Hockey Sobre Césped
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Las Leonas de plata y el comienzo de un legado, por Mechi Margalot

Nunca imaginé estar tantos días sentada frente a la computadora con una hoja en blanco, especialmente cuando escribir se trataba de recordar, y al recordar sabía que iba a ser inmensamente feliz. Lo que desconocía era que trasladarme a un día como hoy veinte años atrás, me iba a generar una añoranza tal, que iba a borrar y reescribir infinidad de veces en un mar de emociones y alguna que otra lágrima.

Sí, veinte años atrás nacían Las Leonas. Muchos recordarán aquel día como el inicio de algo, otros tantos como una marca registrada, algunos pocos como un símbolo, y yo, como lo que me definió y define hasta el día de hoy.

Sidney 2000 era mi primer Juego Olímpico, así que para alguien amante de todos los deportes bien podría usar la expresión: "estaba en Disney". Desde el primer día en la Villa Olímpica miraba azorada todo lo que pasaba a mi alrededor, registraba y reconocía a la gran mayoría de los atletas, los admiraba a la distancia porque siempre fui muy tímida para pedir una foto. Vi a deportistas de la talla de Guga Kuerten, Maurice Greene, Amélie Mauresmo, Venus Williams, Ian Thorpe y hasta muchos años después, no me di cuenta que éramos todos parte de lo mismo.

La Villa se asemejaba a un barrio cerrado. Tomábamos los mismos colectivos internos para desplazarnos, y comíamos en el mismo comedor. Mirábamos a quienes nos rodeaban con más o menos admiración, pero lo cierto es que en ese entonces nunca identifiqué que estábamos todos en igualdad de condiciones. Éramos la elite de nuestros respectivos países, y estábamos ahí para dejar nuestra marca en el mundo.

Ese lugar era donde quería estar y ya desde entonces sabía que iba a ser eternamente “Olímpica”. Lo que nunca imaginé era todo lo que estaba comenzando a transitar.

No íbamos a ser parte de la ceremonia inaugural porque debutábamos al día siguiente a las 8am frente a Corea del Sur. Me quedó grabada a fuego la frase de Cacho Vigil diciendo que nos perdíamos la Ceremonia de Apertura pero que íbamos a festejar a lo grande en la de Cierre.

A las diez de la mañana ya estábamos celebrando el primer triunfo, 3-2 frente a Corea del Sur en un partido que tuvo todos los condimentos propios de enfrentar a un rival asiático, en un horario incómodo, y con los nervios del debut olímpico. Todas conscientes que esto recién empezaba, volvimos a nuestras casas transitorias, con la satisfacción del deber cumplido y con unas ganas tremendas de dormir una merecida siesta.

Luego llegaría el triunfo por la mínima frente a Gran Bretaña y la derrota con las locales 1-3 antes de encarar el último partido de la zona con España. Las ibéricas llegaron a esta instancia con chances reales de acceder a la segunda fase. Fue una noche fresca de verano donde usando por primera y última vez el equipo azul alternativo, volvimos con el alma derrotada después de perder 0-1 de manera inmerecida.

Casi sin darnos cuenta, por una mala interpretación del reglamento, esa alma lastimada iba a ser pisoteada una vez más. Contrariamente a lo que creíamos, accederíamos a la siguiente instancia con cero puntos, a diferencia de los seis que creíamos arrastrar a nuestro favor. Y como todas las grandes historias se escriben con una cuota de suspenso, ésta no iba a ser la excepción.

Habíamos clasificado a la segunda fase. Compartíamos grupo con Holanda, China y Nueva Zelanda, y estábamos obligadas a ganar los tres encuentros para aspirar a un podio. Dicho en un contexto deportivo, todo lo que teníamos por delante, era a matar o morir. Y así nos aventuramos un 24 de septiembre a las 14, hora local, con la remera argentina y La Leona estampada. Esa fue la primera vez en la historia que llevamos el dibujo de La Leona. Finalmente, sellamos un triunfo contundente 3-1 contra uno de los candidatos, Holanda.

Llegaron los festejos medidos porque al día siguiente teníamos otro partido. Y allí comenzaron las preguntas de los periodistas, de la

Federación Internacional, de los rivales, de todos aquellos que veían algo raro en la camiseta que claramente no estaba ni reglamentado, ni autorizado. En aquel entonces La Leona tenía otro diseño y era de un color salmón un tanto desteñido. Orgullosa y precavidamente guardamos, sin lavar, la camiseta que íbamos a usar al día siguiente.

Sin pensar en el cansancio ni en la obligación de ganar, emprendimos nuestro segundo partido, esta vez frente a China. Era pleno mediodía en tierras australianas, con un temperatura elevada y en frente un equipo que se caracterizaba por su intensidad física y velocidad de juego a lo largo de los setenta minutos. Con un córner corto en contra en tiempo cumplido, sentenciamos nuestro segundo triunfo por un 2-1 para empezar a soñar con que esta Leona ya tenía magia y mística.

Amanecimos el miércoles 27 de septiembre sabiendo que si nos manteníamos fieles a nuestra esencia, Nueva Zelanda iba a ser un rival que no nos iba a superar. Y así fue que conseguimos un triunfo apabullante y contundente, un 7-1 donde jugamos a la perfección. No regalamos ni un segundo desde lo físico, anímico o mental. Aquel día le mostramos al mundo que la mejor manera de respetar al rival es jugando al ciento por ciento por mas que eso implique una goleada. Ese mismo día gritamos en silencio que accedíamos por primera vez en la historia del hockey argentino, a una final olímpica.

Estábamos en el mismo Monte Olimpo, el que para la mitología griega era el hogar de los dioses olímpicos. Habíamos tocado el cielo con las manos y habíamos alcanzado la gloria máxima. En ese entonces, la felicidad nos desbordaba a todos, aún sabiendo que enfrentábamos al mejor equipo de todos los tiempos: Australia, campeón de los Juegos de Atlanta 1996 y campeón del mundo en Utrecht 1998. Y fue tal vez en esos pensamientos y sentimientos que empezamos a dejar pasar la final. Años más tarde, un integrante del cuerpo técnico australiano me confesó que al vernos festejar ese pase a la final, sabían que tenían el camino allanado.

Volvamos a EL día: viernes 29 de septiembre de 2000 a las ocho de la noche de allá. Una hora antes, Holanda había ganado la medalla de bronce tras derrotar a España 2-0. Había llegado nuestro momento. El estadio estaba repleto, con más de diez mil almas alentado de manera respetuosa por Australia. De nuestro lado, apenas un puñado de argentinos que se hacían notar agitando banderas celestes y blancas, y con el ruido de algún bombo.

¿Qué paso después? Fuimos felices más allá de la derrota 1-3 frente al mejor equipo de la década de los noventa. A los 38 minutos de juego ya perdíamos por tres goles, pero les puedo asegurar que fuimos el rival más digno que podía tener ese Australia imbatible. Creíamos en nuestro juego, en nuestro ímpetu, y en que dentro de la cancha somos once contra once y todo puede pasar. Pero con el correr de los años comprendí que de alguna manera en aquella final, nos faltó ser irreverentes una última vez.

Vencidas en el marcador, pero con una eterna grandeza, festejamos con propios y ajenos dando la vuelta olímpica abrazadas como el equipo que éramos, porque éramos una. Nos zambullimos en el sintético agarradas de las manos, le hicimos el puente al merecido campeón y agotamos los flashes y cámaras de cada uno de los enviados especiales. Subimos al segundo lugar del podio, y en ningún momento miramos a nuestros costados. Nuestra medalla plateada valía oro, y desde entonces supimos que aquella Leona estampada, al borde de desaparecer luego de tres lavados, iba a quedar inmortalizada para siempre.

Aquel nombre, se transformó en Legado

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