LOS ÁNGELES -- La Guerra Fría entre Real Madrid y Barcelona siempre se jugó a altas temperaturas, con las tribunas de los estadios, y de los universos mediáticos y cibernéticos, convertidos en hornos crematorios.
Ha sido, es, será, El Clásico, como una versión futbolera de la mítica Titanomaquia griega, en esa guerra eterna entre los dioses y los colosos, entre los dioses y los titanes. Hesíodo los habría investido a unos de blanco, y a otros, blaugranas.
Un Clásico que nació, creció, se desarrolló y que no morirá, con o sin Lionel Messi, o con o sin Cristiano Ronaldo. Fueron dos de sus mejores exponentes, dos de sus más venerables y venerados paladines, pero hasta ellos se convierten en cenizas reciclables.
Porque sí, porque el Cristianismo sobrevivió a Jesús, el budismo sobrevivió a Buda, y Los Beatles a John Lennon. Porque ese Nirvana bélico del futbol, esa catarsis, existió antes y existirá después de ellos, de Lionel Messi y de Cristiano Ronaldo.
Llegó al Madrid para ser suplente, pero se ganó la titularidad y el reconocimiento a fuerza de trabajo y grandes actuaciones.
Tal vez esta rivalidad ahora se fortalezca. Tal vez regrese a ser exclusiva del elitismo que degusta el poderío de estos clubes, pero, sobre todo, de su generosa historia, y que entiende el medular encono entre dos instituciones que, nuevamente, entre las cenizas, encuentran los poderosos cimientos de su resurrección.
Porque, idos Messi y Cristiano, este Clásico dejó de pertenecerle al vulgo, al fanatizado, al villamelón, al oportunista, al cínico impostor de la moda y sus conjuntos, y, por supuesto, al trashumante de pasiones ajenas ante la orfandad de las propias.
Dejó El Clásico de pertenecerle entonces al advenedizo de las favelas de Río, o al de la prefectura de Xigaze en el Tíbet, o al campesino de Tangamandapio, o al labriego urbano de Soyapango, o hasta al camellito de Nuevo Alberdi en Rosario, Argentina.
Sí, tal vez dejó de pertenecerle al que descubrió encandilado a Messi antes que al Barcelona y a Xavi, Andrés Iniesta y Puyol. Y dejó también de pertenecerle al que descubrió antes a Cristiano que al Real Madrid, a Iker Casillas, a Sergio Ramos, y los mitos y leyendas de la Casa Blanca.
Sí, sin duda, El Clásico entre Barcelona y Real Madrid dejó de pertenecerle al vulgo, al peregrino del populismo, voluble, volátil, comodino, pero, sin duda, sigue y seguirá perteneciendo al que se exalta cuando le mencionan a Gento y a DiStéfano, a Raúl y a Hugo Sánchez.
Y El Clásico le seguirá perteneciendo hasta el delirio, al que le citen a Cruyff, a Guardiola, a Bakero, y a Kubala. Porque fueron ellos, ellos y tantos más, quienes glorificaron las camisetas, lo suficiente para que Messi y Cristiano fueran parte de su museo, de su historia. Y no al revés.
El kaiser del Michoacán llegó en el 2003 y dejó el club siete temporadas después, luego de escribir una historia plagada de éxitos.
Porque fueron las camisetas las que vistieron primero de gala a Messi y a Cristiano, para que ellos después engalanaran las fascinantes épicas de esta Titanomaquia en cada infinitesimal rincón del universo del futbol.
Eso enaltece a ambos jugadores: el privilegio de ser sacramentados para algunas de las batallas más memorables y célebres en la historia del futbol. Dividieron al mundo para sentarlo unido ante la narrativa de un televisor. A la Torre de Babel le dieron el esperanto del futbol.
Fueron dos predestinados para reñirse, ceñidos e investidos con dos de las camisetas más poderosas del futbol mundial. Por eso, la rivalidad entre Messi y Cristiano nunca rebasó, aunque sí redimensionó, la rivalidad entre Barcelona y Real Madrid.
Hoy la tarea será de otros en la cancha, pero de los de siempre en la tribuna. La pasión en El Clásico tiene en esos dos sitios pebeteros inextinguibles. El odio deportivo, una vez propagado, si acaso se debilita, nunca fenece, nunca se apaga ni se carboniza.
Imposible pensar que Gerard Piqué, Marc-André ter Stegen, Sergio Busquets y Jordi Alba no exalten la importancia de un triunfo en este Clásico a Ansu Fati, Gavi, Oscar Mingueza, a los De Jong, o a un Pedri, en desprecio mutuo por el Real Madrid, aunque ausente en esta edición. Y hasta un Riqui Puig, segregado de momento por su entrenador.
Y por La Casa Blanca, el encono extremo a todo lo blaugrana, se mastica pero no se traga, en hombres con heridas y galardones en estos juegos, como Karim Benzema, Kroos, Casemiro, Luka Modric, Vinicius y Thibaut Courtois.
Es sin duda, en el marco, bajo el entorno de estos implacables y despiadados enfrentamientos, en los que se sabe de qué está hecho el futbolista. Es la plataforma crucial en la que se identifica si el jugador merece la camiseta, y un pendón bordado de autoridad, de respeto, de confianza y de responsabilidad.
Estos estremecedores zafarranchos evidencian a aquellos jugadores que son candil de la Liga y oscuridad de la gloria. La historia está llena de hombres que marcaron la gran diferencia. Pero también está atiborrada de nombres que fracasaron.
No, El Clásico no está muerto. Se extrañarán personas y personajes; habrá nostalgia perturbada por un par de ausencias, pero mantiene ese poderoso desafío, esa poderosa provocación entre dos casas en constante beligerancia. Los Capuleto y los Montesco del futbol no tienen guiños furtivos en sus balcones, en los que sólo se velan armas.
El Clásico dejó de pertenecerle al vulgo. Dejó de ser el ocioso parloteo de los advenedizos, de los barcelonistas y madridistas de ocasión, de eventualidad. Los profanos que sólo veneraban a Messi y a Cristiano, se han mudado de intereses. Los aranceles de una pasión fingida han caducado.
El Clásico quedó en manos de sus genuinos propietarios. De esos que no traicionan por el incierto presente, sino que veneran a Barcelona y a Real Madrid, por la magnitud señorial de todos sus antecedentes.
El Clásico no ha muerto. Las tumbas, esas, las ocupan los legionarios del oportunismo con esas camisetas caducas de lealtad y marchitas de resignación. Pero, algún día, seguramente, serán desempolvadas, por eso, precisamente por eso, porque El Clásico no ha muerto.