya había comenzado. Nadie podía imaginar que terminaría como terminó. Como estaba terminando, en realidad, en aquel incipiente verano europeo de 1990, en la vigilia misma del Mundial de Italia 90.

El recorrido había sido tortuoso. Pero el final era meraviglioso. Maradona me lo recordó con precisión quirúrgica para “Yo soy el Diego”, allá por 2000: “Volví, entonces. En poco tiempo, otra vez gracias a Fernando Signorini, que durante todos esos días en los que yo había estado de vacaciones, había preparado un plan de trabajo impresionante, que terminaba en el Mundial de Italia. Volví contra la Fiorentina, el 17 de septiembre de 1989, y por primera vez me senté en el banco, con el número 16. Entré en el segundo tiempo, barbudo como estaba y… ¡erré un penal! Nadie me silbó, nadie de los que los diarios decían que me odiaban, me insultó, nadie. (…) Yo falté quince días a los entrenamientos y era un mafioso, un drogadicto y un camorrista. A la vuelta, aplaudido otra vez, era un pibe bueno. (…) Estaba preparando una revancha, una revancha que no se imaginaban. Era distinta a cualquier otra cosa que hubiera hecho antes en mis años de rebeldía. Fue como si hubiera elegido los rivales para gritarles a todos a la cara: ¿Vieron, vieron que hay que pensar antes de hablar? Y al Milan, ¡al Milan!, al que supuestamente le habíamos vendido el campeonato anterior, le metimos tres, uno de ellos mío… Tres a cero, fue el 1° de octubre en el San Paolo, en uno de esos partidos que soñás de pendejo, me salieron todas. A partir de aquel retorno contra la Fiorentina, jugué veinte partidos seguidos, uno mejor que el otro… Y cuando parecía que el scudetto se lo llevaba el Milan, que nos devolvió el tres a cero en el Giusseppe Meazza, el Barbudo (Dios) me volvió a dar una buena mano. O, mejor dicho, me tiró una moneda. Fue el 8 de abril del ’90. En aquella época, yo volaba, ¡volaba de verdad! Fuimos a jugar a Bérgamo y les cobramos a los hinchas del Atalanta, los más racistas de Italia, con su propia moneda. Le tiraron una a Alemao, cuando se iba para los vestuarios, le abrieron la cabeza y se suspendió el partido. Después, ¡el Tribunal nos dio los puntos! Y ya al final, cuando todos descontaban que el Milan se llevaba el título otra vez, pegamos el sorpasso, como dicen los italianos. El 22 de abril le ganamos al Bologna (…) Lo cierto es que cuando todos pensaban que aquel primer scudetto nuestro había sido un milagro, algo que no se repetiría jamás, estábamos allí, en las puertas del segundo. La temporada que había empezado de la peor manera, con el drogadicto y camorrista, que era yo, al borde del abismo, terminaba con el título… Nunca había estado ni estuve físicamente mejor, nunca. Volaba. Teníamos que jugar el último partido contra la Lazio, pero ya estaba todo dicho”.

Un día con Diego en Nápoles

A la mañana de ese mismo viernes, ya había palpado en las calles de esa Nápoles enloquecedora y hermosa, con semáforos y direcciones de calles que no sirven absolutamente para nada, lo que el nombre y la imagen de Maradona significaban. Junto con el fotógrafo, Gerardo Horovitz, compañero de mil viajes en El Gráfico, y guiados por Signorini, salimos a la búsqueda de testimonios de la gente, de color local. Recorrimos el centro, dejamos el auto por ahí -los estacionamientos no existen y a nadie le importa demasiado donde uno se planta- y empezamos a caminar. De pronto, bajando apenas una cuadra desde una avenida muy transitada, divisé una calle que me llamó particularmente la atención. Era una mezcla extraña de peatonal, pero con autos estacionados de cualquier manera en medio del río de gente. Calle comercial de baratijas y artesanías, pero mechada con casas de familia, a juzgar por la ropa colgada de las ventanas. Y emitía un murmullo que se transformaba en gritos a medida que me acercaba, como atraído por una fuerza superior. “Mejor no vayamos por ahí...”, advirtió Signorini desde atrás, pero ya era demasiado tarde.

Internados en ese mundo aparte que tenía el ancho de una calle común de no más de diez metros, enseguida se percibió la sensación de vigilados, cercados. El paso había sido cortado por cinco o seis exponentes cinematográficos de la Italia del Sur. Morochos de piel oliva, con el pelo achatado por el gel y los ojos cubiertos por finos anteojos negros en armazón de metal. Fuera del círculo quedó Fernando, que tuvo que comprobar que era de verdad el amigo de Maradona. Signorini parecía mostrarle sus credenciales a uno de los hombres, de espaldas anchas y pelo largo. Después de un breve conciábulo, se comunicó que estaba todo bien. Fue fácil reconocer entonces a quien había dado el visto bueno: como en una computadora con un programa de identikits, apareció la imagen de los recortes de las revistas, con notas escandalosas que incriminaban a Diego con la camorra: era Carmine Giuliano, un capo de la ciudad, y el lugar era su lugar, Via Forcella. Sus dominios.

Giuliano extendió la mano y, en un claro italiano del sur, dijo que estaba a disposición, para lo que se necesitara. Enseguida habló Fernando: “El señor dice que tenemos que ir a tomar un café con él”. Fue gracioso como El Ciego –tal como llamaba Diego a Signorni- acentuó el “tenemos que ir”, divertido con la situación y tratando de sacarle dramatismo a la escena.

Bajamos por la misma calle, ahora con la certeza de que no nos iba a pasar nada. Giramos una cuadra a la derecha y media a la izquierda. Ya no había tanto ruido ni tanta gente. En el bar, que estaba repleto, se liberó rápidamente la barra para nosotros. Carmine pidió un ristretto, el café muy corto y cargado, y todos los que veníamos con él lo mismo. Entonces, él volvió a preguntarme si necesitaba algo. Se me ocurrió que sí. Por aquellos primeros tiempos de privatización televisiva, Telefé había querido aprovechar el viaje de dos periodistas de la misma compañía, Editorial Atlántida, pidiéndonos que les enviáramos algunas imágenes de la fiesta de los napolitanos. “Sí, necesitamos una cámara de televisión”, le dije a Carmine Giuliano. “Ningún problema”, me contestó él. Y partimos raudos, todos los que estábamos en el bar. Bajamos otras dos cuadras, a zonas cada vez más oscuras y menos pobladas. Giuliano se detuvo frente a una casa casi derruida, que parecía a punto de caerse, y abrió la puerta. Caminamos por un pasillo tétrico hasta otra puerta, en mejores condiciones. Cuando la abrió, entramos a otro mundo: un living perfecto, brillante, cargado de mármoles y muebles flamantes. Giuliano se dirigió a un placard, al fondo, y abrió las puertas. En estanterías, envueltas en sus papeles originales, había por los menos diez cámaras de televisión sin usar. Bajó una, la desenvolvió. Y me la entregó. “¿La saben usar?”, me preguntó. Yo lo miré a Horovitz rogándole que dijera que sí. Eso hizo. “Ahora les consigo una cinta”, agregó el capo. Y nunca olvidaré la recomendación que le hizo a uno de sus muchachos, a quien mandó a buscarla a la calle: “Que sea de las buenas”, le aclaró.

La historia fue tema de conversación en la comida con los Maradona a la noche, sentados a la mesa en la casona de Vía Scipione Capesce. “Buen muchacho”, murmuró doña Tota, la mamá de Diego, un personaje capaz de la más fina ironía, mientras servía el pollo con papas. Más tarde, cerca de la medianoche, sonaría el timbre. Y después del timbre, un paseo inesperado. “Van a conocer Napoles de verdad”, anticipó el Diez.

Cargó una Renault Space con todos los comensales, desde la pequeñísima Dalma hasta la gran Doña Tota, y el auto subió la rampa de salida del garage, casi completo con dos Ferrari y muchos vehículos más. En la punta, a la salida, parado como un actor junto a un Lancia rojo, estaba otra vez él, Carmine. Le dio un beso en cada mejilla a Maradona y le pidió que lo siguiera. La caravana empezó a bajar desde Possilippo, a toda velocidad, con el golfo como marco. Ya más cerca de la ciudad, empezaron a sumarse motorini, las pequeñas motocicletas que son una marca registrada de la ciudad, iguales a las que hace pocos días acompañaron la triunfa llegada del Napoli después de su triunfo en Turin. Eran un enjambre de ellas. Diego se fastidió. Y en un esquina, rompió filas. La Space plateada, entonces, rumbeó para el puerto. Cambio de planes. “Vamos a ver el Dalmin”, dijo, en medio del renovado silencio de una ciudad vacía. A los pocos minutos, el chirriar de las gomas de la Lancia roja de Giuliano volvió a ponerle música a la medianoche.

“¿Cosa é suceso?”, preguntó, sin enojo pero con firmeza. “I motorini”, contestó Diego, él sí molesto. “I motorini non ci sono piú”, aseguró Giuliano. Y nadie se atrevió a preguntar qué había sucedido con ellos. La caravana, entonces, arrancó de nuevo. Fue un breve recorrido, hasta llegar a un lugar reconocible. Sí, Via Forcella.

Giuliano se bajó de su auto, se paró frente a la camioneta de Diego y, como si dirigiera el tránsito, empezó a marcarle el camino mientras caminaba retrocediendo, internándose en aquella calle que por la mañana hervía y ahora estaba en absoluto silencio y soledad.

Hasta que las dos ruedas delanteras del auto que manejaba Diego empezaron a girar sobre la propia Forcella. Allí, entonces, se produjo el estallido. Fuegos celestes iluminaron el cielo, banderas del mismo color empezaron a agitarse y centenares de personas aparecieron de la nada. Todos rodearon a Carmine y a la camioneta, sin detenerlos y sin tocarlos. El “Ho visto Maradona / Innamorato so” sonó como un himno cantado a los gritos y más cierto que nunca. Uno de los que cantaba y gritaba se acercó todo lo que pudo a la ventanilla del conductor y, sin tocarla, le dijo como al oído: “Dieco, ti amo piú che ai miei figli”.

El paseo terminó unas cuadras más abajo. Dos “baccione” de Carmine a Diego en cada una de sus mejillas fueron la despedida. A Maradona le quedaba, poco más de un día después, terminar con su faena. El partido con la Lazio, el segundo scudetto. Pero, como anticipó Diego, “ya estaba todo dicho”.