A 10 años de una noche histórica, el relato en primera persona de lo que se vivió en el Uruguay-Ghana de Sudáfrica 2010, desde los ojos de un argentino en el Soccer City de Johannesburgo.
JOHANNESBURGO (enviado especial) -- Ahí va Sebastián Abreu, corriendo hacia la pelota para el último penal. Y ahí estoy yo, que corrí como desaforado para llegar hasta la platea más baja de Soccer City y vivir el final codo a codo con los hinchas uruguayos.
Nos miramos con mis compañeros ocasionales de tribuna y nos preguntamos: ¿El Loco se la pica? ¿Está tan Loco como su sobrenombre lo da a entender? Nos cuesta creerlo y preferimos no imaginarlo, por si todo sale mal, pero las miradas nos delatan. Estamos pensando todos lo mismo: Abreu se va a animar a darle a esta película de suspenso entre Ghana y Uruguay el final más arriesgado, pero también el más soñado.
Quien esté leyendo esta nota seguramente conozca el final de la película, y también su desarrollo. Fueron dos horas previas de un argumento lento y tedioso, como esas películas a la deriva que sobreviven apenas con algunos golpes de efecto (los dos goles, algunas jugadas de riesgo, varias patadas) como para que el público no se vaya antes de tiempo. Pero esa película del montón se aceleró de golpe con un final a toda orquesta, como si fuera una de Tarantino que termina con un tiroteo cruzado entre todos los protagonistas.
No voy a volver yo a contar una película ya conocida, en la que además hubo poco para destacar, más allá de la intensidad y la emoción de un partido cerrado. Ghana pudo haber evitado los penales si hubiera aprovechado alguna de las muchas oportunidades en las la pelota rondó la línea. Y Uruguay lo podría haber ganado antes, si Luis Suárez hubiera estado en un día normal y hubiera aprovechado una, solamente una de las muchas que tuvo. Pero el argumento, que tan flojo parecía, le tenía guardado un rol distinto al del Ajax.
Para cuando Abreu toma carrera, yo ya estoy en las tribunas, sufriendo al lado de los hinchas de Uruguay. Bajé corriendo desde los asientos de prensa cuando faltaban cinco minutos, para vivir la definición con ellos. Los había identificado desde arriba: a la derecha del arco de los penales, sobre un lateral; son un grupo pequeño en comparación con Ghana, que se sintió local en Soccer City, pero eso no los inhibió ni mucho menos.
Quiero vivirlo con los uruguayos: ya no me importan ni la supuesta objetividad ni la comodidad de la tribuna de periodistas. De tanto viajar al otro lado del río y haber pasado tan buenos momentos allá, los siento hermanos y quiero que les vaya bien. Pero cuando estoy corriendo por la rampa hacia abajo escucho un alarido de gol que se interrumpe, para luego convertirse en otro grito de festejo, distinto al de gol, seguro, pero que da a entender que algo pasó a favor de Ghana.
Penal, pienso, y no me equivoco: cuando estoy llegando al último pasillo, veo en una pantalla la mano salvadora de Luis Suárez, quien al mejor estilo Mario Kempes en Argentina-Polonia 1978, evita un gol sobre la raya. Salvo que esta vez Suárez se gana la tarjeta roja y que el penal es decisivo, en el minuto final de los 30 de alargue.
Al menos voy a poder ver el penal, pienso, ya que es en el arco hacia el cual acabo de bajar. Pero apenas estoy empezando a entrar a la platea cuando escucho otro grito, un profundo "Uuuuuuuh" de decepción que se estira, largo como las caras de la enorme mayoría de los hinchas presentes, que optaron por vestirse de rojo, verde, amarillo y negro, los colores de Ghana, y apoyar a fondo a los Black Stars, los únicos africanos sobrevivientes en el torneo.
Tengo que conformarme con ver en la pantalla gigante la repetición del penal que Asamoah Gyan revienta en el travesaño. Se terminaron los 120 minutos, y el sacrificio de Suárez no fue en vano. Después de jugar un partido muy flojo, tuvo un acto de valentía póstumo para salvar un gol y evitar la eliminación. El mismo lo dijo después: "Fue la mejor atajada del Mundial".
El del Ajax podría haber dicho tranquilamente: "Muero contento, hemos batido al enemigo", plagiando al Sargento Cabral luego de caer mortalmente herido, salvando al General San Martín en una de las batallas por la independencia argentina. Y que me disculpen los uruguayos por usar otro ejemplo más conocido entre quienes vivimos del otro lado del río. Pero no tengo otro mejor a mano, y espero que a esta altura ya se hayan dado cuenta de que estoy tan contento como ellos, y de que no me importan las rivalidades huecas ni los nacionalismos baratos (tomen nota los foristas y los comentadores de notas: no voy a perder perder tiempo discutiendo sobre la nada).
Como dijeran unos amigos por Twitter, cómo me gustaría en este momento estar allá festejando con ellos, en lo que ellos y yo llamamos "la patria adoptiva". En Montevideo, en La Paloma, en Valizas, hasta en Punta del Este: en cualquier destino de vacaciones de esos que muchos argentinos elegimos. Pero por qué no en Paysandú, en Juan Lacaze, en San Carlos o en Castillos, lugares donde alguna vez estuve, aunque no aparezcan en las guías turísticas. En todos esos sitios fue creciendo ese afecto que siento por Uruguay y por su gente, y lo digo sintiéndolos pares. Si algo aprendí allá es a valorar su humildad y a dejar de lado la petulancia y la soberbia de quienes se creen (nos creíamos) centro del mundo.
Pero mejor volvamos al estadio. Corro otra vez para llegar a la otra punta de la tribuna y estar cerca del arco en el que se patean los penales. Los uruguayos tienen copado ese sector de la cancha, justo detrás del banco de la Celeste, y empiezan con los rituales.
Una pareja de novios se esconde debajo de una bandera, para no mirar. Un fanático joven se arrodilla y reza. Otro no tan joven graba todo con su cámara de video, mientras se le escapan las lágrimas por la emoción.
Empiezan los penales y la Celeste no se achica. Tiran Forlán, Victorino y Scotti y no fallan, a pesar del abucheo de casi todo un estadio. Para Ghana, Gyan se redime y Stephen Appiah no falla, pero John Mensah, de gran partido, se equivoca y se la regala a Fernando Muslera.
Deliran los uruguayos, pero esa alegría se apaga enseguida cuando Maximiliano Pereira falla. Y se vuelve a encender con otro error de Ghana, el de Dominic Adiyiah, que convierte a Muslera en uno de los héroes de la noche.
Y entonces llega Abreu. Y en la mente de todos, los que estamos en el estadio y los que no, se instala la misma duda: ¿La picará el Loco?
Pienso en Oscar Washington Tabárez, a quien toda la gente de fútbol describe, antes que nada, como "un hombre de bien", un término que parece rara avis en el deporte. Miro de reojo hacia el banco y se me ocurre que el Maestro está sufriendo mientras piensa: "El Loco se la pica".
Pienso en mi amigo Andrés, instalado en Boston hace unos 20 años. Y por más que esté perfectamente asimilado, sé que todavía le tira el celeste, y que quiere a su tierra aunque lo esconda, y sé también que junto a su esposa y a sus hijos están todos pensando: "El Loco se la pica".
Pienso en Pedro Líber, un uruguayo que apenas dejó la adolescencia y al que conocí hace unos meses en Buenos Aires. Me dio una lección de vida contándome cómo ponía el hombro para ayudar a educar a chicos carenciados o a levantar viviendas para los más humildes. Seguro que Pedro Líber está allá en el Cerro, pensando lo mismo: "El Loco se la pica".
Pienso en Eduardo Galeano, y me acuerdo del reportaje que le hizo un colega, Nacho Levy, en el último número de la revista Un Caño. Me acuerdo de Galeano diciendo que Uruguay campeón del mundo sería un acto de justicia histórica. Y no tengo dudas de que Galeano, en este momento, también está pensando: "El Loco se la pica".
Pienso en el Pepe Mujica y en Danilo Astori, mirando juntos el partido por televisión. Uno con todo desparpajo y el otro todo circunspecto, se miran y los dos piensan: "El Loco se la pica".
Pienso en todos los uruguayos que me crucé en estos años, desde que fui por primera vez a los nueve años, hasta el último verano, ya con 40. En como todos ellos, del primero al último, me hicieron sentir como en casa. En como me hacen volver una y otra vez, en bicicleta, en auto, en omníbus, en barco o en avión, pero siempre termino regresando, como si hubiera un imán que no me dejara escapar y me atrajera hacia eso que otro colega, Nicolás Hueto, describió como "mi lugar en el mundo". Y estoy seguro de que cada uno ellos está pensando: "El Loco se la pica".
Vuelvo al estadio de golpe porque Abreu ya está trotando hacia la pelota. Lo veo acercarse tranquilo y sé que en su cabeza está diciendo: "Se la pico".
Por suerte hay por lo menos una cabeza que no piensa en eso. Y es la que se necesita que no piense exactamente eso: "El Loco me la pica". Es la cabeza del arquero de Ghana, Richard Kingson, que cuando Abreu está por conectar, se inclina levemente hacia un costado, eligiendo su palo.
Y entonces sí, Abreu ve que se le abrió el hueco, aprovecha su oportunidad y la pica suavemente, con toda la tranquilidad del mundo. En cámara lenta, la pelota entra por el centro, a media altura, y golpea la red, o más bien la acaricia, decretando la hora del festejo en el estadio, en Uruguay y en muchísimos rincones del mundo más.
A mi alrededor, algunos cantan y gritan, otros lloran, otros dicen que el Loco está loco (además de la redundancia, ¿quedaba alguna duda?), los más emocionados se revuelcan abrazados por las escaleras. Yo me vuelvo a poner mi traje de periodista y miro, escucho y saco mi cámara para empezar a grabar los festejos. Pero paso desapercibido entre medio de tanta alegría, seguramente porque yo también tengo la cara plena de felicidad.
PD: va dedicado con cariño a todos los uruguayos.