LOS ÁNGELES -- Ciertísimo, la primera vez, no se olvida. 1970. Mi primera Copa del Mundo. Jamás imaginé entonces que habría, al menos, ocho más (bajo al auspicio generoso de este bendito oficio) en mi ruta paralela de asombro ante el maravilloso universo del futbol.
Como muchos, como tantos, a esos 13 años (cumpliría los 14 en el Estadio Azteca, en la Gran Final), era un mozalbete enclenque, una de tantas pesadillas callejeras detrás de una pelota, que enervaba a camioneros, automovilistas, perros, ciclistas y vecinos. Para el futbol era, como se dice en México, como el frijol, “malo, pero picado”.
Y era yo (desde entonces) un ejemplar extraño. En esas cascaritas eternas, todos se investían de Enrique Borja o Willy Gómez o Nacho Calderón. Yo no. Yo era el Manolete Hernández, un esmirriado extremo que un par de años antes había sido campeón de goleo con el Atlante. O si no, salía a la cancha de esa Guadalajara siempre llena de baches en sus calles, con una boina vasca negra, porque ese día había leído un pasquín de caricaturas impreso en color sepia, El Diamante Negro, un futbolista justiciero, con doble personalidad, y que jugaba para el Atlante en ese cuentito semanal.
Una de esas noches de fines de mayo llegó Miguel, un hermano de mi padre. Le entregó un sobre blanco y me llamó: “Mira ‘Pelón’ (sin imaginarse nadie, entonces, el destino alopécico que me esperaba), son los boletos para Brasil contra Checoslovaquia”.
Mi tío era socio de Chivas, miembro de Clubes Unidos de Jalisco y del Comité Organizador del Mundial. Él mismo relataría después esta anécdota: “Le hablé a Guillermo Cañedo. Le dije que en el balance total (después del Mundial) sobraban 50 mil pesos (en aquel entonces comprabas una casa modesta o un auto último modelo), y que qué hacía con ellos. Imagínate —le contaba a mi padre—, el dinero que habrán recaudado que me dijo: ‘Quédense (Clubes Unidos de Jalisco) con ellos, acá (Comité Organizador) ya cerramos cuentas’. Ahí está el dinero en caja, por si luego deciden que sí lo necesitan. Ya sabes cómo son”.
Volvamos a esa noche. Usaba, entonces, lentes “de fondo de botella”. Boquiabierto y asombrado, debí ajustármelos y me imagino la estampa: mugroso, sudoroso, agitado, después de que mi alter ego, Manolete Hernández, hubiera fallado más de una docena de goles en esa calle de José Clemente Orozco entre Juan Manuel y Justo Sierra.
Quise agarrar los boletos, corroborar que sí eran las llaves del paraíso mundialista. De inmediato los alejaron de mí. “¡Lávate, primero!”, el grito imperativo e imperioso. Seguro lo sentí como una ofensa. Leónidas acababa de devastar las Termópilas tapatías a puro punterazo fallido entre esos ladrillos encimados que hacían de portería, y lo mandaban a sacarse las huellas de la batalla. Pos óigame, qué se creen.
Edades aquellas en que, bobalicones e inocentones, los días los consumíamos callejeramente, o ante el televisor o con cuentos y libros, y las noches eran para dormirse pensando en el Mundial.
Con el tesoro mundialista en casa, lejos de mi vista y de mi alcance, al día siguiente reordené mi mundo. Discúlpame, Manolete Hernández, pero ahora sería Pelé el que saltaba al coliseo vecino del barrio de Santa Tere. Como cuando Woody era desplazado por Buzz Lightyear.
Pero, las cosas no mejoraron al usurpar personalidades. Al pasar de apersonarme como el tepiteño puro, al oriundo de Tres Corazones, en Minas Gerais, Brasil, mis disparos a gol seguían atentando contra ventanas, autos, transeúntes, una que otra antena de televisión, y hasta el anafre de doña Lupita donde se incubaban los mejores sopes y enchiladas de la zona.
Y a esperar. Se desangraba más rápido mi ansiedad que el maldito calendario. Esa pachorra de los días de 24 eternidades.
Llegaría el 3 de junio. El partido era a las 4 de la tarde. En casa teníamos una bendita ducha genuina de genuina agua helada. Tres jalones a la cadena: una para empaparte y dos para enjaguarte. Dudosamente limpio, pero indudablemente listo para empezar a fastidiarle la vida a los demás. “¿Ya nos vamos? Vamos a llegar tarde”.
Salimos al mediodía. Un camión a la Calzada Independencia, que nos dejaría justo frente al Mercado de San Juan de Dios. De ahí, otro autobús hasta la Calle Monte Casino, justo frente al Estadio Jalisco, que no era una novedad para mí. Varias veces había visto sufrir al Atlante y a veces festejar. Y había tenido que tragarme muchos juegos despreciables de Chivas, a los que no iba, me llevaba mi padre, por solidaridad con su hermano.
No era, entonces, el Mundial, el carnaval de disfraces de estos tiempos modernos, pero sí de euforia. Guadalajara entera ya era Brasil. La selección de Inglaterra había llegado con aires de conquistador petulante. Llegó incluso con su agua, su comida y su cocinero, y las declaraciones de su entrenador Alf Ramsey, eran despectivas hacia el mismo anfitrión.
México había empatado con Rusia en la inauguración del Mundial. En medio de ese escepticismo tan mexicano, el país empezaría a enamorarse de Brasil, y de Pelé y su armada. En especial Guadalajara, que, por entonces, apenas rebasaba el millón de habitantes.
Años después, entrevistando al técnico de ese Brasil, Mario Lobo Zagallo, interrogado sobre la adopción tapatía a su selección, permitiría que los recuerdos le abrillantaran la mirada. “Guadalajara, el (estadio) Jalisco fue como jugar en el Maracaná, como nuestra casa”.
Seguramente fue un viaje incómodo aquel miércoles 3 de junio. Pero, en medio del encanto, el nerviosismo, la ansiedad y la expectación acumulados por días, qué eran al final minutos apretujado en el camión, especialmente en el trayecto por la Calzada Independencia, con personas con medio cuerpo de fuera, por las ventanillas, y ese himno que se naturalizaría tapatío durante semanas: “Braaaasil, Braaaasil, Braaaasil”.
Mi padre siempre peleó para mí un asiento en los camiones. Apretaba fuerte mi mano. Lo sentía ansioso, muchísimo más que cuando íbamos a ver al Atlante. La magia que me esperaba rebasaría brutalmente lo que veía ocasionalmente por televisión, cuando en cuadrangulares o hexagonales en la Ciudad de México, aparecía el Santos de Pelé. Ese día, era real. Y no necesitaba que Ángel Fernández los engalanara como dioses con sus fantásticas pinceladas, ni que Fernando Marcos los escudriñara con esa mordacidad deliciosa.
Destino final y recuerdo la severa mirada de mi padre, franqueando caminos entre el Mar Rojo. Era un dique que contenía el tsunami para que yo pudiera saltar del camión a la Tierra Prometida. Y ya estábamos ahí, ante la inmensidad e intensidad del Monumental Estadio Jalisco. Seguramente pensé: “Y hoy no sufriré con esas Chivas apestosas”. Aunque lamentaba, solidario, la desgracia rojiblanca y nacional: Alberto Onofre estaba fracturado y no jugaría con México. Onofre, para que me entienda, era como sacarle al mejor Riquelme al mejor Boca de la historia. ¡Qué crack!
Parecía que Guadalajara entera estaba ahí. Pero más amarilla que nunca. No sólo por unas cuantas camisetas áureas, sino porque (la infinita sabiduría de Perogrullo), “Brasil es Brasil”. Y Pelé era el ícono mundial. Y jugaría ahí, en casa, en mi casa, en nuestra casa.
Imposible imaginarme entonces que, de nuevo, por este bendito oficio y la amistad con su compadre Ney Blanco de Oliveira, podría hablar con él de vez en cuando: “Es Edson (Arantes do Nascimento), te quiere saludar”, mentía flagrantemente mientras me pasaba el teléfono, ese brasileño, naturalizado mexicano, “porque soy de Cocula”, y que con un jorongo rojinegro era más atlista que cualquiera, a pesar de haber jugado en América y ser campeón con Toluca. “Gocé tanto con el Santos (de Brasil) que lo mío es sufrir con el Atlas”.
Complicado transitar por el Jalisco. Había más policías que de costumbre, me explicaría mi padre, porque había rumores de que querían secuestrar a Pelé, desde la concentración previa hecha en Guanajuato. Mi padre había querido llevarme a Suites Caribe, por la Avenida López Mateos, búnker de Brasil, pero su hermano Miguel le recomendó no hacerlo. “No hay forma de entrar ahí”.
Nada más cruzar la Calzada Independencia, el Estadio Jalisco lo perdía de vista. Se ocultaba detrás de esa infinidad de puestos, de todo tipo de vendimia. Hombres, algunas mujeres, y era uno de los pocos adolescentes que estaban ahí. Entonces era todo un ritual ir al futbol. Vestías de domingo, como si fueras a misa.
Y claro, lo principal: más puestos de comida. Trago saliva hoy al recordar porque siempre íbamos al mismo puesto ambulante: tacos de carne asada y agua de pingüica. Don Nati (Natalio), el taquero, era de Michoacán, como mi padre, y al verme llegar, me extendía un taco sin plato, ni papel alguno: “Éntrele güerito (todos somos güeritos ante algún puesto en México en algún momento de nuestra vida), por mientras”. A punta de regaños, aprendí a comer sin mancharme… y con el meñique levantado, algo que irritaba a mi padre.
Mi padre y su hermano , durante el Mundial, se citaban a la puerta de las oficinas de Clubes Unidos de Jalisco. Ese día platicaron brevemente (“es un día de locos”), y no tuve que aguantar la enervante perorata de mis primos sobre sus Chivas. Hablar de Chivas cuando se viene un banquete con Pelé, es como tomarse un purgante antes de ir a cenar.
Larga fila. Entramos pronto al estadio. Los asientos eran inmejorables: abajo y en medio, detrás de las bancas de los equipos. Acostumbrado, decía, como estaba a ser llevado al Estadio Jalisco, de repente me topé con aficionados distintos, extraños. La tribuna se poblaba de hombres, bañaditos, acicaladitos, pero de repente el vecindario se llenó de individuos con traje, y numerosas señoras, una que otra con sombrero. Mi padre acostumbraba salpicarse con Yardley u Old Spice a donde quiera que fuera. Pero aquella tarde de miércoles el colosal coliseo se saturaba de aromas.
La espera termina. Protocolos. Y la explosión sobrecogedora, ensordecedora. Maracaná hacía erupción en gargantas ajenas. “Braaaasil, Braaaasil, Braaaasil”. Todos regodeándose con el calentamiento de Pelé, a pesar de su séquito de genios: Gerson, Tostao, Rivelino, Jairzinho, Clodoaldo… Rodeados de fotógrafos que, entonces, dentro de la cancha, tomaban fotos de la leyenda en gestación: la mejor selección mundialista de la historia.
Brasil y Checoslovaquia están listos. El juego arranca con el graznido del árbitro, cuyo nombre no recuerdo, y desistí de buscar en Google, para no manchar la esencia fiel de mis recuerdos. Y un nuevo rugido. La fiesta comenzaba. Entonces no lo entendía, a no ser por los amigos del barrio que ansiosos y asombrados, querían saber todo, pero millones de seres habrían querido vivir ahí ese momento privilegiado. Escribo y me estremezco.
Era un Brasil lleno de bestias poderosas. Pero Pelé era superior a cualquiera de esos genios. Su poderío físico era la descripción humanoide de una pantera negra. Azoraba ver a aquel vertiginoso, fuerte y potente jugador, embestir casi flotando y llevar con delicadeza amorosa la pelota.
Pero, Petras nos puso a sufrir. Recuerdo el nombre del delantero checo porque así se llamaba la mujer que asistía a mi madre en el aseo de la casa, Petra (alta, robusta, con esas perfectas facciones tarascas). Sí, Petras silenció el Jalisco por unos minutos. Brasil, nervioso. Los más de 60 mil en la tribuna, tensos.
Checoslovaquia ganaba 1-0. El mundo, trémulo. Europa, feliz, porque Inglaterra, Alemania, Italia, Rumania y los mismos Checos, estaban siendo representados por escuadras muy superiores a las de cualquier otro mundial, previo o posterior. Y Europa compartía inquieta, la leyenda en la camiseta de la URSS: CCCP, en ruso, Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas. En México se distorsionó a un ladino “Compañero Cuidado Con Pelé”. Así estaba Europa.
Pero, llegó Rivelino, desenfundó la bazuca y de tiro libre hizo el 1-1. Después, explotaría Pelé, y Jairzinho cincelaría el epitafio checo con dos goles más, y quien marcaría en todos y cada uno de los juegos mundialistas.
Pero, aún me sobrecoge un silencio, un espasmo de quietud. Pelé toma el balón en su propia cancha. Ve a Víktor, portero checo, adelantado. Saca un escopetazo, una parábola letal de más de 50 metros. Víktor reculaba, desesperado. El balón saldría a centímetros de su poste izquierdo. Nadie lo podía creer, nadie lo quería creer. Antes del Mundial, el técnico Joao Saldanha había acusado a Pelé de miope, lo cual era cierto, pero quería dejarlo fuera de México ’70. O’Rei, entonces, le respondía. O tal vez por su miopía, un gol de leyenda se escurrió, por centímetros, a un lado.
Llegamos ya de noche a casa. Yo no paraba de referir cada jugada en el trayecto. Los pasajeros me miraban entre hartos y condescendientes. Llegando, encendí el televisor. Quería corroborar que lo visto no hubiera sido una fantasía, un sueño, sino una de las vivencias más fantásticas del universo deportivo.
Dos días después, inmerso en el Mundial, mi padre llega con la noticia que yo anhelaba, pero callaba con abnegación y resignación. “Ya tu tío me aseguró que tenemos los boletos para Brasil-Inglaterra… y contra Rumania, y los que vengan”.
Y ahí, de su mano, con la parada estratégica en los tacos de Don Nati, viví ese Mundial de 1970, opacada semejante alegría por el paso de México, que en Toluca y con una tarde aciaga de Nacho Calderón (“de Chivas tenía que ser”), quedaría goleado y eliminado.
Ahí, en el Jalisco, sufrí hasta que Jairzinho le marca a Inglaterra, y aquella portentosa atajada de Gordon Banks a Pelé, que hoy aún es remarcada como la mejor en un Mundial, por más semejanza que tenga la de Guillermo Ochoa a Neymar en 2014. Y la rebelión rumana que sofocan Pelé y Jairzinho. Y un partido estremecedoramente bello, cuando Brasil elimina a embelesador Perú en Cuartos de Final.
Y aparte, claro, en semifinales, Brasil sometiendo a un Uruguay tacaño, duro, rudo, intenso, pero con grandes talentos, que golpeó primero con gol de Cubilla. Pero los fantasmas del Maracanazo quedaron conjurados por Clodoaldo, Jairzinho y Rivelino.
Y ese día, otra bestialidad de Pelé. Tostao filtra frontal a la orden de Pelé. Éste, cruza hacia la derecha de Mazurkiewicz, dejando que el balón pase a la izquierda del arquero. Pelé recupera la pelota a sus espaldas y dispara. El balón retoza, lento, y aún no sé si burlándose de negarle, como ante los Checos, otro gol extraordinario a Pelé, porque se escurre apenas a un lado del poste derecho de Uruguay, como una brisa suave de desdén.
Y llegaría el que ha sido el mejor cumpleaños de mi vida. Viajamos de noche en autobús de Guadalajara a la Ciudad de México. Desperté y ya tenía 14 años. Había estado antes en esa fascinante megalópolis, pero de vacaciones, con visitas a Chapultepec, y largas jornadas en Santa María la Ribera.
La capital también había relegado el verde de la selección mexicana, por el amarillo adoptado de Brasil. El mariachi era desplazado por Sergio Mendes y su Brasil 66.
Como era rutina de cada día, mi padre compró ESTO y Excélsior. Desayunamos en uno de los tan famosos y deliciosos cafés de chinos, y de inmediato al Estadio Azteca. Aprendí entonces, para aplicarlo en siete ocasiones posteriores, que a una Final de una Copa del Mundo nunca se llega demasiado temprano.
Si en cada partido de Brasil había ido creciendo la muchedumbre en torno al Estadio Jalisco, mi primera vez en el Estadio Azteca fue impactante. Mi padre no quiso correr riesgos. Tomamos un taxi, aunque yo quería conocer el flamante metro capitalino. Después entendí el porqué. El taxista nos dejó a varias cuadras del Azteca. “Hasta allá no se puede entrar”, dijo.
Caos. Empujones. Ofertas de todo tipo. Gente buscando boletos. Camisetas piratas y banderas de Brasil. Una sed intensa que aplaqué con una de las aguas favoritas de mi padre: limón con chía, aunque con poco limón y menos chía, mientras absorto contemplaba a lo lejos el estadio más bello del mundo, el Azteca. Colosal, absoluto.
Ya mis tíos habían curtido mi estómago de indigente, así que las fritangas delicatesen en tortillas azules, terminaron engullidas después de más de media hora de caminata, ante la fuerte vigilancia entendible en torno al Azteca.
Tras sortear el enjambre de seguridad, estábamos en la parte superior del estadio. No era el sitio de privilegio del que habíamos gozado en el Jalisco. “Esos lugares ni se pusieron a la venta”, le habían explicado a mi padre. ¿Qué importaba? Yo seguía al lado de Brasil y de Pelé. Una Final de Copa del Mundo, a los 14 años —y a cualquier edad—, se ve y se vive intensamente desde cualquier sitio, una butaca, un palco, o en el segundo piso.
Y ahí, recibí mi primer baño de cerveza… o eso creo que era. Pelé hacía el 1-0. Lo juro, lo vi flotar. Lo vi detenerse en el aire, lo suficiente para que el salto de Burgnich fuera insuficiente y llegara un seco martillazo de O’Rei que sometería a Albertosi. Mi padre me abrazó. Me dijo que lloraba. No lo sé. Debió ser cierto. Y me dijo que grité cuando el Azteca retomaba un grito del Jalisco, un grito de hermandad, de solidaridad, de veneración, de consuelo: “México, Brasil; México, Brasil; México, Brasil”.
Después llegó Gerson. Y enseguida Jairzinho. Y después, de nuevo, la majestuosidad de O’Rei. Recibe, atrae, contiene y cede a la derecha, sin verlo, al arribo fulminante de Carlos Alberto. 4-1. Brasil y el tricampeonato. La Jules Rimet sería a perpetuidad la Garota de Ipanema.
No tuve pastel, ni fiesta, ni regalos ese cumpleaños 14, en ese 21 de junio de 1970, pero, ¡qué carajos!, celebré mi mejor día al lado del mejor día del mejor futbolista de la historia.
¿Cuántos pueden presumir de tener a un rey, al verdadero rey, a O’Rei Pelé en su fiesta pública de cumpleaños y que él encienda, sin saberlo y sin quererlo, las velas de su pastel? Y 50 años después, diría Gabo, vivir para contarlo.