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¿Qué pasaría si Leo hubiera sido Messi-Cano? Capítulo 1

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¿Y si Messi hubiera nacido en México? (1:09)

Rafa Ramos hace una ficción sobre lo que habría sucedido si el astro no hubiera nacido en Argentina. (1:09)

Rafa Ramos nos cuenta la historia ficticia de Leovigildo Messi Cano, un extraordinario futbolista que enfrenta un gran obstáculo: nació en México


LOS ÁNGELES -- “O’i este güey”, dijo y vomitó una estruendosa carcajada.

La frágil y chueca puerta del cubículo se quejó ante el escándalo. Casi se despegan las letras ya gastadas y roídas que anunciaban que era la oficina del jefe del Departamento de Endocrinología del Instituto Nacional de Seguridad Social en Guadalajara.

Se convulsionó tanto, que debió bajar los pies del escritorio, ese gesto no sólo de poder desesperado, sino, además, para presumir el impecable calzado Alessandro Berluti de color ocre. Dos mil dólares le había costado el par de zapatos en un viaje con su suegro, el secretario de Salud, en una gira presidencial por Europa, para un Congreso Mundial Contra el Hambre. Claro, compró otros dos pares, uno negro y otro marrón, para que hicieran juego –decía él– con su bata blanca.

Su secretario, un tipo esquelético, uniformado con el gris de la burocracia y la mediocridad, hacía eco con risas forzadas del desplante burlón de su jefe. Hienas del salario. El eco de los sumisos.

La silla crujió cuando Eduardo Pérez y Pérez se incorporó con problemas. No era fácil enderezar su obesa humanidad, que sólo ejercitaba los fines de semana, ridiculizándose, jugando golf con su suegro. Metió los gordos pulgares, de lustrosa manicure, en el cinturón –obvio, color ocre–, para sostener sus brazos en jarras.

“Así que el niño juega futbol, pero se va a quedar así de enano si no se le da un tratamiento de casi 20 mil dólares”, espetó ruidosamente el médico en el rostro de Jordi Messi. “Pues lo mete a un circo o a un equipo de enanos”. Y una nueva carcajada.

Tulio Bartolo, el secretario, secundó: “Jefe, acaba de jugarse el Mundial de Talla Baja, ahí puede jugar”.

“Ja, ja, ja. ¿Ya ve? Qué tal que sea el Hugo Sánchez de los mexicanos no sanforizados”, dijo Pérez y Pérez. “Y si no, tengo un compadre en el teatro que monta cada fin de semana Blanca Nieves y los siete chaparros. O están los Enanitos Toreros. O póngale un disfraz de Alushe y mándelo a la Arena Coliseo. De hambre no se va a morir. ¡20 mil dólares!, casi medio millón de pesos. ¡Ja!”.

“¿Cómo dice que se llama? ¿Leovigildo? Debió llamarle Demetrio, por aquello de que va a crecer Demetrio y medio”, y de nuevo se carcajeó la pareja de burócratas.

El pequeño de diez años estaba ahí. Con una cara de desconcierto. Sus facciones, como de una zarigüeya acorralada, revelaban que no entendía lo que pasaba, y sólo se aferraba con su brazo derecho a la pierna izquierda de su padre, pues ni siquiera los invitaron a sentarse. En el brazo izquierdo, contra su pecho, aprisionaba un balón de futbol, ya gastado, que era su más reciente regalo de cumpleaños.

Leovigildo Messi por parte de padre, y Cano, por parte de madre, sufría de una descompensación hormonal. Juan Alberto Cano, su tío materno, le había diagnosticado la enfermedad, pero como médico rural no tenía acceso a inyecciones de células madre. De hecho, costear los exámenes de sangre y de densidad ósea, había desfalcado a la familia. “Son carísimas esas inyecciones. Y Leíto necesita tratarse. Mientras más pronto, mejor”, había advertido el tío.

Pérez y Pérez se acercó a la pareja. Tomó del brazo al padre y lo encaminó a la puerta. “Aquí no podemos ayudarlo. Hubiera venido cuando el INSS patrocinaba al Atlante. Entonces sí, no había ni aspirinas para la gente, pero los jugadores usaban sólo vendas desechables traídas desde Alemania. Ahora no hay ni para tratar a niños con cáncer y usted quiere que sacrifiquemos gente porque su niñito quiere jugar al futbol. Ja, ja, ja”.

Jordi Messi y Leovigildo abandonaron la oficina. El padre frustrado y el pequeño desconcertado. El problema era más grave. Si Leíto no recibía el tratamiento, su desarrollo muscular y óseo se vería truncado. Al paso del tiempo, habría descompensaciones, y estaría aún más expuesto a lesiones, y tal vez hasta tendría que dejar el deporte.

“La diferencia puede ser que deje de crecer entre 15 ó 20 centímetros respecto al promedio del resto de las personas, pero habrá más complicaciones después”, había explicado el tío. “Las descompensaciones hormonales, en el sistema neuro-musculoesquelético, pueden traer más secuelas”.

Mientras buscaban la salida de la clínica del INSS, y Jordi Messi trataba de encontrar otras soluciones, Leíto jugueteaba con el balón sin dejarlo caer al suelo. Sus notables habilidades pasaban casi desapercibidas entre aquella peregrinación de enfermos dolientes y quejumbrosos que entraban y salían del Centro Médico. “No hay vacunas”. “No hay medicinas”. “Se les acabó la insulina”. “No hay ni jeringas”. “Hay que traer uno mismo sus vendas”. “No vino el doctor, que tal vez venga mañana a ver si ya se le bajó la cruda”. Esos rezongos eran parte del relicario de impotencia y frustración de los derechohabientes.

Leovigildo Messi-Cano recorrió los casi 50 metros hasta la salida, sorteando gente, tirando un par de túneles y hasta sombreritos sobre ancianos en silla de ruedas, sin que el balón cayera al piso. Lo suyo era circense, fantástico. Y en la cancha era un prodigio. Algo natural. Hacía cosas no vistas en las canchas de poco pasto, mucha tierra y algo de laja en las que jugaba. Ya había marcado varios goles dislocando esqueletos, y además, por su pequeño pie izquierdo, impactaba el balón con una precisión y potencia poco habitual para su edad.

Los Messi, padre e hijo, iban absortos entre aquel valle de desperdicio de lágrimas, cuando, súbitamente, una esperanza. El secretario de Pérez y Pérez, Tulio Bartolo, los alcanzó en la escalinata. “Oiga, don, a lo mejor hay una solución, pero no le vaya a decir a nadie, porque me corren. Síganme, por aquí”, y señaló, ya en la calle, hacia la derecha, ante el rostro iluminado del progenitor. Esperanza...

Continuará el próximo viernes