"La pelota no se mancha", dijo Diego Maradona hace 21 años. Y en su escueta pero poderosa proclama escondió un ofrecimiento de disculpas, una aceptación de culpa y un mensaje de optimismo. Pidió perdón por los pecados cometidos a su pueblo, que pese a todo jamás lo juzgó y lo abrazó como su más fiel representante. Y al mismo tiempo ubicó al fútbol como el signo redentor. Para él, un pensador de su tiempo, el juego estaba siempre por encima de la actividad más humana de todas: el error.
La Copa del Mundo de Qatar 2022 ya llegó. Doce años de espera han transcurrido desde aquella elección de la sede en diciembre de 2010. Doce años en los que la pelota se manchó. Doce años de controversia, de dudas, de sospechas. Doce años de declaraciones cruzadas, de incertidumbre. Doce años de todo menos de fútbol. Ahora, a un día del partido inaugural en Al Khor, solo queda salir a la cancha. Y, como siempre, la pelota se limpiará con el roce de los botines y el césped.
Medio Oriente merece vivir su Mundial. El mundo árabe también. Como los miles de hindúes, bengalíes, paquistaníes y nepaleses que pueblan las calles de Doha con la emoción y la ansiedad desbordante de aquellos que son conscientes de la trascendencia del momento. Jamás el evento cultural más grande del planeta se había disputado en esta tierra y los pueblos deben aprovechar sus tiempos de goce genuino y absoluto. Poco se ha dicho sobre esto, sobre el mes inolvidable que vivirán los que poco tienen para festejar y recordar.
Al mismo tiempo en el que la fiesta para los sin rostro estaba en formación, los derechos humanos de ellos mismos eran atropellados. Sus cuerpos exigidos. Sus vidas sacrificadas. Con Amnistía internacional, a la cabeza, una enorme cantidad de organizaciones occidentales han protestado acerca de la vulneración de los derechos humanos en la construcción de los estadios y demás infraestructura para la organización del campeonato. Lo hicieron sin reservas, con contundencia. Y con razón. Como no lo habían hecho y como no lo harán con otras naciones no islámicas.
La red de sobornos relacionada con el otorgamiento de la sede a Qatar fue otro de los temas omnipresentes en estos doce años. Cientos de reportajes, especiales periodísticos, documentales y películas de óptica occidental se hicieron sobre esta cuestión. El FBI, con todo su poder y sus inagotables recursos (tan inagotables como los del propio estado qatarí), lideró una investigación que destapó la mayor trama de corrupción en la historia del deporte. La FIFA fue golpeada como nunca antes pero Medio Oriente sostuvo el Mundial, contra todo pronóstico.
En ese brutal ida y vuelta entre la irrenunciable certeza de que esta zona del mundo merece vivir la Copa y la violación sistemática de los derechos humanos está la culpa. Porque en el mismo recipiente se mezclan la fiesta popular de los postergados con la putrefacción de los negocios espurios de los poderosos. El goce puro con el puro lucro. Y entonces, la culpa arrecia a las almas más blandas.
¿Por qué venimos a un Mundial como este? ¿Por qué vamos festejarlo? ¿Por qué los 32 países participantes sueñan cada noche con ganarlo? ¿Por qué la incomodidad irrita las pieles más sensibles? Cada respuesta debe ser contestada de manera individual, pero es imposible evadirlas. El recorrido entre el instante en el que de un sobre salió un pequeño papel con la leyenda "Qatar" hasta este sábado caluroso de noviembre fue extenuante y desafiante. Incluso algo angustiante. Pero hay una forma de salir de esa desagradable sensación. Y es volver al principio. Al concepto esclarecedor de Diego: "la pelota no se mancha". Después de todo, lo que nos salvará es el juego.
La organización del fútbol mundial no permite manifestaciones políticas de ningún tipo. Un futbolista comprometido con una causa está imposibilitado de exhibir insignia alguna en el ámbito del campo de juego. Sin embargo, un Mundial en Medio Oriente da la oportunidad de excepciones. En Qatar, un seleccionado jugará con una camiseta que también es una canción de protesta. Desde luego, la proclama es atendible y debe ser valorada, pero ¿sería aceptado algo así en nuestro nada perfecto Occidente?
La historia de las Copas del Mundo se cuenta al mismo tiempo que la historia de la edad contemporánea. Desde 1930, este torneo acompañó la vida de la humanidad, que se puede pasar por el tamiz mundialista y quedará una pintura muy nítida. Los gobiernos utlizaron el amor de sus pueblos por el juego como una forma de manipulación. Así lo fue en Italia en 1934, en Argentina 1978 y en otros momentos y circunstancias. Aquellos fueron campeonatos tristes y oscuros, pero el fútbol allí estuvo, como unificador, pese a todo.
El contexto de Qatar 2022 no solo está marcado por lo mencionado arriba, sino también por la pandemia del covid-19 y por la guerra en Ucrania. En cuatro años el planeta cambió. Quizás no tanto como lo que habíamos imaginado hace dos años, pero ya no es el que teníamos en Rusia 2018. El individualismo es cada vez más pronunicado, la intolerancia crece, los discursos de odio se extienden y la desigualdad aumenta. Por todo esto, vivir unos días de alegría en comunidad y con respeto tendrá otro valor esta vez.
"La mejor invitación del mundo es la pelota de fútbol. Puedes estar en cualquier lado, alguien lanza una pelota y te acercas. No hace falta presentación. Te pasan la pelota y ya eres parte del juego. La pelota de fútbol es el gran igualador". Dice el actor Matthew McConaughey, que es dueño de Austin FC pero habla como hincha del fútbol. Uno más de los miles de millones que se sienten parte del juego. A veces, para ser feliz no hace falta más que eso. Sentirse parte. Y el Mundial nos abre la puerta a un universo donde la gloria siempre está cerca.
Fiódor Dostoyevski dijo: "es culpa mía, culpa mía personal, si el mundo va mal". La culpa que sienten los que mirarán, sentirán y disfrutarán la Copa del Mundo podría servir como movilizador para que el mundo, que va mal, vaya mejor. Quizás, la sensación algo perturbadora que molestó a tantos hinchas en años de controversia alrededor de Qatar 2022 sea la fuerza movilizadora de un cambio positivo. O quizás sea tan solo el minúsculo pensamiento voluntarista de un amante del fútbol. Lo seguro es que detrás de la montaña de suciedad que se acumuló en más de una década, está el fútbol con su potencia igualadora y su enorme capacidad de generar felicidad.
Será la primera Copa del Mundo sin Diego Maradona en cuerpo presente. Sin embargo, su espíritu estará. Incluso más luminoso. Porque cuando el domingo ruede la pelota en el estadio Al Bayt, lo hará sin manchas. Inmaculada. Con la certeza de que el juego nos salvará.