RÍO DE JANEIRO, Brasil -- El Olimpo del Botafogo es un desfile inmóvil de dioses metálicos vivos de tiempos eternos. La memoria se distrae, pero no muere.
Los trofeos imponentes, majestuosos, son eruditos silentes de lo inolvidable. Son heraldos de lenguas muertas de epopeyas vivas.
Ellos se encargan de multiplicar la historia. De reescribirla cada día. El pasado se posesiona del presente.
Porque el linaje del Botafogo no sólo está ahí, en la variedad refinada de trofeos que son esculturas, obras de arte, monumentos de gloria que velan y revelan su historia propia. Son coronas de laureles con guiños generosos dorados, argentas, en bronce, desde sus altares.
Es la Capilla Sixtina del Futbol de Brasil. El Olimpo de Botafogo se recorre lentamente, con azoro, con asombro, en silencio, como si los guerreros de cada trofeo permanecieran vivos encerrados en cada arcón con su propia retórica inigualable.
Ellos, gallardos, desde su cúpula de cristal, no hablan, pero dicen todo. Y las decenas que desfilan cada día, escuchan el discurso silencioso con un mutis reverencial, tal vez montando hologramas en su propia imaginación de aquellos monstruos que construyeron el imperio brasileño en el futbol: Garrincha, Didí, Nilton Santos, Manga, Zagallo, Jairzinho... Es el club con más campeones del mundo en Brasil.
Y FUE, EL QUE NO DEBÍA SER...
Es claro que en esa constelación celestial de genios, hay uno por encima de todos.
Curiosamente el que no podía serlo, porque tenía "las piernas torcidas"; el que no debía serlo, porque dedicaba más horas a la cachaza (aguardiente), y a romances tormentosos, en un caso asombroso de adulterio sobre el adulterio mismo, hasta un romance escandaloso, violento, con la cantante legendaria Elza Soares, una vedette adelantada a su época en sensualidad, atrevimiento, espectáculo, belleza y voz.
Pero él siempre quiso. Manuel dos Santos hay millones en Brasil. Se llenan directorios telefónicos con ese nombre. Los Manuel dos Santos son a la demografía brasileña, lo que los chinos a la población mundial, diría Quino. Pero Garrincha, llamado así por compararlo en su infancia con un pájaro feo, torpe, veloz, inútil, sólo hubo uno.
Garrincha es el referente. Quienes lo vieron, quienes lo describieron, quienes atestiguaron su juego, lo consideraron mejor futbolista que Pelé, y por lo tanto, mejor que Maradona y todos los demás.
Si bien la generación de 1958 es comparada con la de 1970, lo cierto es que fue superior en genios, incluyendo la irrupción fascinante de un adolescente llamado Pelé. De ellos, de semejantes artistas de corazón espartano, porque la guerra y el arte los matrimonia el futbol, el caudillo era Didí, pero el hombre que marcaba los tiempos era Garrincha.
Y en 1962, con Pelé destrozado a golpes, Garrincha se encarga de darle el segundo título a Brasil prácticamente solo, a pesar de que sus adversarios trataron de cazarlo despiadadamente como sí lo hicieron con el aún imberbe O'Rei.
Pelé fue más amado que todos, pero el ídolo de Brasil era Garrincha, "la alegría del pueblo", al grado que hay más artículos, más revistas y más libros tratando de relatar toda una vida tomentosa, atormentada y atormentadora, de un jugador alcoholizado, mujeriego, trasnochador, y víctima de una saña especial de la vida, desde su propio nacimiento, zambo, con los pies torcidos hacia adentro, una pierna más corta que la otra, lesiones en la columna y después un ataque de poliomielitis.
Sí, el que no podía ser, el que no debía ser, pero que quería serlo, terminó siendo el Patriarca del futbol de Brasil. Y si Brasil no lo olvida, menos aún Botafogo.
LA ESTRELLA BENDITA, CON ESTRELLAS MALDITAS...
Su mejor biógrafo, un erudito fascinante en contar la vida de las deidades de Río de Janeiro, Ruy Castro, logró armar la mejor enciclopedia de un tomo: "Estrela Solitária, Um Brasileiro Chamado Garrincha", donde revela el hijo del ídolo con una sueca, tras una aventura en pleno Mundial de 1958, y que dio como resultado un mocetón de ébano con el pelo rubio, casi blanco.
Y relata dramas familiares, desde cómo atropella a su padre con su primer auto, y como descubren en su casa, escondidas en cajas de zapatos, fortunas en billetes ya en desuso y por lo tanto dinero inútil, hasta la referencia puntual de cómo, marcado por el signo zodiacal de Escorpión, eligió el flagelo de la autodestrucción a través del alcohol.
Y la Estrella Solitaria del Club de la Estrella Solitaria, el Botafogo, murió abandonado, desconocido, casi ahogado de ebrio en su propio vómito, como un indigente, al que incluso, vitoreado por millones, tardaron en identificarlo en la morgue.
Pero Botafogo y Brasil no olvidan: la Estrella Solitaria fue la estrella del Belén del futbol amazónico.
Y esas historias, leyendas, con su inevitable doblez de mitos, están ahí en el Museo de Botafogo, el Olimpo de los Dioses mudos.