DOHA — Hoy, que Qatar se desnuda de FIFA, para vestirse de la belleza de sí misma. Hoy, que Qatar se desmaquilla del mundo, para maquillarse de sí misma con su agua desalinizada. Hoy, que Qatar se queda sola, para poblarse de sí misma. Hoy, que Qatar despide a la Torre de Babel, para hablarse a solas, en su sola lengua. Hoy, que Qatar ha sido el altar del ayer de Messi y el mañana de MBappé, se queda con su presente eterno, de sol, de rezos, de silencios, de mar, de riquezas, y de su propio ajetreo. Hoy, que Qatar ha salido del aparador, de las selfies, de los curiosos, de los intrusos, de los morbosos, de los admirados, de los sorprendidos, de los seducidos, hoy vuelve a la cadenciosa discreción de sus propios misterios de sus Mil y Una Noches. Hoy que Qatar ha vuelto a ser Qatar, sin los malos mitos y con las buenas leyendas, hoy, es el momento de contarlo por vivirlo, y de vivirlo para contarlo, en los términos del Gabo.
Narrar, narra lo que uno ve o lo que cree ver. Narrar, narra lo que otro siente, o lo que uno cree que otro siente. Narrar, narra lo que otro hace, o lo que cree que en verdad otro hace. Narrar, en este oficio, es narrar asumiendo, suponiendo, describiendo, explicando, denunciando, exponiendo, interpretando. Narrar en tercera persona es vivirlo en primera persona. Narrar en tercera persona es sentirlo en primera persona. La crueldad de emocionarse sin deber emocionarse. Y después, narrar las emociones ajenas como si fueran propias, sin permitirse narrar las propias como si fueran ajenas.
Por eso, es el momento de contarlo para vivirlo, para vivirlo por contarlo.
Por eso, déjame que te cuente para vivirlo otra vez.
Lo repito como constancia, no con asomo de presunción. Desde 1966, en blanco y negro, he visto finales de Copa del Mundo. Tenía diez años. Yo vivía en otro mundo. Jugaba futbol, claro, con balón de cuero, con una corcholata, con una bola zurcida de calcetines rotos, y con dos pies de pato, pero eran tiempos en que las calles eran tan seguras que les brotaba el rocío infantil de la fantasía.
He estado en diez mundiales, nueve como reportero. He visto in situ nueve de esas finales, ocho al amparo generoso de este maravilloso oficio.
Aún por encima de México ’70 y México ’86, cuando el Estadio Azteca fue el altar donde el futbol canonizaba, deificaba a Pelé y a Maradona, esta Final de Qatar 2022, aún me eriza la piel. Será porque tal vez sea la última que vea desde la privilegiada trinchera del reportero, ojo, no periodista, porque los periodistas con seres extraordinarios, una especie difícil de encontrar en el lúdico y prescindible universo del futbol, el que, además, por esa pasión insobornable que despierta, termina por sobornar, a veces las pasiones de este ejercicio.
Claro, tengo una ventaja, soy mexicano. Mi divorcio absoluto del Tri ocurrió en 1978. El despertar del fracaso, un espejismo que había sido ataviado con mentiras de exitismo, de mercadotecnia, de manipulación, de fetichismo casi, desde la poderosa maquinaria de un hombre que marcaba su conducta bajo la consigna –innegablemente maquiavélica--, y ahora heredada, de “hacer televisión para gente jodida”, desde la muy jodida perspectiva de Emilio Azcárraga Milmo, y que le apodaban El Tigre aún con ese su entonces criterio de hiena.
Por eso, acudo a los estadios con la camiseta blanca, o negra, según se le vea. Una es la ausencia de color. La otra es la suma de todos los colores. Una inmunización absoluta hacia un equipo o una camiseta. La pasión se desborda al futbol mismo, y al futbolista que, generalmente, sigue siendo lo único honesto que queda en la cancha, más allá de aquellos que lo mancillan, lo relegan o lo prostituyen.
Así, el 18 de diciembre será el onomástico de todos los mundiales. Nunca, y difícilmente después, pudo o podrá regocijarse el universo del futbol de una jornada de más de 130 minutos y la serie de penales, de un tan fastuoso futbol.
Escribo esto mientras vuelo de regreso a casa. Y sentía la urgencia, la necesidad de hacerlo. Porque si bien quienes manejan el futbol organizado se empeñan en dañarlo, en castrarlo, pervertirlo, la Final en el Estadio Lusail fue una nueva forma de enamoramiento, de segunda Luna de Miel.
Y no se mal entienda el término enamoramiento. Yo sospecho del que dice que ama el futbol o ama a tal equipo. Es una farsa. Amor por la familia, por el oficio. Hablemos de pasión. Eso sí, hablemos del futbol y de un club o una selección como una expresión extrema de pasión.
Me apasiona la lectura y si es buena lectura vinculada al futbol, me apasiona aún más. Por ejemplo, leer en pleno mundial, los mano a mano de Juan Villoro y Martín Caparrós en El País de España, era cautivante. Ellos de futbol entenderán menos que Usted, tal vez, pero su inteligencia y la implacable fuerza de su palabra entra a terrenos donde han estado, mire Usted, Pelé. Maradona y Messi y nunca se dieron cuenta, ni se darán cuenta, ellos mismos. Se convirtieron en los Homero de la gesta mundialista, nos actualizaron las épicas de La Ilíada y La Odisea, dándole encanto a un acto tan primitivo como 22 atletas codificados para la excelencia detrás del balón más perfecta y hermosamente confeccionado en la historia de la humanidad.
Por eso, la Final de Qatar 2022, que ya es un documento y un documental, es, sin embargo, una herencia tan poderosa y tangible que terminará en un nicho privilegiado. Si hubiera un paraninfo de finales mundialistas, habría que agregarla a México ’70 con Pelé y su corte de genios ante Italia; a Argentina ’78, con el impetuoso Kempes, y a pesar del maletín y otras dádivas a los peruanos, y por supuesto con el de México 86, levantándose del poderoso agobio alemán, aunque el Diego y Argentina huyeran del examen antidopaje.
Sí, así como hay una Santísima Trinidad en el santuario de los semidioses, con Pelé, Maradona y Messi, así también habría que levantar un museo con estas cuatro finales, y la de Qatar y la emancipación final de Messi (https://espndeportes.espn.com/futbol/mundial/nota/_/id/11377947/lionel-messi-argentina-francia-final-mundial-qatar-2022-blog-rafa-ramos) y el advenimiento de MBappé, al frente de todas ellas.
¿Contarlo? Habría querido, con la mística del pueblo anfitrión, tener Mil y Una Noches para describirlo. Y mil palabras para escribirlas. Y mil minutos de usted para leerlas. Y mil editores para que las arrullaran.
Mil y Una Noches para la gestación al más puro estilo argentino del 2-0 de Di María…
Y otras tantas, para la igualada de Mbappé y la forma en que levanta en armas a sus propios muertos…
Y otras más, para escudriñar en el remate de Messi en el tercer gol, y la delirante fantasía agónica del 3-3, con MBappé nuevamente, en un acto de supervivencia, de instinto animal (https://espndeportes.espn.com/futbol/mundial/nota/_/id/11382454/argentina-francia-messi-final-mundial-qatar-mbappe).
Y mil noches y mil palabras, para describir a ese personaje de comportamientos nefastos, vulgares, viles, pero con la astucia tan sucia como válida, sin que sea justificable, para roerle las neuronas, las hormonas y las gónadas, con una palabra, un gesto, un desdén o una mueca. Sí, el Dibu Martínez es un insulto al Fair Play, pero cómo negarle la robusta respuesta atlética y valerosa que es necesaria para que el patán, el palurdo, tenga el respaldo para comportarse como tal. Argentina lo necesita así, como es, de esos, que estercolan el deporte, pero los exonera el resultado. ¿El fin que justifica los medios?
Y claro, mil noche y mil palabras, para ir a cada una de las historias detrás de cada momento de la clausura, y terminar con ese inesperada postal en que Messi recibe la túnica de jeque, un acto casi profano, sacrílego, para las costumbres y leyes de castas de Qatar. Es como si el Papa Francisco le entregara un anillo pontificio a Leo.
Pero, para hablar del arbitraje de Szymon Marciniak, sólo bastaría una palabra, esa, la última de la novela de Gabriel García Márquez, el último vocablo de El Coronel no tiene quién le escriba…