Quienes compartimos el día a día de este deporte tenemos nuestros propios códigos emocionales para disfrutarlo o padecerlo. En cada una de sus últimas batallas, los golpes que recibió Rafael Márquez confieso que me dolieron más que al propio Márquez. El adiós a su carrera, no solo ha sido una decisión inteligente, también nos trajo alivio a quienes disfrutamos de todo lo que el no dio a raudales en 18 años de carrera.
Emoción, coraje, entrega, espectáculo, valentía y esa madera especial de que están hechos unos pocos. Los que ganan o pierden dejando la piel sobre la lona. Los que pierden y se levantan, una y otra y otra vez hasta que consiguen doblegar a los fantasmas que la mayoría de los luchadores cargan en sus entrañas.
Porque en este negocio de dar y recibir golpes para ser parte del show o, si lo prefieren, el circo romano del presente, hay dos tipos de despedidas: la de aquellos cuyas carreras al rememorarlas nos arrancan lágrimas de agradecimiento y las de aquellos que habíamos olvidado mucho antes de su adiós. Porque se puede ser campeón muchas veces. Hoy los existen a raudales, pero a la hora de marchar, de colgar los guantes y dejar los ensogados para siempre, son muy pocos los verdaderos monarcas. Muy pocos son los que consiguen llevarse hacia el camino de la historia, el mayor de los cinturones: el del agradecimiento.
El boxeo, amado y cruel al mismo tiempo, suele cobrar un duro precio a sus grandes gladiadores. Los memorables intercambios, los duelos encarnizados hasta la última gota de sangre o las batallas a pecho abierto, donde a nadie importa mantener o perder el invicto. Los combates donde hay un enemigo a vencer y el cuerpo no permite flaquezas, siempre dejan secuelas. Hay que aceptarlo o renunciar. Rafael Márquez jamás renunció, se jugó el alma en cada asalto y en la victoria o la derrota siempre llevó con orgullo y dignidad aquello que a los hombres nos identifica como tales.
El boxeo es un deporte cruel, que no admite claudicaciones, donde miles empiezan, pero unos pocos llegan. Un deporte que salva vidas, pero también termina con vidas. Un deporte que necesita, además de coraje, mucha perseverancia y determinación. Rafael Márquez en ese aspecto le ha dado mucho a este deporte y en especial a las generaciones de guerreros que buscan, desde el primer escalón, su lugar en este mundo.
En el boxeo no es fácil ser ejemplo, pero él lo ha sido y lo seguirá siendo. Un campeón con objetivos, que ha sabido ganar, ha sabido perder y ha sabido decir adiós con la frente en alto. Un campeón que nos enseña que más importante que las victorias o las derrotas, ha sido trabajar duro para ser un poco mejor cada día: dentro y fuera del cuadrilátero.
La luz de los campeones, suele ser más intensa cuando la supieron llevar con dignidad. La luz de los campeones brilla más, cuando el monarca acepta que le ganó a la vida y alcanzó la meta forjada: "El boxeo me dio la estabilidad que buscaba para mi familia, en base gracias a mi esfuerzo, pero al final el boxeo y yo fuimos uno mismo, llegamos bien y nos vamos bien", le dijo a ESPN.
Es verdad. Rafa Márquez cumplió consigo mismo, cumplió con el bien más preciado: su familia y cumplió con todos nosotros, simples fanáticos de un deporte al cual amamos. En la alforja de la memoria, nos queda el imborrable recuerdo de sus cuatro batallas contra Israel Vázquez, el primer título mundial contra Tim Austin o las guerras contra Marc Johnson, Silence Mabuza, Ricardo Vargas o Mauricio Pastrana, por nombrar algunas.
El espectáculo, el show, aquel momento de esparcimiento frente al televisor, es parte de nuestros recuerdos. La emoción de cada asalto, la incertidumbre por el resultado final y luego la alegría o la tristeza tras el desenlace, dejan una huella indeleble en nuestras memorias. Rafa Márquez llenó muchos de esos momentos y a través de los mismos aprendimos a admirarlo, respetarlo y valorarlo. Por ello y por tantos años de emociones, entrega y compromiso con el espectáculo: ¡Gracias, muchas gracias campeón!